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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
EN LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL


Sala Clementina
Sábado 22 de enero de 2011

 

Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana:

Me alegra encontrarme con vosotros para esta cita anual con ocasión de la inauguración del año judicial. Dirijo un cordial saludo al Colegio de los prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien agradezco sus amables palabras. Saludo a los oficiales, a los abogados y a los demás colaboradores de este Tribunal, así como a todos los presentes. Este momento me brinda la oportunidad de renovar mi estima por la obra que lleváis a cabo al servicio de la Iglesia y de animaros a un compromiso cada vez mayor en un sector tan delicado e importante para la pastoral y para la salus animarum.

La relación entre el derecho y la pastoral ocupó el centro del debate posconciliar sobre el derecho canónico. La célebre afirmación del venerable siervo de Dios Juan Pablo II, según la cual «no es verdad que, para ser más pastoral, el derecho deba hacerse menos jurídico» (Discurso a la Rota romana, 18 de enero de 1990, n. 4: AAS 82 [1990] 874; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11) expresa la superación radical de una aparente contraposición. «La dimensión jurídica y la pastoral —decía— están inseparablemente unidas en la Iglesia peregrina sobre esta tierra. Ante todo, existe armonía entre ellas, que deriva de la finalidad común: la salvación de las almas» (ib.). En el primer encuentro que tuve con vosotros en 2006, traté de evidenciar el auténtico sentido pastoral de los procesos de nulidad del matrimonio, fundado en el amor a la verdad (cf. Discurso a la Rota romana, 28 de enero de 2006: AAS 98 [2006] 135-138). Hoy quiero detenerme a considerar la dimensión jurídica que está inscrita en la actividad pastoral de preparación y admisión al matrimonio, para tratar de poner de relieve el nexo que existe entre esa actividad y los procesos judiciales matrimoniales.

La dimensión canónica de la preparación al matrimonio quizás no es un elemento que se percibe inmediatamente. En efecto, por una parte se observa que en los cursos de preparación al matrimonio las cuestiones canónicas ocupan un lugar muy modesto, cuando no insignificante, puesto que se tiende a pensar que los futuros esposos tienen muy poco interés en problemáticas reservadas a los especialistas. Por otra, aunque a nadie se le escapa la necesidad de las actividades jurídicas que preceden al matrimonio, dirigidas a comprobar que «nada se opone a su celebración válida y lícita» (CIC, can. 1066), se ha difundido la mentalidad según la cual el examen de los esposos, las publicaciones matrimoniales y los demás medios oportunos para llevar a cabo las necesarias investigaciones prematrimoniales (cf. ib., can. 1067), entre los cuales se hallan los cursos de preparación al matrimonio, constituyen trámites de naturaleza exclusivamente formal. De hecho, a menudo se considera que, al admitir a las parejas al matrimonio, los pastores deberían proceder con liberalidad, al estar en juego el derecho natural de las personas a casarse.

Conviene, al respecto, reflexionar sobre la dimensión jurídica del matrimonio mismo. Es un tema al que aludí en el contexto de una reflexión sobre la verdad del matrimonio, en la que afirmé, entre otras cosas: «Ante la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual, la tradición de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista, el derecho se entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su intrínseco deber ser» (Discurso a la Rota romana, 27 de enero de 2007, AAS 99 [2007] 90; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de febrero de 2007, p. 6). No existe, por tanto, un matrimonio de la vida y otro del derecho: no hay más que un solo matrimonio, el cual es constitutivamente vínculo jurídico real entre el hombre y la mujer, un vínculo sobre el que se apoya la auténtica dinámica conyugal de vida y de amor. El matrimonio celebrado por los esposos, aquel del que se ocupa la pastoral y el regulado por la doctrina canónica, son una sola realidad natural y salvífica, cuya riqueza da ciertamente lugar a una variedad de enfoques, pero sin que se pierda su identidad esencial. El aspecto jurídico está intrínsecamente vinculado a la esencia del matrimonio. Esto se comprende a la luz de una noción no positivista del derecho, sino considerada en la perspectiva de la relacionalidad según justicia.

