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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PONTIFICIO COLEGIO ETÍOPE EN EL VATICANO


Sala de los Papas
Sábado 29 de enero de 2011

 

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en la feliz circunstancia del 150° aniversario del nacimiento al cielo de san Justino De Jacobis. Os saludo cordialmente a cada uno, queridos sacerdotes y seminaristas del Pontificio Colegio Etíope, que la Divina Providencia dispuso que vivierais cerca del sepulcro del apóstol san Pedro, signo de los antiguos y profundos vínculos de comunión que unen a la Iglesia en Etiopía y en Eritrea con la Sede Apostólica. Saludo de modo especial al rector, padre Teclezghi Bahta, a quien agradezco las amables palabras con las cuales ha introducido nuestro encuentro, recordando las diversas y significativas circunstancias que lo han motivado. Os acojo hoy con especial afecto y, junto a vosotros, deseo recordar a vuestras comunidades de origen.

Ahora quiero detenerme en la luminosa figura de san Justino De Jacobis, del cual el pasado 31 de julio celebrasteis el significativo aniversario. Digno hijo de san Vincente de Paúl, san Justino vivió de modo ejemplar su «hacerse todo a todos», especialmente al servicio del pueblo abisinio. Enviado como misionero a Tigrai, en Etiopía, a los treinta y ocho años por el entonces prefecto de Propaganda Fide, el cardenal Franzoni, trabajó primero en Adua y después en Guala, donde pensó en seguida en formar a sacerdotes etíopes, dando vida a un seminario llamado «Colegio de la Inmaculada». Con su diligente ministerio trabajó incansablemente para que aquella porción del pueblo de Dios recobrara el fervor originario de la fe, sembrada por el primer evangelizador san Frumencio (cf. PL 21, 473-80). Justino intuyó con clarividencia que la atención al contexto cultural debía ser un modo privilegiado con el cual la gracia del Señor iba a formar nuevas generaciones de cristianos. Aprendió la lengua local y favoreció la tradición litúrgica plurisecular del rito propio de aquellas comunidades, y se dedicó también a una eficaz obra ecuménica. Durante más de veinte años su generoso ministerio, sacerdotal primero y episcopal después, benefició a cuantos encontraba y amaba como miembros vivos del pueblo a él encomendado.

Por su celo educativo, especialmente en la formación de los sacerdotes, es justo que se le considere el patrono de vuestro Colegio; en efecto, todavía hoy esta benemérita institución acoge a presbíteros y candidatos al sacerdocio sosteniéndolos en su empeño de preparación teológica, espiritual y pastoral. Al regresar a las comunidades de origen, o acompañando a vuestros compatriotas que han emigrado al extranjero, sabed suscitar en cada uno el amor a Dios y a la Iglesia, según el ejemplo de san Justino De Jacobis. Él coronó su fecunda contribución a la vida religiosa y civil de los pueblos abisinios con el don de su vida, silenciosamente entregada a Dios después de muchos sufrimientos y persecuciones. El venerable Pío XII lo beatificó el 25 de junio de 1939 y el siervo de Dios Pablo VI lo canonizó el 26 de octubre de 1975.

También para vosotros, queridos sacerdotes y seminaristas, está trazado el camino de la santidad. Cristo sigue estando presente en el mundo y sigue revelándose a través de aquellos que, como san Justino De Jacobis, se dejan animar por su Espíritu. Nos lo recuerda el concilio Vaticano ii que, entre otras cosas, afirma: «Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro en la vida de aquellos que, compartiendo nuestra misma humanidad, sin embargo se transforman más perfectamente a imagen de Cristo (cf. 2 Co 3, 18). En ellos, él mismo nos habla y nos da un signo de su reino» (Lumen gentium, 50).

Cristo, el eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, que con la especial vocación al ministerio sacerdotal ha «conquistado» nuestra vida, no suprime las cualidades características de la persona; al contrario, las eleva, las ennoblece y, haciéndolas suyas, las llama a servir su misterio y su obra. Asimismo, Dios nos necesita a cada uno de nosotros «para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 7). A pesar del carácter propio de la vocación de cada uno, no estamos separados entre nosotros; al contrario, somos solidarios, en comunión dentro de un único organismo espiritual. Estamos llamados a formar el Cristo total, una unidad recapitulada en el Señor, vivificada por su Espíritu para convertirnos en su «pléroma» y enriquecer el cántico de alabanza que él eleva al Padre. Cristo es inseparable de la Iglesia, que es su Cuerpo. En la Iglesia Cristo une más estrechamente a sí a los bautizados y, alimentándolos en la mesa eucarística, los hace partícipes de su vida gloriosa (cf. Lumen gentium, 48). La santidad se sitúa, por tanto, en el corazón del misterio eclesial y es la vocación a la que estamos llamados todos. Los santos no son un adorno que reviste a la Iglesia por fuera, sino que son como las flores de un árbol que revelan la inagotable vitalidad de la savia que lo irriga. Es hermoso contemplar así a la Iglesia, de modo ascensional hacia la plenitud del Vir perfectus; en continua, fatigosa, progresiva maduración; dinámicamente impulsada hacia el pleno cumplimiento en Cristo.

Queridos sacerdotes y seminaristas del Pontificio Colegio Etíope, vivid con alegría y entrega este período importante de vuestra formación, a la sombra de la cúpula de San Pedro: avanzad con decisión por el camino de la santidad. Vosotros sois un signo de esperanza, especialmente para la Iglesia en vuestros países de origen. Estoy seguro de que la experiencia de comunión vivida aquí en Roma os ayudará también a dar una valiosa contribución al crecimiento y a la convivencia pacífica de vuestras amadas naciones. Acompaño vuestro camino con mi oración y, por intercesión de san Justino De Jacobis y de la Virgen María, os imparto con afecto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a las Hermanas de la Virgen Niña, al personal de la Casa y a todos vuestros seres queridos.



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