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VISITA PASTORAL A AREZZO, LA VERNA Y SANSEPOLCRO
(13 DE MAYO DE 2012)

VISITA AL SANTUARIO DE LA VERNA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 13 de mayo de 2012

 

[La etapa prevista en La Verna, que el Papa pensaba visitar el domingo 13 de mayo por la tarde, se anuló a causa del mal tiempo. Sin embargo, publicamos el discurso que había preparado el Pontífice para la ocasión.]

 

Queridos frailes menores,
queridas hijas de la santa madre Clara,
queridos hermanos y hermanas: ¡Que el Señor os dé paz!

¡Contemplar la cruz de Cristo! Hemos subido como peregrinos al Sasso Spicco de La Verna donde «dos años antes de su muerte» (Celano, Vida primera, III, 94: FF, 484) san Francisco recibió en su cuerpo los estigmas de la gloriosa pasión de Cristo. Su camino de discípulo lo había llevado a una unión tan profunda con el Señor que compartía incluso sus señales exteriores del acto supremo de amor de la cruz. Un camino iniciado en San Damián ante Cristo crucificado contemplado con la mente y con el corazón. La continua meditación de la cruz, en este lugar santo, ha sido camino de santificación para numerosos cristianos que, a lo largo de ocho siglos, se han arrodillado aquí para orar, en el silencio y en el recogimiento.

La cruz gloriosa de Cristo resume el sufrimiento del mundo, pero es sobre todo señal tangible del amor, medida de la bondad de Dios hacia el hombre. En este lugar también nosotros estamos llamados a recuperar la dimensión sobrenatural de la vida, a levantar los ojos de lo que es contingente, para volver a abandonarnos totalmente al Señor, con corazón libre y en perfecta alegría, contemplando al Crucificado para que nos hiera con su amor.

«Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición» (Cántico del hermano sol: FF, 263). Sólo dejándose iluminar por la luz del amor de Dios, el hombre y la naturaleza entera pueden ser rescatados; sólo así la belleza puede finalmente reflejar el esplendor del rostro de Cristo, como la luna refleja el sol. Brotando de la cruz gloriosa, la Sangre de Cristo crucificado vuelve a vivificar los huesos secos del Adán que está en nosotros, para que cada uno vuelva a encontrar la alegría de encaminarse hacia la santidad, de subir hacia las alturas, hacia Dios. Desde este lugar bendito, me uno a la oración de todos los franciscanos y las franciscanas de la tierra: «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo, porque con tu santa cruz redimiste al mundo».

¡Arrebatados por el amor de Cristo! No se sube a La Verna sin dejarse guiar por la oración de san Francisco del absorbeat, que reza: «Te suplico, Señor, que la fuerza abrasadora y meliflua de tu amor absorba de tal modo mi mente que la separe de todas las cosas que hay debajo del cielo, para que yo muera por amor de tu amor, ya que por amor de mi amor tú te dignaste morir» (Oración «absorbeat», 1: FF, 277). La contemplación de Cristo crucificado es obra de la mente, pero no logra elevarse hacia lo alto sin el apoyo, sin la fuerza del amor. En este mismo lugar, fray Buenaventura de Bagnoregio, insigne hijo de san Francisco, proyectó su Itinerarium mentis in Deum indicándonos el camino que es preciso recorrer para elevarnos a las cimas donde podemos encontrar a Dios. Este gran Doctor de la Iglesia nos comunica su misma experiencia, invitándonos a la oración. Ante todo, es necesario dirigir la mente a la Pasión del Señor, porque el sacrificio de la cruz es el que borra nuestro pecado, una falta que sólo puede ser colmada por el amor de Dios: «Exhorto al lector —escribe—, ante todo al gemido de la oración a Cristo crucificado, cuya sangre lava las manchas de nuestras culpas» (Itinerarium mentis in Deum, Prol. 4). Pero, para tener eficacia, nuestra oración necesita las lágrimas, es decir, la participación interior, nuestro amor que responda al amor de Dios. Además, es necesaria la admiratio, que san Buenaventura ve en los humildes del Evangelio, capaces de asombro ante la obra salvífica de Cristo. Y precisamente la humildad es la puerta de todas las virtudes. De hecho, no es posible alcanzar a Dios con el orgullo intelectual de la búsqueda encerrada en sí misma, sino con la humildad, según una célebre expresión de san Buenaventura: «[el hombre] no crea que le baste la lectura sin la unción, la especulación sin la devoción, la búsqueda sin la admiración, la consideración sin el júbilo, la diligencia sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada» (ib.).

