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CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON LOS UNIVERSITARIOS

HOMILÍA EL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Jueves 15 de diciembre de 2011

 

«Hermanos, esperad con paciencia hasta la venida del Señor» (St 5, 7)

Con estas palabras el apóstol Santiago nos indica la actitud interior para prepararnos a escuchar y acoger de nuevo el anuncio del nacimiento del Redentor en la gruta de Belén, misterio inefable de luz, de amor y de gracia. A vosotros, queridos universitarios de Roma, con quienes tengo la alegría de encontrarme en esta tradicional cita, os dirijo con afecto mi saludo: os acojo en la proximidad de la Santa Navidad con vuestros deseos, vuestras esperanzas, vuestras preocupaciones; y saludo también a las comunidades académicas que representáis. Agradezco al rector magnífico, profesor Massimo Egidi, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, y con las que ha evidenciado la delicada misión del profesor universitario. Saludo con viva cordialidad al ministro para la Universidad, profesor Francesco Profumo, y a las autoridades académicas de los distintos ateneos.

Queridos amigos, Santiago exhorta a imitar al labrador, que «aguarda el fruto precioso de la tierra con paciencia» (St 5, 7). A vosotros, que vivís en el corazón del ambiente cultural y social de nuestro tiempo, que experimentáis las nuevas y cada vez más refinadas tecnologías, que sois protagonistas de un dinamismo histórico que a veces parece arrollador, la invitación del Apóstol puede parecer anacrónica, casi una invitación a salir de la historia, a no desear ver los frutos de vuestro trabajo, de vuestra búsqueda. ¿Pero es de verdad así? ¿La invitación a la espera de Dios está fuera de tiempo? Y también nos podríamos preguntar con mayor radicalidad: ¿Qué significa para mí la Navidad? ¿Es verdaderamente importante para mi existencia, para la construcción de la sociedad? Son muchas, en nuestra época, las personas, especialmente las que encontráis en las aulas universitarias, que dan voz a la cuestión de si debemos esperar algo o a alguien; si debemos esperar a otro mesías, a otro dios; si vale la pena fiarnos de aquel Niño que en la noche de Navidad hallaremos en el pesebre entre María y José.

La exhortación del Apóstol a la paciente constancia, que en nuestro tiempo podría dejar un poco perplejos, es en realidad el camino para acoger en profundidad la cuestión de Dios, el sentido que tiene en la vida y en la historia, porque precisamente revela su Rostro en la paciencia, en la fidelidad y en la constancia de la búsqueda de Dios, de la apertura a él. No tenemos necesidad de un dios genérico, indefinido, sino del Dios vivo y verdadero, que abra el horizonte del futuro del hombre a una perspectiva de esperanza firme y segura, una esperanza rica de eternidad y que permita afrontar con valor el presente en todos sus aspectos. Así que entonces nos tendríamos que preguntar: ¿Dónde encuentra mi búsqueda el verdadero Rostro de este Dios? O mejor todavía: ¿Dónde me sale al encuentro Dios mismo mostrándome su Rostro, revelándome su misterio, entrando en mi historia?

Queridos amigos, la invitación de Santiago: «Hermanos, esperad con paciencia hasta la venida del Señor» nos recuerda que la certeza de la gran esperanza del mundo se nos dona, que no estamos solos y no construimos la historia nosotros solos. Dios no está lejos del hombre, sino que se ha inclinado sobre él y se ha hecho carne (Jn 1, 14) para que el hombre comprenda dónde reside el fundamento sólido de todo, el cumplimiento de sus aspiraciones más profundas: en Cristo (Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, 10). La paciencia es la virtud de aquellos que confían en esta esperanza en la historia, que no se dejan vencer por la tentación de poner toda la esperanza en lo inmediato, en perspectivas puramente horizontales, en proyectos técnicamente perfectos, pero alejados de la realidad más profunda, la que da la dignidad más alta a la persona humana: la dimensión trascendente, ser criatura a imagen y semejanza de Dios, llevar en el corazón el deseo de elevarse a él.

