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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO MUNDIAL
SOBRE LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES Y LOS REFUGIADOS


Lunes 9 de noviembre de 2009

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibiros al comienzo del Congreso mundial sobre la pastoral de los emigrantes y los refugiados. Saludo en primer lugar al presidente de vuestro Consejo pontificio, monseñor Antonio Maria Vegliò, y le agradezco las cordiales palabras con las que ha introducido este encuentro. Saludo al secretario, a los miembros, a los consultores y a los oficiales del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Dirijo un cordial saludo al honorable Renato Schifani, presidente del Senado de la República. Saludo a todos los presentes. A cada uno expreso mi aprecio por el compromiso y la solicitud con que trabajáis en un ámbito social hoy día tan complejo y delicado, ofreciendo apoyo a quien, por libre elección o por necesidad, deja su país de origen y emigra a otras naciones.

El tema del Congreso —"Una respuesta al fenómeno migratorio en la era de la globalización"— pone de relieve el contexto especial en el que se sitúan las migraciones en nuestra época. En efecto, aunque el fenómeno migratorio es tan antiguo como la historia de la humanidad, nunca había tenido una importancia tan grande por consistencia y por complejidad de problemáticas como en nuestros tiempos. Afecta a casi todos los países del mundo y se inserta en el vasto proceso de la globalización. Millones de mujeres, hombres, niños, jóvenes y ancianos afrontan los dramas de la emigración a veces para sobrevivir, más que para buscar mejores condiciones de vida para ellos y para sus familiares. Va creciendo cada vez más la brecha económica entre los países pobres y los industrializados. La crisis económica mundial, con el enorme incremento del desempleo, reduce las posibilidades de empleo y aumenta el número de los que no logran encontrar ni siquiera un trabajo del todo precario. Por este motivo, muchos se ven forzados a abandonar su propia tierra y sus comunidades de origen; están dispuestos a aceptar trabajos en condiciones para nada conformes a la dignidad humana y su inserción en las sociedades que los acogen es difícil a causa de la diversidad de lengua, de cultura y de ordenamientos sociales.

La condición de los emigrantes, y en mayor medida la de los refugiados, recuerda en cierto modo las vicisitudes del antiguo pueblo bíblico que, al huir de la esclavitud de Egipto llevando en el corazón el sueño de la tierra prometida, atravesó el Mar Rojo y, en lugar de llegar enseguida a la meta deseada, tuvo que afrontar las dificultades del desierto. Hoy muchos emigrantes abandonan su país para huir de unas condiciones de vida humanamente inaceptables, pero sin encontrar en otras partes la acogida que esperaban. Frente a situaciones tan complejas, ¿cómo no detenerse a reflexionar sobre las consecuencias de una sociedad basada fundamentalmente en el mero desarrollo material? En la encíclica Caritas in veritate expliqué que el verdadero desarrollo es sólo el que es integral, es decir, el que abarca a todos los hombres y a todo el hombre.

El desarrollo auténtico siempre tiene un carácter solidario. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el compromiso por conseguirlo —afirmé también en la Caritas in veritate— deben asumir las dimensiones de toda la familia humana, es decir, de la comunidad de los pueblos y de las naciones (cf. n. 7). Más aún, incluso el proceso de globalización, como subrayó oportunamente el siervo de Dios Juan Pablo II, puede ser una ocasión propicia para promover el desarrollo integral, pero solamente "si las diferencias culturales se acogen como ocasión de encuentro y diálogo, y si la repartición desigual de los recursos mundiales provoca una nueva conciencia de la necesaria solidaridad que debe unir a la familia humana" (Mensaje con motivo de la Jornada mundial del emigrante de 1999, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de diciembre de 1999, p. 11). En consecuencia, hay que dar respuestas adecuadas a los grandes cambios sociales actuales, teniendo claro que no se producirá un desarrollo efectivo si no se favorece el encuentro entre los pueblos, el diálogo entre las culturas y el respeto de las legítimas diferencias.

Desde esta perspectiva, ¿por qué no considerar el actual fenómeno mundial migratorio como una condición favorable para la comprensión entre los pueblos y para la construcción de la paz y de un desarrollo que abarque a toda nación? Esto es precisamente lo que quise recordar en el Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado en el Año jubilar paulino: las migraciones nos invitan a poner de relieve la unidad de la familia humana y el valor de la acogida, de la hospitalidad y del amor al prójimo. Pero esto debe traducirse en gestos diarios de comunión, de participación y de solicitud por los demás, especialmente por los necesitados. Para ser acogedores los unos para con los otros —enseña san Pablo— los cristianos saben que deben estar dispuestos a escuchar la Palabra de Dios, que nos llama a imitar a Cristo y a permanecer unidos a él. Sólo de este modo se muestran solícitos por los demás y no ceden nunca a la tentación de despreciar y rechazar a quien es diferente. A todo hombre y toda mujer, configurados con Cristo, se los ve como hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre. Este tesoro de fraternidad los hace "diligentes en la hospitalidad", "que es hija primogénita del agapé" (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de octubre de 2008, p. 7).

Queridos hermanos y hermanas, cada comunidad cristiana, fiel a las enseñanzas de Jesús, no puede menos de respetar y prestar atención a todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios y redimidos por la sangre de Cristo, más aún cuando pasan dificultades. Por esta razón la Iglesia invita a los fieles a abrir el corazón a los emigrantes y a sus familias, sabiendo que no son sólo un "problema", sino que constituyen un "recurso" que hay que saber valorar oportunamente para el camino de la humanidad y para su auténtico desarrollo. Os agradezco de nuevo a cada uno el servicio que prestáis a la Iglesia y a la sociedad, e invoco la materna protección de María sobra cada acción vuestra en favor de los emigrantes y los refugiados. Por mi parte, os aseguro la oración, y con mucho gusto os bendigo a vosotros y a los que forman parte de la gran familia de los emigrantes y los refugiados.



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