El derecho a casarse, o ius connubii, se debe ver en esa perspectiva. Es decir, no se trata de una pretensión subjetiva que los pastores deban satisfacer mediante un mero reconocimiento formal, independientemente del contenido efectivo de la unión. El derecho a contraer matrimonio presupone que se pueda y se quiera celebrarlo de verdad y, por tanto, en la verdad de su esencia tal como la enseña la Iglesia. Nadie puede reivindicar el derecho a una ceremonia nupcial. En efecto, el ius connubii se refiere al derecho de celebrar un auténtico matrimonio. No se negaría, por tanto, el ius connubii allí donde fuera evidente que no se dan las premisas para su ejercicio, es decir, si faltara claramente la capacidad requerida para casarse, o la voluntad se planteara un objetivo que está en contraste con la realidad natural del matrimonio.

A propósito de esto, quiero reafirmar lo que escribí tras el Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía: «Debido a la complejidad del contexto cultural en que vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo recomendó tener el máximo cuidado pastoral en la formación de los novios y en la verificación previa de sus convicciones sobre los compromisos irrenunciables para la validez del sacramento del matrimonio. Un discernimiento serio sobre este punto podrá evitar que los dos jóvenes, movidos por impulsos emotivos o razones superficiales, asuman responsabilidades que luego no sabrían respetar (cf. Propositio 40). El bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio, y de la familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 22 de febrero de 2007, n. 29: AAS 99 [2007] 130).

La preparación al matrimonio, en sus varias fases descritas por el Papa Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio, tiene ciertamente finalidades que trascienden la dimensión jurídica, pues su horizonte está constituido por el bien integral, humano y cristiano, de los cónyuges y de sus futuros hijos (cf. n. 66: AAS 73 [1981] 159-162), orientado en definitiva a la santidad de su vida (cf. Código de derecho canónico, can. 1063, n. 2). Sin embargo, no hay que olvidar nunca que el objetivo inmediato de esa preparación es promover la libre celebración de un verdadero matrimonio, es decir, la constitución de un vínculo de justicia y de amor entre los cónyuges, con las características de la unidad y la indisolubilidad, ordenado al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole, y que entre los bautizados constituye uno de los sacramentos de la Nueva Alianza. Con ello no se dirige a la pareja un mensaje ideológico extrínseco, ni mucho menos se le impone un modelo cultural; más bien, se ayuda a los novios a descubrir la verdad de una inclinación natural y de una capacidad de comprometerse que ellos llevan inscritas en su ser relacional hombre-mujer. De allí brota el derecho como componente esencial de la relación matrimonial, arraigado en una potencialidad natural de los cónyuges que la donación consensuada actualiza. Razón y fe contribuyen a iluminar esta verdad de vida, aunque debe quedar claro que, como enseñó también el venerable Juan Pablo ii, «la Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio» (Discurso a la Rota romana, 30 de enero de 2003, n. 8: AAS 95 [2003] 397; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2003, p. 6). En esta perspectiva debe ponerse un cuidado particular en acompañar la preparación al matrimonio tanto remota como próxima e inmediata (cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 66: AAS 73 [1981] 159-162).

Entre los medios para asegurar que el proyecto de los contrayentes sea realmente conyugal destaca el examen prematrimonial. Ese examen tiene una finalidad principalmente jurídica: comprobar que nada se oponga a la celebración válida y lícita de las bodas. Jurídico, sin embargo, no quiere decir formalista, como si fuera un trámite burocrático consistente en rellenar un formulario sobre la base de preguntas rituales. Se trata, en cambio, de una ocasión pastoral única —que es preciso valorar con toda la seriedad y la atención que requiere— en la que, a través de un diálogo lleno de respeto y de cordialidad, el pastor trata de ayudar a la persona a ponerse seriamente ante la verdad sobre sí misma y sobre su propia vocación humana y cristiana al matrimonio. En este sentido, el diálogo, siempre realizado separadamente con cada uno de los dos contrayentes —sin disminuir la conveniencia de otros coloquios con la pareja— requiere un clima de plena sinceridad, en el que se debería subrayar el hecho de que los propios contrayentes son los primeros interesados y los primeros obligados en conciencia a celebrar un matrimonio válido.

