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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 2 de octubre de 1994

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con la solemne celebración eucarística que acabo de presidir, han comenzando hoy los trabajos de la IX Asamblea general del Sínodo de los obispos dedicada a la vida consagrada en todas sus expresiones, las clásicas de las diversas órdenes y congregaciones religiosas, y las más recientes de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica: unas y otras son dones del Espíritu de Dios a la Iglesia.

En efecto, los religiosos y los miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica constituyen una porción elegida del pueblo de Dios, llamados a vivir una forma especial y muy significativa de la perfección de la caridad, a la que todos los discípulos de Cristo están llamados. Su opción de vida, especialmente mediante la práctica de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia no es más que una gran opción de amor se podría decir una «sobreabundancia de amor». Nace de la escucha de la voz de Cristo: «Si quieres ser perfecto anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). La aceptación de esa invitación coloca a los consagrados en el corazón mismo de la Iglesia, esposa de Cristo, dedicada a Él totalmente, en espera activa y trepidante de su regreso.

Cristo es todo para la Iglesia. Si es verdad que todo bautizado, incluso en las condiciones ordinarias de la vida seglar, debe vivir esa profesión de fe y amor, el consagrado está llamado a hacerlo de modo totalmente singular. Su existencia es una existencia-signo: todo en él debe ser un eco del grito de amor del apóstol Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).

2. Los trabajos sinodales darán, ciertamente, un impulso a la vida consagrada, profundizando su identidad y su misión a la luz del designio de Dios, en estos años que preceden al tercer milenio cristiano.

La Iglesia, al promover la vida consagrada, no sólo quiere realizar su renovación interna, sino que también presta un servicio a la humanidad. En efecto, los consagrados precisamente porque están dedicados totalmente a Dios se sienten asimismo naturalmente inclinados, según los carismas propios de cada instituto, al servicio de sus hermanos, especialmente de los más pobres. El consagrado es, por antonomasia, el «hermano universal», con el que sus otros hermanos saben que pueden contar siempre, porque los escucha, los acoge y comparte con ellos. El servicio más específico que se pide hoy a los consagrados es el de aliviar la mayor pobreza de nuestro tiempo: a causa del rechazo de Dios, hoy muchos han perdido el sentido de la vida. El consagrado se pone en medio de ellos como una profecía viva del amor salvífico de Dios y, por eso, como testigo de alegría y esperanza, como constructor de futuro en la perspectiva del Reino.

3. Que la Virgen santísima obtenga para los padres sinodales abundancia de luz, a fin de que profundicen adecuadamente los temas propuestos a su reflexión. El testimonio de los consagrados en nuestro tiempo será eficaz en la medida en que sean fieles a Cristo, que los llama. Que el Sínodo se ponga a la escucha de la voz del Espíritu, y sea verdaderamente un acontecimiento de gracia, rico en frutos de renovación y santidad.



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