Pero hay también otro aspecto que quiero subrayar esta tarde. Santiago nos dijo: «Mirad: el labrador aguarda ... con paciencia» (5, 7). Dios, en la encarnación del Verbo, en la encarnación de su Hijo, experimentó el tiempo del hombre, de su crecimiento, de su hacerse en la historia. Aquel Niño es el signo de la paciencia de Dios, que es el primero en ser paciente, constante, fiel a su amor por nosotros; él es el verdadero «labrador» de la historia, que sabe esperar. ¡Cuántas veces los hombres han intentado construir el mundo solos, sin Dios o contra Dios! El resultado está marcado por el drama de ideologías que, al final, se han vuelto contra el hombre y su dignidad profunda. La constancia paciente en la construcción de la historia, tanto a nivel personal como comunitario, no se identifica con la tradicional virtud de la prudencia, que ciertamente es necesaria, sino que es algo mayor y más complejo. Ser constantes y pacientes significa aprender a construir la historia junto a Dios, porque sólo edificando sobre él y con él la construcción está bien fundada, no instrumentalizada por fines ideológicos, sino verdaderamente digna del hombre.

Así que esta tarde volvemos a encender de manera más luminosa todavía la esperanza en nuestro corazón, porque la Palabra de Dios nos recuerda que la llegada del Señor está cerca; es más, el Señor está con nosotros y es posible construir con él. En la gruta de Belén la soledad del hombre ha sido vencida, nuestra existencia ya no está abandonada a las fuerzas impersonales de los procesos naturales e históricos, nuestra casa puede construirse sobre roca: podemos proyectar nuestra historia, la historia de la humanidad, no en la utopía, sino en la certeza de que el Dios de Jesucristo está presente y nos acompaña.

Queridos amigos universitarios, corramos con alegría a Belén, acojamos entre nuestros brazos al Niño que María y José nos presentan. Recomencemos desde él y con él, afrontando todas las dificultades. A cada uno de vosotros el Señor pide que colabore en la construcción de la ciudad del hombre, conjugando de forma seria y apasionada fe y cultura. Por esto os invito a buscar siempre, con paciente constancia, el verdadero Rostro de Dios, ayudados por el camino pastoral que se os propone en este año académico. Buscar el Rostro de Dios es la aspiración profunda de nuestro corazón y también es la respuesta a la cuestión fundamental que surge siempre de nuevo también en la sociedad contemporánea. Queridos amigos universitarios, ya sabéis que la Iglesia de Roma, con la guía prudente y atenta del cardenal vicario y de vuestros capellanes, está cerca de vosotros. Demos gracias al Señor porque, como se ha recordado, hace veinte años el beato Juan Pablo II instituyó la Oficina de pastoral universitaria al servicio de la comunidad académica romana. El trabajo realizado ha promovido el nacimiento y el desarrollo de las capellanías para llegar a una red bien organizada, donde las propuestas formativas de los distintos ateneos, estatales, privados, católicos y pontificios, pueden contribuir a la elaboración de una cultura al servicio del crecimiento integral del hombre.

Al término de esta liturgia, el icono de la Sedes Sapientiae pasará de la delegación universitaria española a la de «La Sapienza Università di Roma». Iniciará la peregrinatio mariana en las capellanías, que acompañaré con la oración. Sabed que el Papa confía en vosotros y en vuestro testimonio de fidelidad y de compromiso apostólico.

Queridos amigos, esta tarde apresuramos juntos con confianza nuestro camino hacia Belén, llevando con nosotros las expectativas y las esperanzas de nuestros hermanos, a fin de que todos puedan encontrar al Verbo de la vida y confiarse a él. Es el deseo que dirijo a la comunidad académica romana: llevad a todos el anuncio de que el verdadero rostro de Dios está en el Niño de Belén, tan cercano a cada uno de nosotros que nadie puede sentirse excluido, nadie debe dudar de la posibilidad del encuentro, pues él es el Dios paciente y fiel, que sabe esperar y respetar nuestra libertad. A él esta tarde queremos confesar con confianza el deseo más profundo de nuestro corazón: «Busco tu rostro, Señor: ven, ¡no tardes!». Amén.



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