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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 10 de marzo de 1985

 

"Aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados".

1. Así ora la Iglesia en este III domingo de Cuaresma con una afirmación que, dirigida a Dios misericordioso, en realidad traza un itinerario de vida para el cristiano en la perspectiva de la Pascua. Es un itinerario que comprende el ayuno, término con el que se pueden entender bien todas las varias formas de privación voluntaria, a las que nos invita la praxis penitencial de la Iglesia. El ayuno se conserva en cierta medida también en la nueva disciplina canónica. Efectivamente, como he afirmado en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, "aunque mitigada desde hace algún tiempo, la disciplina penitencial de la Iglesia no puede ser abandonada sin grave daño, tanto para la vida interior de los cristianos y de la comunidad eclesial, como para su capacidad de irradiación misionera" (n. 26). Efectivamente, esta disciplina constituye un servicio y un estímulo para la libertad que es prerrogativa nobilísima del hombre, pero prerrogativa vulnerable, que necesita ser custodiada y, en cierto sentido, conquistada siempre. La fragilidad de la naturaleza la expone a continuos peligros. Es preciso, pues, protegerla con todos los medios que contribuyen a un sano y sereno autodominio.

2. El verdadero e implacable enemigo de la libertad es el pecado, que trastorna el orden en que fue creado el hombre, desencadenando en él instintos e impulsiones, por los que queda inevitablemente influenciada la voluntad. El ejercicio de la penitencia contribuye a rectificar la orientación de la mente y del corazón y a reforzar la capacidad de la voluntad para adherirse al bien. Además, por la acción de la gracia el fiel que se esfuerza generosamente en la práctica de la penitencia, conoce una progresiva identificación con Cristo, que es el verdadero liberador del hombre. "Donde está el Espíritu del Señor, hay libertad" (2 Cor 3, 17).

Hoy las prácticas penitenciales mandadas por la ley de la Iglesia son tan limitadas, que no agotan en absoluto el deber y la necesidad de cada uno de hacer penitencia. Lo más queda confiado a la generosa iniciativa de cada uno. Por esto, es necesario que la madurez de conciencia de cada fiel lo impulse a buscar espontáneamente, más aún, a crear en el ámbito de la propia libertad, las formas y los modos de penitencia conformes con las necesidades personales de liberación del pecado, de purificación y de perfeccionamiento. Que avale estos esfuerzos la Virgen María, Ella que libremente aceptó el designio divino, en el que debía participar también con el corazón traspasado por la espada del dolor.



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