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VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,
Y CANTO DEL "TE DEUM"

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Viernes 31 de diciembre de 2010

 

Queridos hermanos y hermanas:

Al finalizar el año, nos encontramos esta tarde en la basílica vaticana para celebrar las primeras vísperas de la solemnidad de María Santísima Madre de Dios y elevar un himno de acción de gracias al Señor por las innumerables gracias que nos ha dado, pero además y sobre todo por la Gracia en persona, es decir, por el Don viviente y personal del Padre, que es su Hijo predilecto, nuestro Señor Jesucristo. Precisamente esta gratitud por los dones recibidos de Dios en el tiempo que se nos ha concedido vivir nos ayuda a descubrir un gran valor inscrito en el tiempo: marcado en sus ritmos anuales, mensuales, semanales y diarios, está habitado por el amor de Dios, por sus dones de gracia; es tiempo de salvación. Sí, el Dios eterno entró y permanece en el tiempo del hombre. Entró en él y permanece en él con la persona de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador del mundo. Es lo que nos ha recordado el apóstol san Pablo en la lectura breve que acabamos de proclamar: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo... para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).

Por tanto, el Eterno entra en el tiempo y lo renueva de raíz, liberando al hombre del pecado y haciéndolo hijo de Dios. Ya «al principio», o sea, con la creación del mundo y del hombre en el mundo, la eternidad de Dios hizo surgir el tiempo, en el que transcurre la historia humana, de generación en generación. Ahora, con la venida de Cristo y con su redención, estamos «en la plenitud» del tiempo. Como pone de relieve san Pablo, con Jesús el tiempo llega a su plenitud, a su cumplimiento, adquiriendo el significado de salvación y de gracia por el que fue querido por Dios antes de la creación del mundo. La Navidad nos remite a esta «plenitud» del tiempo, es decir, a la salvación renovadora traída por Jesús a todos los hombres. Nos la recuerda y, misteriosa pero realmente, nos la da siempre de nuevo. Nuestro tiempo humano está lleno de males, de sufrimientos, de dramas de todo tipo —desde los provocados por la maldad de los hombres hasta los derivados de las catástrofes naturales—, pero encierra ya, y de forma definitiva e imborrable, la novedad gozosa y liberadora de Cristo salvador. Precisamente en el Niño de Belén podemos contemplar de modo particularmente luminoso y elocuente el encuentro de la eternidad con el tiempo, como suele expresar la liturgia de la Iglesia. La Navidad nos hace volver a encontrar a Dios en la carne humilde y débil de un niño. ¿No hay aquí una invitación a reencontrar la presencia de Dios y de su amor que da la salvación también en las horas breves y fatigosas de nuestra vida cotidiana? ¿No es una invitación a descubrir que nuestro tiempo humano —también en los momentos difíciles y duros— está enriquecido incesantemente por las gracias del Señor, es más, por la Gracia que es el Señor mismo?

Al final de este año 2010, antes de entregar sus días y horas a Dios y a su juicio justo y misericordioso, siento muy viva en el corazón la necesidad de elevar nuestro «gracias» a él y a su amor por nosotros. En este clima de agradecimiento, deseo dirigir un saludo particular al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, así como a los numerosos fieles laicos aquí reunidos. Saludo al señor alcalde y a las autoridades presentes. Un recuerdo especial va a cuantos atraviesan dificultades y pasan estos días de fiesta entre problemas y sufrimientos. A todos y a cada uno aseguro mi pensamiento afectuoso, que acompaño con la oración.

Queridos hermanos y hermanas, nuestra Iglesia de Roma está comprometida en ayudar a todos los bautizados a vivir fielmente la vocación que han recibido y a dar testimonio de la belleza de la fe. Para poder ser auténticos discípulos de Cristo, una ayuda esencial nos viene de la meditación diaria de la Palabra de Dios que, como escribí en la reciente exhortación apostólica Verbum Domini, «está en la base de toda auténtica espiritualidad cristiana» (n. 86). Por esto deseo animar a todos a cultivar una intensa relación con ella, en particular a través de la lectio divina, para tener la luz necesaria para discernir los signos de Dios en el tiempo presente y a proclamar eficazmente el Evangelio. De hecho, también en Roma hay cada vez más necesidad de un renovado anuncio del Evangelio, para que el corazón de los habitantes de nuestra ciudad se abra al encuentro con ese Niño, que nació por nosotros, con Cristo, Redentor del hombre. Dado que, como recuerda el apóstol san Pablo, «la fe nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo» (Rm 10, 17), una ayuda útil en esta acción evangelizadora puede venir —como ya se experimentó durante la Misión ciudadana de preparación para el gran jubileo del año 2000— de los «Centros de escucha del Evangelio», que animo a hacer renacer o a revitalizar no sólo en las vecindades, sino también en los hospitales, en los lugares de trabajo y en aquellos donde se forman las nuevas generaciones y se elabora la cultura. El Verbo de Dios, de hecho, se hizo carne por todos y su verdad es accesible a todo hombre y a toda cultura. Me ha complacido constatar el ulterior empeño del Vicariato en la organización de los «Diálogos en la catedral», que tendrán lugar en la basílica de San Juan de Letrán: estas significativas citas expresan el deseo de la Iglesia de salir al encuentro de todos aquellos que buscan respuestas a los grandes interrogantes de la existencia humana.

El lugar privilegiado de la escucha de la Palabra de Dios es la celebración de la Eucaristía. La Asamblea diocesana del pasado mes de junio, en la que participé, quiso poner de manifiesto la centralidad de la santa misa dominical en la vida de toda comunidad cristiana y ofreció indicaciones para que la belleza de los divinos misterios pueda resplandecer más en el acto celebrativo y en los frutos espirituales que derivan de ellos. Animo a los párrocos y a los sacerdotes a cumplir lo indicado en el programa pastoral: la formación de un grupo litúrgico que anime la celebración, y una catequesis que ayude a todos a conocer más el misterio eucarístico, del que brota el testimonio de la caridad. Alimentados por Cristo, también nosotros somos atraídos en el mismo acto de ofrenda total, que impulsó al Señor a dar su propia vida, revelando de ese modo el inmenso amor del Padre. El testimonio de la caridad posee, por tanto, una esencial dimensión teologal y está profundamente unido al anuncio de la Palabra. En esta celebración de acción de gracias a Dios por los dones recibidos en el curso del año, recuerdo en particular la visita que realicé al albergue de Cáritas en la estación Termini donde, a través del servicio y la entrega generosa de numerosos voluntarios, muchos hombres y mujeres pueden palpar el amor de Dios. El momento presente genera aún preocupación por la precariedad en la que se encuentran tantas familias y pide a toda la comunidad diocesana que esté cerca de aquellos que viven en condiciones de pobreza y dificultad. Que Dios, amor infinito, inflame el corazón de cada uno de nosotros con la caridad que lo impulsó a darnos a su Hijo unigénito.

Queridos hermanos y hermanas, se nos invita a mirar al futuro, y a mirarlo con la esperanza que es la palabra final del Te Deum: «In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum!», «Señor, tú eres nuestra esperanza, no quedaremos defraudados eternamente». Quien nos entrega a Cristo, nuestra esperanza, es siempre ella, la Madre de Dios: María santísima. Como hizo con los pastores y a los magos, sus brazos y aún más su corazón siguen ofreciendo al mundo a Jesús, su Hijo y nuestro Salvador. En él está toda nuestra esperanza, porque de él han venido para todo hombre la salvación y la paz. Amén.



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