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VISITA PASTORAL A PALERMO

ENCUENTRO CON LOS OBISPOS, SACERDOTES, RELIGIOSOS,
RELIGIOSAS Y SEMINARISTAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Catedral de Palermo
Domingo 3 de octubre de 2010

 

Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

En mi visita pastoral a vuestra tierra no podía faltar el encuentro con vosotros. Gracias por vuestra acogida. Me ha gustado el paralelismo que ha hecho el Arzobispo entre la belleza de la catedral y la del edificio de «piedras vivas» que sois vosotros. Sí, en este breve pero intenso momento con vosotros puedo admirar el rostro de la Iglesia, en la variedad de sus dones. Y, como Sucesor de Pedro, tengo la alegría de confirmaros en la única fe y en la profunda comunión que el Señor Jesucristo nos conquistó. Expreso a monseñor Paolo Romeo mi gratitud, que extiendo al obispo auxiliar. A vosotros, queridos presbíteros de esta archidiócesis y de todas las diócesis de Sicilia; a vosotros, queridos diáconos y seminaristas; y a vosotros, religiosos y religiosas, y laicos consagrados, dirijo mi saludo más cordial, y quiero hacerlo llegar a todos los hermanos y hermanas de Sicilia, de modo especial a quienes están enfermos o son muy ancianos.

La adoración eucarística, que hemos tenido la gracia y la alegría de compartir, nos ha revelado y nos ha hecho percibir el sentido profundo de lo que somos: miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Postrado delante de Jesús, aquí entre vosotros, le he pedido que inflame vuestro corazón con su caridad, para que así, configurados a él, podáis imitarlo en la más completa y generosa entrega a la Iglesia y a los hermanos.

Queridos sacerdotes, quiero dirigirme ante todo a vosotros. Sé que trabajáis con celo e inteligencia, sin escatimar energías. El Señor Jesús, a quien habéis consagrado la vida, está con vosotros. Sed siempre hombres de oración, para ser también maestros de oración. Que vuestras jornadas estén marcadas por los tiempos de la oración, durante los cuales, siguiendo el modelo de Jesús, os detenéis en una conversación regeneradora con el Padre. No es fácil mantenerse fieles a estas citas diarias con el Señor, sobre todo hoy que el ritmo de la vida se ha vuelto frenético y las ocupaciones absorben en medida cada vez mayor. Sin embargo, debemos convencernos de que el momento de la oración es fundamental, pues en ella actúa con más eficacia la gracia divina, dando fecundidad al ministerio. Nos apremian muchas cosas, pero si no estamos interiormente en comunión con Dios no podemos dar nada ni siquiera a los demás. Debemos reservar siempre el tiempo necesario para «estar con él» (cf. Mc 3, 14).

El concilio Vaticano II afirma a propósito de los sacerdotes: «Su verdadera función sagrada la ejercen sobre todo en el culto o en la comunidad eucarística» (Lumen gentium, 28). La Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana. Queridos hermanos sacerdotes, ¿podemos decir que lo es para nosotros, para nuestra vida sacerdotal? ¿Con cuánto esmero nos preparamos a la santa misa, para celebrarla o para permanecer en adoración? ¿Nuestras iglesias son verdaderamente «casa de Dios», donde su presencia atrae a la gente, que lamentablemente hoy siente a menudo la ausencia de Dios?

El sacerdote encuentra siempre, y de manera inmutable, la fuente de su identidad en Cristo Sacerdote. No es el mundo el que fija nuestro estatuto, según las necesidades y las concepciones de las funciones sociales. El sacerdote está marcado por el sello del sacerdocio de Cristo, para participar en su función de único Mediador y Redentor. En virtud de este vínculo fundamental se abre al sacerdote el campo inmenso del servicio de las almas, para su salvación en Cristo y en la Iglesia. Un servicio que debe estar completamente inspirado por la caridad de Cristo. Dios quiere que todos los hombres se salven, que nadie se pierda. Decía el santo cura de Ars: «El sacerdote siempre debe estar preparado para responder a las necesidades de las almas. No es para sí mismo, sino para vosotros». El sacerdote es para los fieles: los anima y los sostiene en el ejercicio del sacerdocio común de los bautizados, en su camino de fe, en cultivar la esperanza, en vivir la caridad, el amor de Cristo. Queridos sacerdotes, prestad siempre especial atención también al mundo juvenil. Como dijo en esta tierra el venerable Juan Pablo II, abrid de par en par las puertas de vuestras parroquias a los jóvenes, para que puedan abrir las puertas de su corazón a Cristo. Que nunca las encuentren cerradas.

