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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 17 de julio de 1994

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Deseo atraer hoy vuestra atención hacia otro aspecto fundamental del amor conyugal: su apertura intrínseca a la vida. Lo subraya el Catecismo de la Iglesia católica cuando afirma que el amor de los cónyuges «tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento» (n. 2.366).

Captar la grandeza misteriosa de este acontecimiento tiene una importancia fundamental. Como he escrito en la Carta a las familias «en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente [...]. En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella imagen y semejanza, propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación» (n. 9).

Ciertamente, estas palabras tienen una resonancia especial para los creyentes. Pero la simple razón reconoce también su valor porque, en el milagro de la vida humana naciente, es impulsada a reconocer algo que va más allá de un puro hecho biológico. En la generación de la vida humana, la biología postula su propia superación. Y esto no puede menos de tener consecuencias también en el plano ético: no se puede tratar lo referente a la generación de la vida humana, como si se tratara de un puro hecho biológico, susceptible de cualquier tipo de manipulación.

2. La doctrina eclesial de la paternidad y maternidad responsables se apoya en esta base antropológica y ética fundamental. Por desgracia, con respecto a este tema a menudo se entiende mal el pensamiento católico, como si la Iglesia apoyara una ideología de la fecundidad a ultranza, impulsando a los esposos a procrear sin ningún discernimiento y sin ningún proyecto. Pero basta una lectura atenta de los pronunciamientos del Magisterio para constatar que no es así.

En realidad, en la generación de la vida, los esposos realizan una de las dimensiones más altas de su vocación: son colaboradores de Dios. Precisamente por eso, han de tener una actitud muy responsable. Al tomar la decisión de engendrar o no engendrar, no tienen que dejarse llevar por el egoísmo o por la ligereza, sino por una generosidad prudente y consciente, que valora las posibilidades y las circunstancias y, sobre todo, que sabe poner en primer lugar el bien del hijo que ha de nacer. Por consiguiente, cuando se tiene motivo para no procrear, esta elección es lícita e, incluso, podría llegar a ser obligatoria. Pero sigue existiendo también el deber de hacerla con criterios y métodos que respeten la verdad total del encuentro conyugal en su dimensión unitiva y procreativa, tal como la naturaleza la regula sabiamente en sus ritmos biológicos, que pueden ser secundados y valorizados, pero jamás violados con intervenciones artificiales.

3. Pidamos a María santísima el don de la sabiduría del corazón, tan necesario para ver con claridad en esta delicada materia, muy expuesta a las desviaciones de una cultura hedonista y permisiva.

Que ella ilumine a los cónyuges para que vivan, con gran sentido de responsabilidad, su servicio a la vida, y haga de las familias verdaderos santuarios de la vida.


Después del Ángelus

En esta hora de la tradicional oración mariana, deseo saludar con todo afecto a los peregrinos y visitantes aquí presentes provenientes de los diversos países de América Latina y de España, y a cuantos se unen espiritualmente al rezo del Ángelus a través de la radio o la televisión.

Mientras os aliento a hacer del tiempo estivo una ocasión propicia para el descanso físico y para la renovación también del espíritu, imploro sobre todos vosotros y sobre vuestras familias la maternal protección de Nuestra Señora, a la vez que os imparto de corazón mi Bendición Apostólica.



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