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APERTURA DE LA ASAMBLEA ECLESIAL DE ROMA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán
Lunes 13 de junio de 2011

 

Queridos hermanos y hermanas:

Con espíritu de agradecimiento al Señor nos volvemos a reunir en esta basílica de San Juan de Letrán con motivo de la inauguración de la asamblea diocesana anual. Damos gracias a Dios que nos permite en esta tarde revivir la experiencia de la primera comunidad cristiana, que «tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Agradezco al cardenal vicario las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos y doy a cada uno mi saludo más cordial, asegurando mi oración por vosotros y por aquellos que no pueden estar aquí para compartir esta importante etapa de la vida de nuestra diócesis, en particular por quienes viven momentos de sufrimiento físico o espiritual.

Me ha alegrado saber que en este año pastoral habéis comenzado a aplicar las indicaciones surgidas en la asamblea del año pasado, y espero que también en el futuro cada comunidad, sobre todo parroquial, siga comprometiéndose para cuidar cada vez mejor, con la ayuda ofrecida por la diócesis, la celebración de la Eucaristía, en especial la dominical, preparando adecuadamente a los agentes pastorales y esforzándose para que el misterio del altar se viva cada vez más como un manantial del que se puede sacar la fuerza para ofrecer un testimonio más incisivo de la caridad, que renueve el tejido social de nuestra ciudad.

El tema de esta nueva etapa de evaluación pastoral, «La alegría de engendrar la fe en la Iglesia de Roma - La iniciación cristiana», guarda relación con el camino ya recorrido. De hecho, desde hace ya varios años nuestra diócesis está comprometida en la reflexión sobre la transmisión de la fe. Recuerdo que, precisamente en esta basílica, en una intervención durante el Sínodo romano, cité unas palabras que me había escrito en una breve carta Hans Urs von Balthasar: «La fe no se debe presuponer, sino proponer». Así es. De por sí, la fe no se conserva en el mundo, no se transmite automáticamente al corazón del hombre, sino que debe ser anunciada siempre. Para que sea eficaz, el anuncio de la fe, a su vez, debe partir de un corazón que cree, que espera, que ama, un corazón que adora a Cristo y cree en la fuerza del Espíritu Santo. Así sucedió desde el inicio, como nos recuerda el episodio bíblico escogido para iluminar esta evaluación pastoral. Está tomado del capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles, en el que san Lucas, inmediatamente después de narrar el acontecimiento de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, refiere el primer discurso que san Pedro dirigió a todos. La profesión de fe puesta al final del discurso —«Al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 2, 36)— es el gozoso anuncio que la Iglesia no deja de repetir desde hace siglos a cada hombre.

Ante ese anuncio todos «se conmovieron profundamente» —leemos en los Hechos de los Apóstoles (2, 37)—. Esta reacción fue causada ciertamente por la gracia de Dios: todos comprendieron que esa proclamación realizaba las promesas y provocaba en cada uno el deseo de conversión y del perdón de sus pecados. Las palabras de Pedro no se limitaban al simple anuncio de hechos, sino que mostraban su significado, poniendo la vida de Jesús en relación con las promesas de Dios, con las expectativas de Israel y, por tanto, con las de todo hombre. La gente de Jerusalén comprendió que la resurrección de Jesús era capaz y es capaz de iluminar la existencia humana. De hecho, de este acontecimiento nació una nueva comprensión de la dignidad del hombre y de su destino eterno, de la relación entre el hombre y la mujer, del significado último del dolor, del compromiso en la construcción de la sociedad. La respuesta de la fe nace cuando el hombre descubre, por gracia de Dios, que creer significa encontrar la verdadera vida, la «vida en plenitud». Uno de los grandes Padres de la Iglesia, san Hilario de Poitiers, escribió que se hizo creyente cuando comprendió, al escuchar el Evangelio, que para alcanzar una vida verdaderamente feliz no bastaban ni las posesiones ni el tranquilo goce de los bienes, y que había algo más importante y precioso: el conocimiento de la verdad y la plenitud del amor dados por Cristo (cf. De Trinitate 1, 2).

