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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
EN EL QUINTO ANIVERSARIO DE LA MUERTE
DEL CARDENAL VAN THUÂN


Sala del Consistorio, Castelgandolfo
Lunes 17 de septiembre de 2007

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
 

Os doy una cordial bienvenida a todos vosotros, reunidos para recordar al amadísimo cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân, que el Señor llamó a sí el 16 de septiembre de hace cinco años. Ha pasado un lustro, pero en la mente y en el corazón de quienes lo conocieron sigue viva la noble figura de este fiel servidor del Señor. También yo conservo no pocos recuerdos personales de los encuentros que tuve con él durante los años de su servicio aquí, en la Curia romana.

Saludo al señor cardenal Renato Raffaele Martino y al obispo mons. Giampaolo Crepaldi, respectivamente presidente y secretario del Consejo pontificio Justicia y paz, junto con sus colaboradores. Saludo a los miembros de la fundación San Mateo, instituida en memoria del cardenal Van Thuân, del Observatorio internacional, que lleva su nombre, creado para la difusión de la doctrina social de la Iglesia, así como a los parientes y amigos del cardenal difunto. Al señor cardenal Martino le expreso sentimientos de viva gratitud también por las palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes.

Aprovecho de buen grado la ocasión para destacar, una vez más, el luminoso testimonio de fe que nos dejó este heroico pastor. El obispo Francisco Javier —como le gustaba presentarse— fue llamado a la casa del Padre en el otoño del año 2002, después de un largo período de dolorosa enfermedad, afrontada con total abandono a la voluntad de Dios. Algún tiempo antes había sido nombrado por mi venerado predecesor Juan Pablo II vicepresidente del Consejo pontificio Justicia y paz, del que fue después presidente, iniciando la publicación del Compendio de la doctrina social de la Iglesia.

¿Cómo olvidar los notables rasgos de su cordialidad sencilla y espontánea? ¿Cómo no poner de relieve la capacidad que tenía de dialogar y hacerse prójimo de todos? Lo recordamos con mucha admiración, mientras vuelven a nuestra mente las grandes visiones, llenas de esperanza, que lo animaban y que sabía proponer de modo fácil y atractivo; su fervoroso compromiso en favor de la difusión de la doctrina social de la Iglesia entre los pobres del mundo; el anhelo de la evangelización en su continente, Asia; la capacidad que tenía de coordinar las actividades de caridad y promoción humana que impulsaba y sostenía en los lugares más recónditos de la tierra.

El cardenal Van Thuân era un hombre de esperanza, vivía de esperanza y la difundía entre todas las personas con quienes se encontraba. Gracias a esta energía espiritual superó todas las dificultades físicas y morales. La esperanza lo sostuvo como obispo aislado, durante trece años, de su comunidad diocesana; la esperanza le ayudó a vislumbrar en la absurdidad de los acontecimientos que le tocó vivir —durante su larga detención nunca fue procesado— un designio providencial de Dios.

La noticia de la enfermedad, el tumor, que lo llevó después a la muerte, le llegó casi juntamente con el nombramiento cardenalicio por obra del Papa Juan Pablo II, que sentía por él gran estima y afecto. El cardenal Van Thuân solía repetir que el cristiano es el hombre del ahora, del momento presente, que es necesario aprovechar y vivir por amor a Cristo. En esta capacidad de vivir el momento presente se refleja su abandono interior en manos de Dios y la sencillez evangélica que todos admiramos en él. ¿Es posible —se preguntaba— que quien se fía del Padre celestial no quiera ser estrechado entre sus brazos?

Queridos hermanos y hermanas, he recibido con profunda alegría la noticia de que se ha iniciado la causa de beatificación de este singular profeta de esperanza cristiana y, a la vez que encomendamos al Señor a esta alma elegida, le pedimos que su ejemplo sea una enseñanza válida para nosotros. Con este deseo, os bendigo a todos de corazón.



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