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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO ORGANIZADO
POR EL OBSERVATORIO ASTRONÓMICO VATICANO


Sala Clementina
Viernes 30 de octubre de 2009

 

Eminencia; señoras y señores:

Me alegra saludar a esta asamblea de ilustres astrónomos, procedentes de todo el mundo, reunidos en el Vaticano con motivo de la celebración del Año internacional de la astronomía. Agradezco al cardenal Giovanni Lajolo sus cordiales palabras de introducción. Esta celebración, que marca el IV centenario de las primeras observaciones del cielo realizadas por Galileo Galilei con un telescopio, nos invita a considerar los inmensos avances del conocimiento científico en la época moderna y, de manera especial, a dirigir de nuevo nuestra mirada hacia el cielo con un espíritu de admiración, contemplación y compromiso de buscar la verdad, dondequiera se deba encontrar.

Vuestro encuentro coincide asimismo con la inauguración de las nuevas instalaciones del Observatorio vaticano en Castelgandolfo. Como sabéis, la historia del Observatorio está vinculada de modo muy concreto a la figura de Galileo, a las controversias que rodearon sus investigaciones y al intento de la Iglesia de alcanzar una comprensión correcta y fructuosa de la relación entre la ciencia y la religión. Aprovecho esta ocasión para expresar mi gratitud no sólo por los cuidadosos estudios que han aclarado el contexto histórico preciso de la condena de Galileo, sino también por los esfuerzos de todos los que están comprometidos en el diálogo y la reflexión constantes sobre la complementariedad de la fe y la razón al servicio de una comprensión integral del hombre y del lugar que ocupa en el universo. Expreso mi gratitud, de modo particular, al personal del Observatorio, así como a los amigos y bienhechores de la Fundación del Observatorio vaticano por sus esfuerzos para promover la investigación, las oportunidades pedagógicas y el diálogo entre la Iglesia y el mundo científico.

El Año internacional de la astronomía pretende, entre otras finalidades, reconquistar para todas las personas del mundo la admiración y el asombro extraordinarios que caracterizaron la gran época de los descubrimientos en el siglo XVI. Pienso, por ejemplo, en el júbilo de los científicos del Colegio romano, que a pocos pasos de aquí realizaron las observaciones y los cálculos que llevaron a la adopción del calendario gregoriano en todo el mundo. Nuestra época, que está en condiciones de realizar descubrimientos científicos tal vez incluso más grandes y de mayor alcance, podría beneficiarse de este mismo sentimiento de admiración y del deseo de alcanzar una síntesis del conocimiento verdaderamente humanista que inspiró a los padres de la ciencia moderna. ¿Quién puede negar que la responsabilidad ante el futuro de la humanidad y el respeto por la naturaleza y el mundo que nos rodea, requiere, hoy más que nunca, la meticulosa observación, el juicio crítico, la paciencia y la disciplina que son esenciales para el método científico moderno? Al mismo tiempo, los grandes científicos de la era de los descubrimientos nos recuerdan que el verdadero conocimiento siempre se orienta a la sabiduría y que, en lugar de restringir los ojos de la mente, nos invita a levantar la mirada hacia la esfera más elevada del espíritu.

En una palabra, el conocimiento se debe comprender y tratar de conseguir en toda su amplitud liberadora. Ciertamente, se puede reducir a cálculos y experimentos, pero si aspira a ser sabiduría, capaz de orientar al hombre a la luz de sus primeros comienzos y de su conclusión final, debe comprometerse en la búsqueda de la verdad última que, aunque siempre está más allá de nuestro alcance completo, es la clave de nuestra felicidad y libertad auténticas (cf. Jn 8, 32), la medida de nuestra verdadera humanidad y el criterio para una relación justa con el mundo físico y con nuestros hermanos y hermanas en la gran familia humana.

Queridos amigos, la cosmología moderna nos ha enseñado que ni nosotros ni la tierra en la que vivimos somos el centro de nuestro universo, compuesto por miles de millones de galaxias, cada una de las cuales con miríadas de estrellas y planetas. Sin embargo, al tratar de responder al desafío de este año —levantar los ojos hacia el cielo para redescubrir nuestro lugar en el universo—, no podemos menos de dejarnos capturar por la maravilla expresada hace mucho tiempo por el salmista. Contemplando el cielo estrellado, exclamó lleno de admiración al Señor: "Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?" (Sal 8, 4-5). Espero que el estupor y el júbilo, que han de ser los frutos de este Año internacional de la astronomía, nos lleven, más allá de la contemplación de las maravillas de la creación, hasta la contemplación del Creador y del Amor que es el motivo fundamental de su creación, el Amor que, con palabras de Dante Alighieri, "mueve el sol y las demás estrellas" (Paraíso XXXIII, 145). La Revelación nos dice que, en la plenitud de los tiempos, la Palabra por la cual fueron hechas todas las cosas vino a habitar entre nosotros.

En Cristo, el nuevo Adán, reconocemos el verdadero centro del universo y de toda la historia, y en él, el Logos encarnado, vemos la medida plena de nuestra grandeza como seres humanos, dotados de razón y llamados a un destino eterno.

Con estas reflexiones, queridos amigos, os saludo a todos con respeto y estima, y os ofrezco mi oración y mis mejores deseos para vuestra investigación y vuestra enseñanza. Sobre vosotros, sobre vuestras familias y vuestros seres queridos, invoco de corazón las bendiciones de sabiduría, alegría y paz de Dios todopoderoso.



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