Queridos amigos, la Iglesia, cada uno de nosotros, tiene que llevar al mundo esta gozosa noticia: que Jesús es el Señor, Aquel en el que se han hecho carne la cercanía y el amor de Dios por cada hombre y cada mujer y por toda la humanidad. Este anuncio debe resonar de nuevo en las regiones de antigua tradición cristiana. El beato Juan Pablo II habló de la necesidad de una nueva evangelización dirigida a quienes, a pesar de que ya han escuchado hablar de la fe, ya no aprecian, ya no conocen la belleza del cristianismo, más aún, en ocasiones lo consideran incluso un obstáculo para alcanzar la felicidad. Por eso, deseo repetir hoy lo que les dije a los jóvenes en la Jornada mundial de la juventud en Colonia: «La felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía» (Discurso durante la fiesta de Acogida de los jóvenes en Colonia: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 4).

Si los hombres se olvidan de Dios es también porque con frecuencia se reduce la persona de Jesús a un hombre sabio y se debilita, cuando no se niega, su divinidad. Esta manera de pensar impide captar la novedad radical del cristianismo, pues si Jesús no es el Hijo único del Padre, entonces tampoco Dios ha venido a visitar la historia del hombre, tenemos sólo ideas humanas de Dios. Por el contrario, ¡la encarnación forma parte del corazón mismo del Evangelio! Que crezca, por tanto, el compromiso por una renovada etapa de evangelización, que no es sólo tarea de algunos, sino de todos los miembros de la Iglesia. La evangelización nos permite conocer que Dios está cerca, que Dios se ha revelado. En esta hora de la historia, ¿no es quizá esta la misión que el Señor nos encomienda: anunciar la novedad del Evangelio, como Pedro y Pablo cuando llegaron a nuestra ciudad? ¿No debemos también nosotros hoy mostrar la belleza y la racionalidad de la fe, llevar la luz de Dios al hombre de nuestro tiempo, con valentía, con convicción, con alegría? Hay muchas personas que todavía no han encontrado al Señor: hay que ofrecerles una atención pastoral especial. Junto a los niños y los muchachos de familias cristianas que piden recorrer los itinerarios de la iniciación cristiana, hay adultos que no han recibido el Bautismo, o que se han alejado de la fe y de la Iglesia. Es una atención pastoral hoy más urgente que nunca, que nos pide comprometernos con confianza, sostenidos por la certeza de que la gracia de Dios actúa siempre, también hoy, en el corazón del hombre. Yo mismo tengo la alegría de bautizar cada año, durante la Vigilia pascual, a algunos jóvenes y adultos e incorporarlos en el Cuerpo de Cristo, en la comunión con el Señor, y así en la comunión con el amor de Dios.

Pero, ¿quién es el mensajero de este alegre anuncio? Seguramente lo es todo bautizado. Sobre todo los padres, quienes tienen la tarea de pedir el Bautismo para sus hijos. ¡Qué grande es este don que la liturgia llama «puerta de nuestra salvación, inicio de la vida en Cristo, fuente de la nueva humanidad!» (Prefacio del Bautismo). Todos los papás y las mamás están llamados a cooperar con Dios en la transmisión del don inestimable de la vida, pero también a darles a conocer a Aquel que es la Vida, y la vida no se transmite realmente si no se conoce también el fundamento y la fuente perenne de la vida. Queridos padres, la Iglesia, como madre solícita, quiere sosteneros en esta tarea vuestra fundamental. Desde pequeños, los niños tienen necesidad de Dios, porque el hombre desde el comienzo tiene necesidad de Dios, y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración, de hablar con Dios, y de los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal. Acompañadlos, por tanto, en la fe, en este conocimiento de Dios, en esta amistad con Dios, en este conocimiento de la distinción entre el bien y el mal. Acompañadlos en la fe desde su más tierna edad.