La contemplación de Cristo crucificado tiene una eficacia extraordinaria, porque nos hace pasar del orden de las cosas pensadas a la experiencia vivida; de la salvación esperada, a la patria feliz. San Buenaventura afirma: «Aquel que lo mira atentamente [a Cristo crucificado]... realiza con él la Pascua, es decir, el paso» (ib., VII, 2). Este es el corazón de la experiencia de La Verna, de la experiencia que hizo aquí el Poverello de Asís. En este Sacro Monte, san Francisco vive en sí mismo la profunda unidad entre sequela, imitatio y conformatio Christi. Y así nos dice también a nosotros que no basta declararse cristianos para ser cristianos, y tampoco tratar de realizar obras buenas. Hace falta configurarse con Jesús, con un lento, progresivo esfuerzo de transformación del propio ser, a imagen del Señor, para que, por gracia divina, todo miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia, muestre la necesaria semejanza con la Cabeza, Cristo Señor. Y también en este camino se parte —como nos enseñan los maestros medievales siguiendo al gran Agustín— del conocimiento de sí mismos, de la humildad de mirar con sinceridad a lo más íntimo de sí mismos.

¡Llevar el amor de Cristo! ¡Cuántos peregrinos han subido y suben a este Sacro Monte a contemplar el Amor de Dios crucificado y dejarse arrebatar por él! ¡Cuántos peregrinos han subido buscando a Dios, que es la verdadera razón por la que la Iglesia existe: hacer de puente entre Dios y el hombre! Y aquí os encuentran también a vosotros, hijos e hijas de san Francisco. Recordad siempre que la vida consagrada tiene la misión específica de testimoniar, con la palabra y con el ejemplo de una vida según los consejos evangélicos, la fascinante historia de amor entre Dios y la humanidad, que atraviesa la historia.

El medievo franciscano dejó una huella indeleble en vuestra Iglesia de Arezzo. Los repetidos pasos del Poverello de Asís y sus estancias en vuestro territorio son un tesoro precioso. Único y fundamental fue el episodio de La Verna, por la singularidad de los estigmas impresos en el cuerpo del seráfico padre Francisco, pero también la historia colectiva de sus frailes y de vuestra gente, que redescubre aún, en el Sasso Spicco, la centralidad de Cristo en la vida del creyente. Montauto de Anghiari, Las Celdas de Cortona y el Eremitorio de Montecasale, y el de Cerbaiolo, pero también otros lugares menores del franciscanismo toscano, siguen marcando la identidad de las comunidades de Arezzo, Cortona y Sansepolcro.

Muchas luces han iluminado estas tierras, como santa Margarita de Cortona, figura poco conocida de penitente franciscana, capaz de revivir en sí misma con extraordinaria vivacidad el carisma del Poverello de Asís, uniendo la contemplación de Cristo crucificado con la caridad hacia los últimos. El amor a Dios y al prójimo sigue animando la valiosa obra de los franciscanos en vuestra comunidad eclesial. La profesión de los consejos evangélicos es un camino real para vivir la caridad de Cristo. En este lugar bendito, pido al Señor que siga enviando obreros a su viña y sobre todo a los jóvenes dirijo la apremiante invitación, para que quien sea llamado por Dios responda con generosidad y tenga la valentía de entregarse en la vida consagrada y en el sacerdocio ministerial.

Me he hecho peregrino en La Verna, como Sucesor de Pedro, y quisiera que cada uno de nosotros volviera a escuchar la pregunta de Jesús a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?... Apacienta mis corderos» (Jn 21, 15). El amor a Cristo está en la base de la vida del Pastor, así como de la del consagrado; un amor que no tiene miedo al compromiso y al esfuerzo. Llevad este amor al hombre de nuestro tiempo, a menudo cerrado en su propio individualismo; sed signo de la inmensa misericordia de Dios. La piedad sacerdotal enseña a los sacerdotes a vivir lo que se celebra, a partir la propia vida para aquellos con quienes nos encontramos: compartiendo el dolor, prestando atención a los problemas, acompañando el camino de fe.

Gracias al ministro general José Carballo por sus palabras, a toda la Familia franciscana y a todos vosotros. Perseverad, como vuestro santo padre, en la imitación de Cristo, para que quien se encuentre con vosotros se encuentre con san Francisco y, encontrándose con san Francisco, se encuentre con el Señor.



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