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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 22 de septiembre de 1991

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. El hombre ve en la paz un imperativo fundamental para su propia existencia. En efecto, en ella encuentra las condiciones esenciales para su plena autorrealización. Por tanto, no hay que maravillarse si hoy, frente a las graves amenazas a las que la paz está expuesta, se elevan con insistencia creciente en los diversos ámbitos nacionales e internacionales, voces alarmadas que invitan a las personas de buena voluntad a comprometerse con urgencia en su salvaguardia.

Si hay un lugar en el que esa invitación debe encontrar un eco favorable y una respuesta generosa, ciertamente éste es el corazón de toda persona religiosa. En efecto, el deseo de paz no puede dejar de ser advertido como anhelo y esperanza por parte de quien tiende con sinceridad hacia lo Absoluto. El intento de entrar en relación con el Misterio trascendente de Dios supone una actitud interior de desprendimiento, apertura y escucha que constituye la premisa para una paz verdadera y duradera.

2. Esto es válido de modo especial para el cristiano, que por medio de su fe ha aprendido a conocer a Dios como Aquel que "dispersa a los pueblos que fomentan la guerra" (cf. Sal 68, 31), porque "ama a todos los seres y nada de lo que ha hecho aborrece" (cf. Sb 11, 24). Además, el cristiano se confronta constantemente con las palabras programáticas del Sermón de la montaña: "Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra (...). Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 4. 9).

Sabe, por tanto, dónde está la fuente inagotable de la cual sacar la energía necesaria para ser un auténtico "constructor de paz". Dicha energía brota del corazón de Aquel que vino al mundo para que los hombres "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). La paz espera brotar del Corazón de Cristo como un torrente de vida nueva en los corazones de los hombres de buena voluntad.

3. El cristiano, alimentado por la fe, se compromete a crear la condiciones para una paz verdadera. Éstas se hallan indicadas en aquella a nación concisa del profeta Isaías que mi gran predecesor Pío XII eligió como lema de su pontificado: "Opus iustitiae pax", "La paz es obra de la justicia'' (cf. Is 32, 17).

¡Sin justicia no hay paz! La justicia es consciente de su propio lugar en el mundo y, al mismo tiempo, del lugar que es necesario reconocerle a Dios y a los demás hombres. Sólo en el respeto efectivo de la dignidad de todo hombre, comunidad y pueblo se encuentra el camino para construir relaciones de convivencia serena, frenando las tentaciones de recurrir al falso derecho de la fuerza.

Por tanto, nuestra oración se hace hoy más intensa por la paz en Yugoslavia. Con profunda tristeza se debe reconocer que la palabra dada para el alto el fuego no ha sido mantenida.

Por consiguiente ha llegado el momento de afirmar qué ¡cuánto está sucediendo en esa tierra no es digno del hombre ni de Europa!

Así, pues, en esta hora dramática suplico a las instituciones internacionales y a todas las personas de buena voluntad capaces de detener esta guerra, que hagan todos los esfuerzos posibles para que se termine con la violencia fratricida que ensangrienta a poblaciones indefensas.

Oro por las víctimas. Estoy cerca de las familias que lloran a sus muertos y heridos, así como de las personas que se ven obligadas a recorrer el camino del éxodo de su tierra. También comparto el profundo dolor de los beneméritos obispos croatas, que ven a su grey dispersa, las iglesias destruidas y tantas obras e instituciones deshechas.

Que todas las partes respeten el alto el fuego. ¡Que la comunidad internacional ayude a esas poblaciones a vivir en paz y libertad!

¡Oh María Santísima, escucha nuestra oración y ayuda a todos los cristianos a ser constructores de paz!



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