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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 15 de mayo de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:

Hoy quisiera reflexionar sobre la acción que realiza el Espíritu Santo al guiar a la Iglesia y a cada uno de nosotros a la Verdad. Jesús mismo dice a los discípulos: el Espíritu Santo «os guiará hasta la verdad» (Jn 16, 13), siendo Él mismo «el Espíritu de la Verdad» (cf. Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13).

Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico respecto a la verdad. Benedicto XVI habló muchas veces de relativismo, es decir, de la tendencia a considerar que no existe nada definitivo y a pensar que la verdad deriva del consenso o de lo que nosotros queremos. Surge la pregunta: ¿existe realmente «la» verdad? ¿Qué es «la» verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos encontrarla? Aquí me viene a la mente la pregunta del Procurador romano Poncio Pilato cuando Jesús le revela el sentido profundo de su misión: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Pilato no logra entender que «la» Verdad está ante él, no logra ver en Jesús el rostro de la verdad, que es el rostro de Dios. Sin embargo, Jesús es precisamente esto: la Verdad, que, en la plenitud de los tiempos, «se hizo carne» (Jn 1, 1.14), vino en medio de nosotros para que la conociéramos. La verdad no se aferra como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una Persona.

Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es «la» Palabra de verdad, el Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Es precisamente el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la Verdad. Jesús lo define el «Paráclito», es decir, «aquel que viene a ayudar», que está a nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y, durante la última Cena, Jesús asegura a los discípulos que el Espíritu Santo enseñará todo, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14, 26).

¿Cuál es, entonces, la acción del Espíritu Santo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia para guiarnos a la verdad? Ante todo, recuerda e imprime en el corazón de los creyentes las palabras que dijo Jesús, y, precisamente a través de tales palabras, la ley de Dios —como habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento— se inscribe en nuestro corazón y se convierte en nosotros en principio de valoración en las opciones y de guía en las acciones cotidianas; se convierte en principio de vida. Se realiza así la gran profecía de Ezequiel: «os purificaré de todas vuestras inmundicias e idolatrías, y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo... Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (36, 25-27). En efecto, es del interior de nosotros mismos de donde nacen nuestras acciones: es precisamente el corazón lo que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él.

El Espíritu Santo, luego, como promete Jesús, nos guía «hasta la verdad plena» (Jn 16, 13); nos guía no sólo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad, sino que nos guía incluso «dentro» de la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión cada vez más profunda con Jesús, donándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y esto no lo podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será superficial. La Tradición de la Iglesia afirma que el Espíritu de la Verdad actúa en nuestro corazón suscitando el «sentido de la fe» (sensus fidei) a través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio, se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida, la profundiza con recto juicio y la aplica más plenamente en la vida (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 12). Preguntémonos: ¿estoy abierto a la acción del Espíritu Santo, le pido que me dé luz, me haga más sensible a las cosas de Dios? Esta es una oración que debemos hacer todos los días: «Espíritu Santo haz que mi corazón se abra a la Palabra de Dios, que mi corazón se abra al bien, que mi corazón se abra a la belleza de Dios todos los días». Quisiera hacer una pregunta a todos: ¿cuántos de vosotros rezan todos los días al Espíritu Santo? Serán pocos, pero nosotros debemos satisfacer este deseo de Jesús y rezar todos los días al Espíritu Santo, para que nos abra el corazón hacia Jesús.

Pensemos en María, que «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19.51). La acogida de las palabras y de las verdades de la fe, para que se conviertan en vida, se realiza y crece bajo la acción del Espíritu Santo. En este sentido es necesario aprender de María, revivir su «sí», su disponibilidad total a recibir al Hijo de Dios en su vida, que quedó transformada desde ese momento. A través del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo habitan junto a nosotros: nosotros vivimos en Dios y de Dios. Pero, nuestra vida ¿está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas antepongo a Dios?

Queridos hermanos y hermanas, necesitamos dejarnos inundar por la luz del Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el único Señor de nuestra vida. En este Año de la fe preguntémonos si hemos dado concretamente algún paso para conocer más a Cristo y las verdades de la fe, leyendo y meditando la Sagrada Escritura, estudiando el Catecismo, acercándonos con constancia a los Sacramentos. Preguntémonos al mismo tiempo qué pasos estamos dando para que la fe oriente toda nuestra existencia. No se es cristiano a «tiempo parcial», sólo en algunos momentos, en algunas circunstancias, en algunas opciones. No se puede ser cristianos de este modo, se es cristiano en todo momento. ¡Totalmente! La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y nos dona, atañe para siempre y totalmente nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más frecuencia para que nos guíe por el camino de los discípulos de Cristo. Invoquémosle todos los días. Os hago esta propuesta: invoquemos todos los días al Espíritu Santo, así el Espíritu Santo nos acercará a Jesucristo.


Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Honduras, Paraguay, Chile, Argentina y los demás países latinoamericanos. Pidamos a la Virgen María que nos haga dóciles a la acción del Espíritu Santo, para que como Ella, con disponibilidad total, digamos “sí” a los designios de Dios en nuestra vida. Muchas gracias.

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Un pensamiento especial dirijo a los obispos, a los sacerdotes y a los fieles procedentes de Cerdeña; queridos amigos, os doy las gracias por vuestra presencia y de corazón os encomiendo a vosotros y a vuestras comunidades a la materna intercesión de la Virgen Santa, a quien veneráis con el título de «Madonna di Bonaria». Al respecto os quiero anunciar que deseo visitar el Santuario de Cágliari —prácticamente con seguridad en el mes de septiembre— porque entre la ciudad de Buenos Aires y Cágliari existe una fraternidad por una historia antigua. Precisamente en el momento de la fundación de la ciudad de Buenos Aires, su fundador quería llamarla «Ciudad de la Santísima Trinidad», pero los marineros que le habían llevado allí eran sardos y querían que se llamara «Ciudad de la Virgen de Bonaria». Disputaron entre sí y al final llegaron a un acuerdo, de forma que el nombre de la ciudad resultó largo: «Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora de Buen Aire». Al ser tan largo, sólo permanecieron las dos últimas palabras, Buen Aire, Buenos Aires, en recuerdo de vuestra imagen de la Madonna di Bonaria.



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