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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA ORDINARIA DEL CONSEJO SUPERIOR
DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS


Sala Clementina
Viernes 21 de mayo de 2010

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Sed bienvenidos. Dirijo mi cordial saludo al cardenal Ivan Dias, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, a quien agradezco sus cordiales palabras; al secretario, monseñor Robert Sarah; al secretario adjunto, monseñor Piergiuseppe Vacchelli, presidente de las Obras misionales pontificias; a todos los colaboradores del dicasterio; y de modo particular a los directores nacionales de las Obras misionales pontificias, llegados a Roma desde todas las Iglesias para la asamblea ordinaria anual del Consejo superior.

Estoy particularmente agradecido a esta Congregación, a la que el concilio ecuménico Vaticano II, en línea con el acto constitutivo con el que fue fundada en 1622, confirmó su tarea de «regular y coordinar, en todo el mundo, tanto la obra misionera como la cooperación misionera» (Ad gentes, 29). Es inmensa la misión de la evangelización, especialmente en nuestro tiempo, en el que la humanidad sufre cierta falta de pensamiento reflexivo y sapiencial (cf. Caritas in veritate, 19. 31) y se difunde un humanismo que excluye a Dios (cf. ib. 78). Por esto, es aún más urgente y necesario iluminar los nuevos problemas que surgen con la luz del Evangelio que no cambia. De hecho, estamos convencidos de que el Señor Jesucristo, testigo fiel del amor del Padre, «con su muerte y su resurrección, es la principal fuerza propulsora para el verdadero desarrollo de toda persona humana y de la humanidad entera» (ib. 1). Al inicio de mi ministerio como Sucesor del Apóstol Pedro afirmé con fuerza: «Nosotros existimos para mostrar a Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. (...) Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo. Nada hay más bello que conocerlo y comunicar a los otros la amistad con él (Homilía en la misa de inicio del ministerio petrino, 24 de abril de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 7). La predicación del Evangelio es un inestimable servicio que la Iglesia puede ofrecer a la humanidad entera que camina en la historia. Procedentes de las diócesis de todo el mundo, vosotros sois un signo elocuente y vivo de la catolicidad de la Iglesia, que se concreta en la dimensión universal de la misión apostólica, «hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1, 8), «hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20), para que ningún pueblo o ambiente se vea privado de la luz y de la gracia de Cristo. Este es el sentido, la trayectoria histórica, la misión y la esperanza de la Iglesia.

La misión de anunciar el Evangelio a todas las naciones es juicio crítico sobre las transformaciones planetarias que están cambiando sustancialmente la cultura de la humanidad. La Iglesia, presente y operante en las fronteras geográficas y antropológicas, es portadora de un mensaje que penetra en la historia, donde proclama los valores inalienables de la persona, con el anuncio y el testimonio del plan salvífico de Dios, hecho visible y operante en Cristo. La predicación del Evangelio es la llamada a la libertad de los hijos de Dios, también para la construcción de una sociedad más justa y solidaria y para prepararnos a la vida eterna. Quien participa en la misión de Cristo, inevitablemente debe afrontar tribulaciones, rechazos y sufrimientos, porque choca con las resistencias y los poderes de este mundo. Y nosotros, como el apóstol san Pablo, no tenemos más armas que la palabra de Cristo y su cruz (cf. 1 Co 1, 22-25). La misión ad gentes requiere a la Iglesia y a los misioneros que acepten las consecuencias de su ministerio: la pobreza evangélica, que les confiere la libertad de predicar el Evangelio con valentía y franqueza; la no violencia, por la que responden al mal con el bien (cf. Mt 5, 38-42; Rm 12, 17-21); y la disponibilidad a dar la propia vida por el nombre de Cristo y por amor a los hombres.

Como el apóstol san Pablo demostraba la autenticidad de su apostolado con las persecuciones, las heridas y los tormentos sufridos (cf. 2 Co 6-7), así la persecución es prueba también de la autenticidad de nuestra misión apostólica. Pero es importante recordar que el Evangelio «toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia sólo con el poder del Espíritu Santo» (cf. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 64) y la Iglesia y los misioneros han sido hechos idóneos por él para cumplir la misión que se les ha encomendado (cf. ib. 25). Es el Espíritu Santo (cf. 1 Co 14) el que une y preserva a la Iglesia, dándole la fuerza para expandirse, colmando a los discípulos de Cristo con una riqueza desbordante de carismas. Es del Espíritu Santo de quien la Iglesia recibe la autoridad del anuncio y del ministerio apostólico. Por ello deseo reafirmar con fuerza lo que ya dije a propósito del desarrollo (cf. Caritas in veritate, 79), es decir, que la evangelización necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en el gesto de la oración, cristianos movidos por la convicción de que la conversión del mundo a Cristo no la producimos nosotros, sino que nos es dada. La celebración del Año sacerdotal, en verdad, nos ha ayudado a tomar mayor conciencia de que la obra misionera requiere una unión cada vez más profunda con Aquel que es el Enviado de Dios Padre para la salvación de todos; requiere compartir el «nuevo estilo de vida» que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles (cf. Discurso a los participantes en la plenaria de la Congregación para el clero, 16 de marzo de 2009).

Queridos amigos, de nuevo os expreso mi agradecimiento a todos vosotros de las Obras misionales pontificias, que de diversos modos os estáis esforzando por mantener despierta la conciencia misionera de las Iglesias particulares, impulsándolas a una participación más activa en la missio ad gentes, con la formación y el envío de misioneros y misioneras y la ayuda solidaria a las Iglesias jóvenes. Un vivo agradecimiento también por la acogida y la formación de presbíteros, religiosas, seminaristas y laicos en los colegios pontificios de la Congregación. A la vez que encomiendo vuestro servicio eclesial a la protección de María santísima, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles, os bendigo a todos de corazón.



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