Y, ¿cómo cultivar la semilla de la vida eterna a medida que el niño va creciendo? San Cipriano nos recuerda: «Nadie puede tener a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia por Madre». Por ello, no decimos Padre mío, sino Padre nuestro, porque sólo en el «nosotros» de la Iglesia, de los hermanos y hermanas, somos hijos. Desde siempre la comunidad cristiana ha acompañado la formación de los niños y de los muchachos, ayudándoles no sólo a comprender con la inteligencia las verdades de la fe, sino también a vivir experiencias de oración, de caridad y de fraternidad. La palabra de la fe corre el riesgo de quedarse muda si no encuentra una comunidad que la ponga en práctica, haciéndola viva y atrayente, como experiencia de la realidad de la verdadera vida. Todavía hoy los oratorios, los campamentos de verano, las pequeñas y grandes experiencias de servicio son una valiosa ayuda para los adolescentes que recorren el camino de la iniciación cristiana a fin de madurar un compromiso de vida coherente. Aliento, por tanto, a recorrer este camino que permite descubrir el Evangelio no como una utopía, sino como la forma plena y real de la existencia. Todo esto debe proponerse en particular a quienes se preparan para recibir el sacramento de la Confirmación a fin de que el don del Espíritu Santo confirme la alegría de haber sido engendrados hijos de Dios. Os invito, por tanto, a dedicaros con pasión al redescubrimiento de este sacramento, para que quien ya está bautizado pueda recibir como don de Dios el sello de la fe y se convierta plenamente en testigo de Cristo.

Para que todo esto sea eficaz y dé fruto es necesario que el conocimiento de Jesús crezca y se prolongue más allá de la celebración de los sacramentos. Esta es la tarea de la catequesis, como recordaba el beato Juan Pablo II: «La peculiaridad de la catequesis, distinta del anuncio primero del Evangelio que ha suscitado la conversión, persigue el doble objetivo de hacer madurar la fe inicial y de educar al verdadero discípulo por medio de un conocimiento más profundo y sistemático de la persona y del mensaje de nuestro Señor Jesucristo» (Catechesi tradendae, 19). La catequesis es acción eclesial y, por tanto, es necesario que los catequistas enseñen y testimonien la fe de la Iglesia y no su propia interpretación. Precisamente por este motivo se realizó el Catecismo de la Iglesia católica, que esta tarde os vuelvo a entregar idealmente a todos vosotros para que la Iglesia de Roma pueda comprometerse con renovada alegría en la educación de la fe. La estructura del Catecismo deriva de la experiencia del catecumenado de la Iglesia de los primeros siglos y retoma los elementos fundamentales que hacen de una persona un cristiano: la fe, los sacramentos, los mandamientos, el Padre nuestro.

Para todo ello es necesario educar en el silencio y la interioridad. Confío que en las parroquias de Roma los itinerarios de iniciación cristiana eduquen en la oración, para que esta impregne la vida y ayude a encontrar la Verdad que habita en nuestro corazón, y la encontramos realmente en el diálogo personal con Dios. La fidelidad a la fe de la Iglesia, además, debe conjugarse con una «creatividad catequética» que tenga en cuenta el contexto, la cultura y la edad de los destinatarios. El patrimonio de historia y de arte que custodia Roma es un camino ulterior para acercar a las personas a la fe: Roma nos habla mucho de la realidad de la fe. Invito a todos a recurrir en la catequesis a este «camino de la belleza», que lleva a Aquel que es, según san Agustín, la Belleza tan antigua y siempre nueva.

Queridos hermanos y hermanas, deseo daros las gracias por vuestro generoso y valioso servicio en esta fascinante obra de evangelización y de catequesis. ¡No tengáis miedo de comprometeros por el Evangelio! A pesar de las dificultades que encontráis para conciliar las exigencias familiares y laborales con las de las comunidades en las que desempeñáis vuestra misión, confiad siempre en la ayuda de la Virgen María, Estrella de la evangelización. También el beato Juan Pablo II, que hasta el final se esforzó por anunciar el Evangelio en nuestra ciudad y amó con particular afecto a los jóvenes, intercede por nosotros ante el Padre. Asegurándoos mi constante oración, os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.

Gracias por vuestra atención.



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