De esta forma, con los diversos medios a disposición para una esmerada preparación y verificación, se puede llevar a cabo una eficaz acción pastoral dirigida a la prevención de las nulidades matrimoniales. Es necesario esforzarse para que se interrumpa, en la medida de lo posible, el círculo vicioso que a menudo se verifica entre una admisión por descontado al matrimonio, sin una preparación adecuada y un examen serio de los requisitos previstos para su celebración, y una declaración judicial a veces igualmente fácil, pero de signo inverso, en la que el matrimonio mismo se considera nulo solamente basándose en la constatación de su fracaso. Es verdad que no todos los motivos de una posible declaración de nulidad pueden identificarse o incluso manifestarse en la preparación al matrimonio, pero, igualmente, no sería justo obstaculizar el acceso a las nupcias sobre la base de presunciones infundadas, como la de considerar que, a día de hoy, las personas son generalmente incapaces o tienen una voluntad sólo aparentemente matrimonial. En esta perspectiva, es importante que haya una toma de conciencia aún más incisiva sobre la responsabilidad en esta materia de aquellos que tienen cura de almas. El derecho canónico en general, y especialmente el matrimonial y procesal, requieren ciertamente una preparación particular, pero el conocimiento de los aspectos básicos y de los inmediatamente prácticos del derecho canónico, relativos a las propias funciones, constituye una exigencia formativa de relevancia primordial para todos los agentes pastorales, en especial para aquellos que actúan en la pastoral familiar.

Todo ello requiere, además, que la actuación de los tribunales eclesiásticos transmita un mensaje unívoco sobre lo que es esencial en el matrimonio, en sintonía con el Magisterio y la ley canónica, hablando con una sola voz. Ante la necesidad de la unidad de la jurisprudencia, confiada al cuidado de este Tribunal, los demás tribunales eclesiásticos deben adecuarse a la jurisprudencia rotal (cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, 17 de enero de 1998, n. 4: AAS 90 [1998] 783). Recientemente insistí en la necesidad de juzgar rectamente las causas relativas a la incapacidad consensual (cf. Discurso a la Rota romana, 29 de enero de 2009: AAS 101 [2009] 124-128). La cuestión sigue siendo muy actual, y por desgracia aún persisten posiciones incorrectas, como la de identificar la discreción de juicio requerida para el matrimonio (cf. Código de derecho canónico, can. 1095, n. 2) con la deseada prudencia en la decisión de casarse, confundiendo así una cuestión de capacidad con otra que no afecta a la validez, pues concierne al grado de sabiduría práctica con la que se ha tomado una decisión que es, en cualquier caso, verdaderamente matrimonial. Más grave aún sería el malentendido si se quisiera atribuir eficacia invalidante a las decisiones imprudentes tomadas durante la vida matrimonial.

En el ámbito de las nulidades por la exclusión de los bienes esenciales del matrimonio (cf. ib., can. 1101 § 2) es necesario también un serio esfuerzo para que las sentencias judiciales reflejen la verdad sobre el matrimonio, la misma que debe iluminar el momento de la admisión a las nupcias. Pienso, de modo particular, en la cuestión de la exclusión del bonum coniugum. Con respecto a esa exclusión parece repetirse el mismo peligro que amenaza la recta aplicación de las normas sobre la incapacidad, es decir, el de buscar motivos de nulidad en los comportamientos que no tienen que ver con la constitución del vínculo conyugal sino con su realización en la vida. Es necesario resistir a la tentación de transformar las simples faltas de los esposos en su existencia conyugal en defectos de consenso. De hecho, la verdadera exclusión sólo puede verificarse cuando se menoscaba la ordenación al bien de los cónyuges (cf. ib., can. 1055 § 1), excluida con un acto positivo de voluntad. Sin duda, son del todo excepcionales los casos en los que falta el reconocimiento del otro como cónyuge, o bien se excluye la ordenación esencial de la comunidad de vida conyugal al bien del otro. La jurisprudencia de la Rota romana deberá examinar atentamente la precisión de estas hipótesis de exclusión del bonum coniugum.

Al concluir estas reflexiones, vuelvo a considerar la relación entre derecho y pastoral, la cual a menudo es objeto de malentendidos, en detrimento del derecho, pero también de la pastoral. Es necesario, en cambio, favorecer en todos los sectores, y de modo especial en el campo del matrimonio y de la familia, una dinámica de signo opuesto, de armonía profunda entre pastoralidad y juridicidad, que ciertamente se revelará fecunda en el servicio prestado a quien se acerca al matrimonio.

Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana, os encomiendo a todos a la poderosa intercesión de la santísima Virgen María, para que nunca os falte la asistencia divina al llevar a cabo con fidelidad, espíritu de servicio y fruto vuestro trabajo diario, y de buen grado os imparto a todos una especial bendición apostólica.



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