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PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)

VISITA DE CORTESÍA
AL PRESIDENTE DEL ESTADO DE ISRAEL

DISCURSO DEL SANTO PADRE*

Palacio Presidencial - Jerusalén
Lunes 11 de mayo de 2009

 

Señor presidente;
excelencias;
señoras y señores:

Como cordial gesto de hospitalidad, el presidente Peres nos ha acogido aquí, en su residencia, ofreciéndome la posibilidad de saludaros a todos y de compartir, al mismo tiempo, con vosotros algunas reflexiones. Señor presidente, le agradezco esta amable acogida y sus cordiales palabras de saludo, a las que de corazón correspondo. También expreso mi agradecimiento a los cantantes y músicos que nos han entretenido con su fina ejecución.

Señor presidente, en el mensaje de felicitación que le envié con motivo de su toma de posesión, recordé con placer su ilustre testimonio de servicio público marcado por un fuerte compromiso en favor de la promoción de la justicia y la paz. Hoy deseo asegurarle a usted y al nuevo Gobierno, así como a todos los habitantes del Estado de Israel, que mi peregrinación a los santos lugares tiene como finalidad implorar el precioso don de la unidad y de la paz para Oriente Medio y para toda la humanidad. En efecto, cada día rezo para que la paz que nace de la justicia vuelva a Tierra Santa y a toda la región, trayendo seguridad y nueva esperanza para todos.

La paz es ante todo un don divino, pues es la promesa del Omnipotente a todo el género humano y defiende la unidad. En el libro del profeta Jeremías leemos: "Bien me sé los pensamientos que pienso sobre vosotros —oráculo del Señor—, pensamientos de paz y no de desgracia, de daros un porvenir de esperanza" (Jr 29, 11). El profeta nos recuerda la promesa del Omnipotente de que "se dejará encontrar", "escuchará" y "nos reunirá". Pero hay también una condición: debemos "buscarlo" y "buscarlo con todo el corazón" (cf. Jr 29, 12-14).

A los líderes religiosos hoy presentes quiero decirles que la contribución particular de las religiones a la búsqueda de la paz se apoya fundamentalmente en la búsqueda apasionada y concorde de Dios. Nuestra tarea consiste en proclamar y testimoniar que el Omnipotente está presente y se puede conocer aun cuando parezca oculto a nuestra vista; que actúa en nuestro mundo para nuestro bien; y que el futuro de la sociedad está marcado por la esperanza cuando vibra en armonía con el orden divino. La presencia dinámica de Dios es lo que une los corazones y asegura la unidad. De hecho, el fundamento último de la unidad entre las personas es la perfecta unicidad y universalidad de Dios, que creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza para introducirnos en su vida divina, de modo que todos seamos uno.

Por tanto, los líderes religiosos deben ser conscientes de que toda división o tensión, toda tendencia a la introversión o a la sospecha entre los creyentes o entre nuestras comunidades puede conducir fácilmente a una contradicción que oscurece la unicidad del Omnipotente, traiciona nuestra unidad y contradice al Único, que se revela a sí mismo como "rico en amor y fidelidad" (Ex 34,6; Sal 138,2; Sal 85, 11).

Queridos amigos, Jerusalén, que desde hace largo tiempo ha sido una encrucijada de pueblos de orígenes diversos, es una ciudad que permite a judíos, cristianos y musulmanes asumir su deber, gozar del privilegio de dar juntos testimonio de la convivencia pacífica deseada durante largo tiempo por los adoradores del único Dios, revelar el plan del Omnipotente de la unidad de la familia humana, anunciado a Abraham, y proclamar la verdadera naturaleza del hombre como buscador de Dios. Así pues, esforcémonos por asegurar que, mediante la enseñanza y la guía de nuestras respectivas comunidades, las ayudemos a ser fieles a lo que en verdad son como creyentes, siempre conscientes de la bondad infinita de Dios, de la dignidad inviolable de todo ser humano y de la unidad de toda la familia humana.

La Sagrada Escritura nos ofrece también su comprensión de la seguridad. En hebreo, seguridad —batah— deriva de confianza, y no sólo se refiere a la falta de amenazas, sino también al sentimiento de calma y confianza. En el libro del profeta Isaías leemos sobre un tiempo de bendición divina: "Al fin desde lo alto se derramará sobre nosotros un espíritu. (...) Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua" (Is 32, 15-17). En el plan de Dios para el mundo, seguridad, equidad, justicia y paz son inseparables. Lejos de ser simplemente producto del esfuerzo humano, son valores que proceden de la relación fundamental de Dios con el hombre, y residen como patrimonio común en el corazón de toda persona.

Sólo hay un modo de proteger y promover estos valores: practicarlos, vivirlos. Ninguna persona, ninguna familia, ninguna comunidad o nación está exenta del deber de vivir en la justicia y de trabajar por la paz. Naturalmente, se espera que los líderes civiles y políticos aseguren una justa y adecuada seguridad al pueblo para cuyo servicio han sido elegidos. Este objetivo forma una parte de la justa promoción de los valores comunes a la humanidad y, por tanto, no puede estar en conflicto con la unidad de la familia humana. Los valores y los fines auténticos de una sociedad, que siempre tutelan la dignidad humana, son indivisibles, universales e interdependientes (cf. Discurso a las Naciones Unidas, 18 de abril de 2008). Por consiguiente, no se pueden realizar cuando son presa de intereses particulares o de políticas fragmentarias. El verdadero interés de una nación siempre se persigue promoviendo la justicia para todos.

Distinguidos señoras y señores, una seguridad duradera es cuestión de confianza, alimentada en la justicia y en la equidad, fraguada por la conversión de los corazones que nos obliga a mirar al otro a los ojos y a reconocer al "tú" como alguien igual a mí, mi hermano, mi hermana. De esta forma, ¿no se convertiría la sociedad misma en "un vergel" (Is 32, 15), no caracterizado por bloqueos u obstrucciones sino por la cohesión y la armonía? ¿No se convertiría en una comunidad de nobles aspiraciones, donde con agrado se concede a todos acceso a la educación, a la vivienda familiar, a la oportunidad de empleo, una sociedad dispuesta a edificar sobre los fundamentos duraderos de la esperanza?

Para concluir, deseo dirigirme a las familias de esta ciudad, de este país. ¿Qué padres querrían la violencia, la inseguridad o la división para sus hijos? ¿Qué objetivo político humano puede conseguirse a través de conflictos y violencias? Oigo el grito de cuantos viven en este país y piden justicia, paz, respeto de su dignidad, seguridad estable, una vida cotidiana libre del miedo de amenazas externas y de violencia insensata. Sé que un número considerable de hombres, mujeres y jóvenes están trabajando por la paz y la solidaridad a través de programas culturales e iniciativas de apoyo práctico y compasivo; suficientemente humildes para perdonar, tienen la valentía de aferrarse al sueño que es su derecho.

Señor presidente, le agradezco la cortesía que me ha demostrado y le aseguro una vez más mis oraciones por el Gobierno y por todos los ciudadanos de este Estado. Que la auténtica conversión del corazón de todos lleve a un compromiso más decidido por la paz y la seguridad a través de la justicia para todos.

¡Shalom!


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n°21, p.7.



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