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PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE BÉRGAMO EN EL 50° ANIVERSARIO
DE LA MUERTE DEL BEATO PAPA JUAN XXIII

PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana
Lunes 3 de junio de 2013

Queridos amigos de la diócesis de Bérgamo:

Estoy contento de daros la bienvenida aquí, junto a la tumba del apóstol Pedro, en este lugar que es casa para cada católico. Saludo con afecto a vuestro obispo, monseñor Francesco Beschi, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Quedan algunas cosas por decir, pero las dirá él.

Hace exactamente cincuenta años, precisamente a esta hora, el beato Juan XXIII dejaba este mundo. Quien, como yo, tiene cierta edad, mantiene un vivo recuerdo de la conmoción que se difundió por todas partes en esos días: la plaza de San Pedro se convirtió en un santuario a cielo abierto, acogiendo de día y de noche a fieles de todas las edades y condiciones sociales, con ansia y en oración por la salud del Papa. Todo el mundo había reconocido en el Papa Juan XXIII a un pastor y padre. Pastor porque era padre. ¿Qué fue lo que lo hizo posible? ¿Cómo pudo llegar al corazón de personas tan distintas, incluso de muchos no cristianos? Para responder a esta pregunta, podemos remitirnos a su lema episcopal, Oboedientia et pax: obediencia y paz. «Estas palabras —anotaba monseñor Roncalli la víspera de su consagración episcopal— son en cierto sentido mi historia y mi vida» (Diario del alma, Retiro de preparación para la consagración episcopal, 13-17 de marzo de 1925). Obediencia y paz.

Desearía partir de la paz, porque este es el aspecto más evidente, el que la gente percibió en el Papa Juan XXIII: Angelo Roncalli era un hombre capaz de transmitir paz; una paz natural, serena, cordial; una paz que con su elección al Pontificado se manifestó a todo el mundo y recibió el nombre de bondad. Es muy bello encontrar a un sacerdote, a un presbítero bueno, con bondad. Y esto me hace pensar en algo que san Ignacio de Loyola —¡pero no hago publicidad!— decía a los jesuitas, cuando hablaba de las cualidades que debe tener un superior. Y decía: debe tener esto, esto, esto, esto... una larga lista de cualidades. Pero al final decía: «Y si no tiene estas virtudes, al menos que tenga mucha bondad». Es lo esencial. Es un padre. Un sacerdote con bondad. Indudablemente este fue un rasgo distintivo de su personalidad, que le permitió construir en todas partes amistades sólidas y que destacó de modo especial en su ministerio de representante del Papa, que desempeñó durante casi tres décadas, a menudo en contacto con ambientes y mundos muy lejanos del universo católico en el que él había nacido y se había formado. Precisamente en esos ambientes se mostró un eficaz artífice de relaciones y un valioso promotor de unidad, dentro y fuera de la comunidad eclesial, abierto al diálogo con los cristianos de otras Iglesias, con exponentes del mundo judío y musulmán y con muchos otros hombres de buena voluntad. En realidad, el Papa Juan XXIII transmitía paz porque tenía un alma profundamente pacificada: él se había dejado pacificar por el Espíritu Santo. Y este ánimo pacificado era fruto de un largo y arduo trabajo sobre sí mismo, trabajo del que ha quedado abundante huella en el Diario del alma. Allí podemos ver al seminarista, al sacerdote, al obispo Roncalli ocupado en el camino de progresiva purificación del corazón. Lo vemos, día a día, atento para reconocer y mortificar los deseos que proceden del propio egoísmo, discerniendo las inspiraciones del Señor, dejándose guiar por sabios directores espirituales e inspirar por maestros como san Francisco de Sales y san Carlos Borromeo. Leyendo esos escritos asistimos verdaderamente a la formación de un alma, bajo la acción del Espíritu Santo que actúa en su Iglesia, en las almas: ha sido Él precisamente quien, con estas buenas predisposiciones, pacificó su alma.

Aquí llegamos a la segunda y decisiva palabra: «obediencia». Si la paz fue la característica exterior, la obediencia constituyó para Roncalli la disposición interior: la obediencia, en realidad, fue el instrumento para alcanzar la paz. Ante todo, la obediencia tuvo un sentido muy sencillo y concreto: desempeñar en la Iglesia el servicio que los superiores le pedían, sin buscar nada para sí, sin evadir nada de lo que se le pedía, incluso cuando eso significó dejar la propia tierra, confrontarse con mundos para él desconocidos, permanecer largos años en lugares donde la presencia de católicos era muy escasa. Este dejarse conducir, como un niño, edificó su itinerario sacerdotal que vosotros conocéis bien, desde secretario de monseñor Radini Tedeschi y, al mismo tiempo, profesor y padre espiritual en el seminario diocesano, a representante pontificio en Bulgaria, Turquía y Grecia, Francia, a Pastor de la Iglesia veneciana y por último Obispo de Roma. A través de esta obediencia, el sacerdote y obispo Roncalli vivió también una fidelidad más profunda, que podríamos definir, como él habría dicho, abandono en la divina Providencia. Él reconoció constantemente, en la fe, que a través de ese itinerario de vida guiado aparentemente por otros, no conducido por los propios gustos o sobre la base de una sensibilidad espiritual propia, Dios iba trazando su proyecto. Era un hombre de gobierno, un conductor. Pero un conductor conducido, por el Espíritu Santo, por obediencia.

Aún más profundamente, mediante este abandono cotidiano a la voluntad de Dios, el futuro Papa Juan XXIII vivió una purificación que le permitió desprenderse completamente de sí mismo y adherirse a Cristo, dejando emerger así la santidad que la Iglesia reconoció luego oficialmente. «El que pierda su vida por mi causa la salvará» nos dice Jesús (Lc 9, 24). Aquí está la verdadera fuente de la bondad del Papa Juan XXIII, de la paz que difundió en el mundo, aquí se encuentra la raíz de su santidad: su obediencia evangélica.

Esta es una enseñanza para cada uno de nosotros, pero también para la Iglesia de nuestro tiempo: si sabemos dejarnos conducir por el Espíritu Santo, si sabemos mortificar nuestro egoísmo para dejar espacio al amor del Señor y a su voluntad, entonces encontraremos la paz, entonces sabremos ser constructores de paz y difundiremos paz a nuestro alrededor. A los cincuenta años de su muerte, la guía sabia y paterna del Papa Juan XXIII, su amor a la tradición de la Iglesia y la consciencia de su necesidad constante de actualización, la intuición profética de la convocatoria del Concilio Vaticano IIy el ofrecimiento de la propia vida por su buen éxito, permanecen como hitos en la historia de la Iglesia del siglo XX y como un faro luminoso para el camino que nos espera.

Queridos bergamascos, vosotros estáis justamente orgullosos del «Papa bueno», luminoso ejemplo de la fe y de las virtudes de generaciones enteras de cristianos de vuestra tierra. Custodiad su espíritu, profundizad en el estudio de su vida y de sus escritos, pero sobre todo imitad su santidad. Dejaos guiar por el Espíritu Santo. No tengáis miedo de los riesgos, como él no tuvo miedo. Docilidad al Espíritu, amor a la Iglesia y adelante... el Señor hará todo. Que él siga acompañando con amor desde el cielo a vuestra Iglesia, que tanto amó en vida, y obtenga para ella del Señor el don de numerosos y santos sacerdotes, de vocaciones a la vida religiosa y misionera, así como a la vida familiar y al compromiso laical en la Iglesia y en el mundo. ¡Gracias por vuestra visita al Papa Juan XXIII! De corazón os bendigo a todos. Muchas gracias.



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