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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 13 de junio de 1982

 

1. En la carta que dirigí, el 25 del pasado mes de mayo, a los queridísimos hijos e hijas de Argentina, les decía: "Es bien conocida mi predilección por vuestro país y por toda América Latina... Hondamente preocupado por la causa de la paz y movido por el amor a vosotros... desearía dirigirme incluso directamente desde Gran Bretaña a Argentina, y allí, entre vosotros y con vosotros, elevar la misma plegaria por la victoria de la justa paz sobre la guerra. Abrigo la esperanza de que pronto os uniréis al Papa en el santuario de la Madre de Dios en Luján, consagrando vuestras familias y vuestra patria católica al Corazón maternal de la Madre de Dios" (n. 4).

2. Hoy, en la oración del "Ángelus", deseo, juntamente con vosotros, presentes en la plaza de San Pedro, dar gracias a la Providencia Divina, porque me ha permitido realizar la promesa hecha en la carta a la nación argentina, escrita antes del viaje apostólico a Inglaterra, Escocia y Gales.

Deseo dar las gracias también a todas las personas que han contribuido a la realización de esta importante iniciativa. Los motivos que me han guiado fueron expuestos en la misma carta del 25 de mayo. Estoy profundamente agradecido porque estos motivos han sido bien comprendidos y cordialmente acogidos.

La participación jubilosa y, a la vez, profunda en las celebraciones litúrgicas ha demostrado la sensibilidad cristiana con que el pueblo argentino ha sabido captar mis intenciones, igual que sucedió también durante mi visita pastoral a Gran Bretaña.

3. La breve visita a Argentina se ha centrado era torno a la liturgia del Corpus Christi, que, en este caso, se celebró ayer (sábado) en Buenos Aires. La Misa celebrada la tarde del día anterior, en el santuario de la Madre de Dios en Luján, fue una preparación para esta liturgia eucarística.

Dios ha elevado al hombre en la cruz de su Hijo, y le fortifica en los caminos de la vida ―incluso cuando esos caminos son los más difíciles y estar; llenos de sufrimiento― mediante el Sacramento de la Nueva y Eterna Alianza, esto es, con el manjar de su Cuerpo y de su Sangre.

Hemos meditado sobre esta verdad juntamente con nuestros hermanos y hermanas en Argentina, juntamente con el clero y el Episcopado, tanto de la misma Argentina, como también de varios países de América Latina, ante todo en el santuario mariano de Luján y, luego, en Buenos Aires, en el mismo lugar donde, el año 1934, se celebró el Congreso Eucarístico Internacional, presidido por el Legado Pontificio, cardenal Eugenio Pacelli, que llegó a ser después Papa Pío XII.

Expreso a todos un cordial agradecimiento. En particular dirijo mi gratitud al Presidente del Estado, como también a las demás autoridades, que han facilitado la realización de esta importante iniciativa.

4. "La Iglesia, aun conservando el amor hacia cada nación particular, no puede menos de tutelar la unidad universal, la paz y la comprensión mutua... La Iglesia no deja de testimoniar la unidad de la gran familia humana y busca los caminos que ponen de manifiesto tal unidad, por encima de divisiones trágicas. Son los caminos que conducen a la justicia, al amor y a la paz" (Carta a la nación argentina, n. 5).

5. La Iglesia debe dar también testimonio de paz en el otro conflicto que ha estallado nuevamente en el Líbano, los días pasados.

Ayer se ha logrado una tregua incluso entre judíos y palestinos; pero es muy frágil y precaria, después de los durísimos encuentros y bombardeos que han provocado muertos y heridos en número elevadísimo, y millares de nuevos prófugos gentes destrucciones.

Brota de mi corazón un profundo sentimiento de piedad y de dolor por estos acontecimientos: ruego e invito a rogar para que Dios ilumine a los responsables en estos momentos cruciales; para que la tregua se refuerce, para que no se recurra más a las armas.

Los pueblos no están llamados a combatirse y destruirse, sino a comprenderse y ponerse de acuerdo para convivir pacíficamente. Es una ilusión creer que la guerra y la violencia lleven a soluciones verdaderas; por el contrario, siembran nuevo odio y mayor desconfianza. Sólo la moderación y la sabiduría abren camino a las negociaciones; de éstas puede nacer un entendimiento duradero en el que cada uno de los pueblos ―en particular el palestino que ahora está sometido a la prueba más dura― vea conservada la propia identidad y sienta que se acogen las propias aspiraciones.

Y el Líbano, sobre el que gravita un peso tan grande del conflicto, deberá obtener finalmente seguridad y paz, con la garantía de su soberanía e integridad, para volver a ser un factor de equilibrio y colaboración en medio de los pueblos de Oriente Medio, a los que todos queremos ver pacificados entre sí.

Es necesario también que el testimonio de paz de la Iglesia se manifieste con una solidaridad concreta en favor de las poblaciones que han sido embestidas por el torbellino destructor de esta nueva guerra. Hacen falta socorros ingentes de todo género para los heridos, para las familias de las víctimas, para los prófugos. Confío que todos respondan con generosa caridad a la llamada que dirijo en favor de estos hermanos nuestros que sufren.

 



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