El sacerdote no puede estar lejos de las preocupaciones diarias del pueblo de Dios; más aún, debe estar muy cerca, pero como sacerdote, siempre en la perspectiva de la salvación y del reino de Dios. Él es testigo y dispensador de una vida distinta de la terrena (cf. Presbyterorum ordinis, 3). Es portador de una esperanza fuerte, de una «esperanza fiable», la de Cristo, con la cual podemos afrontar el presente, aunque a menudo sea fatigoso (cf. Spe salvi, 1). Para la Iglesia es esencial que se salvaguarde la identidad del sacerdote, con su dimensión «vertical». La vida y la personalidad de san Juan María Vianney, y también de tantos santos de vuestra tierra, como san Aníbal María di Francia, el beato Santiago Cusmano o el beato Francisco Spoto, son una demostración particularmente iluminadora y vigorosa de esa identidad.

La Iglesia de Palermo ha recordado recientemente el aniversario del bárbaro asesinato de don Giuseppe Puglisi, perteneciente a este presbiterio, al que mató la mafia. Tenía un corazón que ardía de auténtica caridad pastoral; en su celoso ministerio dio amplio espacio a la educación de los muchachos y de los jóvenes, y a la vez trabajó para que cada familia cristiana viviera su vocación fundamental de primera educadora de la fe de los hijos. El mismo pueblo encomendado a su solicitud pastoral pudo saciarse de la riqueza espiritual de este buen pastor, cuya causa de beatificación está en curso. Os exhorto a conservar viva memoria de su fecundo testimonio sacerdotal imitando su ejemplo heroico.

Con gran afecto me dirijo también a vosotros, que en varias formas e institutos vivís la consagración a Dios en Cristo y en la Iglesia. Un saludo particular a los monjes y monjas de clausura, cuyo servicio de oración es tan precioso para la comunidad eclesial. Queridos hermanos y hermanas, continuad siguiendo a Jesús sin componendas, como propone el Evangelio, dando así testimonio de la belleza de ser cristianos de manera radical. A vosotros en particular os corresponde mantener viva en los bautizados la conciencia de las exigencias fundamentales del Evangelio. De hecho, vuestra presencia y vuestro estilo infunden en la comunidad eclesial un valioso impulso hacia la «medida alta» de la vocación cristiana; es más, podríamos decir que vuestra existencia constituye una predicación, bastante elocuente, aunque a menudo silenciosa. Vuestro estilo de vida, amados hermanos, es antiguo y siempre nuevo, pese a la disminución del número y de las fuerzas. Pero tened fe: nuestros tiempos no son los de Dios y de su providencia. Es necesario orar y crecer en la santidad personal y comunitaria. Luego el Señor provee.

Con afecto de predilección os saludo a vosotros, queridos seminaristas, y os exhorto a responder con generosidad a la llamada del Señor y a las expectativas del pueblo de Dios, creciendo en la identificación con Cristo, el sumo sacerdote, preparándoos a la misión con una sólida formación humana, espiritual, teológica y cultural. El seminario es muy importante para vuestro futuro porque, mediante una experiencia completa y un trabajo paciente, os lleva a ser pastores de almas y maestros de fe, ministros de los santos misterios y portadores de la caridad de Cristo. Vivid con empeño este tiempo de gracia y conservad en el corazón la alegría y el impulso del primer momento de la llamada y de vuestro «sí», cuando, respondiendo a la voz misteriosa de Cristo, disteis un viraje decisivo a vuestra vida. Sed dóciles a las directrices de los superiores y de los responsables de vuestro crecimiento en Cristo y aprended de él el amor a cada hijo de Dios y de la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestro afecto y os aseguro mi recuerdo en la oración, para que prosigáis con impulso renovado y con esperanza fuerte el camino de adhesión fiel a Cristo y de generoso servicio a la Iglesia. Que os asista siempre la Virgen María, Madre nuestra; os protejan santa Rosalía y todos los santos patronos de esta tierra de Sicilia; y os acompañe también la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros y a vuestras comunidades.



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