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VISITA PASTORAL A BRESCIA Y CONCESIO

VISITA A LA PARROQUIA DE SAN ANTONINO,
DONDE FUE BAUTIZADO GIOVANNI BATTISTA MONTINI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Concesio
Domingo 8 de noviembre de 2009

 

Queridos hermanos y hermanas:

Con este encuentro termina la visita pastoral a Brescia, tierra natal de mi venerado predecesor Pablo VI. Y para mí es un verdadero placer concluirla precisamente aquí, en Concesio, donde nació y comenzó su larga y rica aventura humana y espiritual. Más significativo aún —y más emocionante— es estar en esta iglesia vuestra que fue también su iglesia. Aquí, el 30 de septiembre de 1897, recibió el Bautismo y quién sabe cuántas veces volvió a ella para orar; probablemente aquí comprendió mejor la voz del divino Maestro que lo llamó a seguirlo y lo llevó, a través de varias etapas, hasta ser su Vicario en la tierra. Aquí resuenan también las inspiradas palabras que, ya siendo cardenal, Giovanni Battista Montini pronunció hace cincuenta años, el 16 de agosto de 1959, cuando volvió a su pila bautismal. "Aquí llegué a ser cristiano —dijo—; llegué a ser hijo de Dios y recibí el don de la fe" (G. B. Montini, Discorsi e Scritti Milanesi, II, p. 3010). Al recordarlo, me complace saludaros con afecto a todos vosotros, sus paisanos, a vuestro párroco y al alcalde, así como al pastor de la diócesis, monseñor Luciano Monari, y a todos los que han querido estar presentes en este breve pero intenso momento de intimidad espiritual.

"Aquí llegué a ser cristiano..., recibí el don de la fe". Queridos amigos, permitidme aprovechar esta ocasión para recordar,  partiendo  precisamente de la afirmación del Papa Montini y refiriéndome a otras intervenciones suyas, la  importancia del Bautismo en la vida de todo cristiano. El Bautismo —afirma— puede definirse "la primera y fundamental relación vital y sobrenatural entre la Pascua del Señor y nuestra Pascua" (Insegnamenti IV, [1966], 742); es el sacramento mediante el cual tiene lugar "la transfusión del misterio de la muerte y resurrección de Cristo a sus seguidores" (Insegnamenti XIV, [1976], 407); es el sacramento que introduce en la relación de comunión con Cristo. "Por el bautismo —como dice san Pablo— fuimos sepultados con él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos (...), así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6, 4). A Pablo VI le gustaba subrayar la dimensión cristocéntrica del Bautismo, con el que nos hemos revestido de Cristo, con el que entramos en comunión vital con él y le pertenecemos a él.

En tiempos de grandes cambios en el seno de la Iglesia y en el mundo, ¡cuántas veces Pablo VI insistió en esta necesidad de permanecer firmes en la comunión vital con Cristo! De hecho, sólo así llegamos a ser miembros de su familia, que es la Iglesia. El Bautismo —afirmaba— es la "puerta por la que los hombres entran en la Iglesia" (Insegnamenti XII, [1974], 422); es el sacramento con el que se llega a ser "hermanos de Cristo y miembros de aquella humanidad, destinada a formar parte de su Cuerpo místico y universal, que se llama la Iglesia" (Insegnamenti XIII, [1975], 308). Al hombre regenerado por el Bautismo Dios lo hace partícipe de su vida misma, y "el bautizado puede tender eficazmente a Dios-Trinidad, su fin último, al que está ordenado, con la finalidad de participar en su vida y en su amor infinito" (Insegnamenti XI, [1973], 850).

Queridos hermanos y hermanas, quisiera volver idealmente a la visita que realizó hace cincuenta años a esta iglesia parroquial el entonces arzobispo de Milán. Recordando su Bautismo, se preguntó cómo había conservado y vivido este gran don del Señor y, aun reconociendo que no lo había comprendido ni secundado suficientemente, confesó: "Os quiero decir que la fe que recibí en esta iglesia con el sacramento del santo Bautismo fue para mí la luz de la vida..., la lámpara de mi vida" (Op. cit., pp. 3010. 3011). Haciéndonos eco de sus palabras, podríamos preguntarnos: "¿Cómo vivo mi Bautismo? ¿Cómo hago experiencia del camino de vida nueva del que habla san Pablo?". En el mundo en que vivimos —para usar también una expresión del arzobispo Montini— a menudo hay "una nube que nos quita la alegría de ver con serenidad el cielo divino...; sentimos la tentación de creer que la fe es un vínculo, una cadena de la que es preciso liberarse; que es algo antiguo, por no decir pasado de moda, algo que no sirve" (ib., p. 3012), por lo cual el hombre piensa que basta "la vida económica y social para dar una respuesta a todas las aspiraciones del corazón humano" (ib.). Al respecto, ¡qué elocuente es, en cambio, la expresión de san Agustín, quien escribe en las Confesiones que nuestro corazón no tiene paz hasta que descansa en Dios (cf. I, 1). El ser humano sólo es verdaderamente feliz si encuentra la luz que lo ilumina y le da plenitud de significado. Esta luz es la fe en Cristo, don que se recibe en el Bautismo y que es preciso redescubrir constantemente para poder transmitirlo a los demás.

Queridos hermanos y hermanas, no olvidemos el inmenso don que recibimos el día en que fuimos bautizados. En ese momento Cristo nos unió a sí para siempre, pero, por nuestra parte, ¿seguimos permaneciendo unidos a él con opciones coherentes con el Evangelio? No es fácil ser cristianos. Hace falta valentía y tenacidad para no conformarse a la mentalidad del mundo, para no dejarse seducir por los señuelos a veces poderosos del hedonismo y el consumismo, para afrontar, si fuera necesario, incluso incomprensiones y a veces hasta verdaderas persecuciones. Vivir el Bautismo implica permanecer firmemente unidos a la Iglesia, también cuando vemos en su rostro alguna sombra y alguna mancha. Es ella la que nos ha engendrado para la vida divina y nos acompaña en todo nuestro camino:¡Amémosla, amémosla como a nuestra Madre! Amémosla y sirvámosla con un amor fiel, que se traduzca en gestos concretos en el seno de nuestras comunidades, sin caer en la tentación del individualismo y del prejuicio, y superando toda rivalidad y división. Así seremos verdaderos discípulos de Cristo. Que nos ayude desde el cielo María, Madre de Cristo y de la Iglesia, a quien el siervo de Dios Pablo VI amó y honró con gran devoción. Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestra acogida, tan cordial y afectuosa; y, a la vez que os aseguro mi recuerdo en la oración, imparto a todos de corazón una bendición especial.



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