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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 28 de febrero de 1979

(La audiencia del miércoles 28 de febrero se desarrolló en dos fases: la primera en la basílica de San Pedro, donde el Papa habló a los jóvenes, y la segunda en el Sala Pablo VI, donde pronunció su catequesis)

 

La Cuaresma, camino hacia la Pascua

1. Nos encontramos hoy en el primer día de Cuaresma, miércoles de ceniza. En esta jornada, al comenzar el período de cuarenta días de preparación a la Pascua, la Iglesia nos impone la ceniza sobre la cabeza y nos invita a la penitencia. La palabra “penitencia” se repite en muchas páginas de la Sagrada Escritura, resuena en la boca de tantos Profetas y, en fin de modo particularmente elocuente, en la boca del mismo Jesucristo: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca” (Mt 3, 2). Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo “ayunó cuarenta días y cuarenta noches” (Mt 4, 2), antes de comenzar a enseñar. Con este ayuno cuadragesimal la Iglesia, en cierto sentido, está llamada cada año a seguir a su Maestro y Señor, si quiere predicar eficazmente su Evangelio. El primer día de Cuaresma —precisamente hoy— debe testimoniar de modo especial que la Iglesia acepta esta llamada de Cristo y que desea cumplirla.

2. La penitencia en sentido evangélico significa sobre todo “conversión”. Bajo este aspecto es muy significativo el pasaje del Evangelio del miércoles de ceniza. Jesús habla del cumplimiento de los actos de penitencia conocidos y practicados por sus contemporáneos, por el pueblo de la Antigua Alianza. Pero al mismo tiempo somete a crítica el modo puramente “externo” del cumplimiento de estos actos: limosna, ayuno, oración, porque ese modo es contrario a la finalidad propia de los mismos actos. El fin de los actos de penitencia es un más profundo acercarse a Dios mismo para poderse encontrar con Él en lo íntimo de la entidad humana, en el secreto del corazón.

“Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas, para ser alabados de los hombres...; no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve lo oculto te premiará.

“Cuando oréis, no seáis como los hipócritas..., para ser vistos de los hombres..., sino... entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido, te recompensará.

“Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas..., (sino) úngete la cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 2-6. 16-18).

Por lo tanto, el significado primero y principal de la penitencia es interior, espiritual. El esfuerzo principal de la penitencia consiste “en entrar en sí mismo”, en lo más profundo de la propia entidad, entrar en esa dimensión de la propia humanidad en la que, en cierto sentido, Dios nos espera. El hombre “exterior” debe ceder —diría— en cada uno de nosotros al hombre “interior” y, en cierto sentido, “dejarle el puesto”. En la vida corriente el hombre no vive bastante “interiormente”. Jesucristo indica claramente que también los actos de devoción y de penitencia (como el ayuno, la limosna, la oración) que por su finalidad religiosa son principalmente “interiores”, pueden ceder al “exteriorismo” corriente, y por lo tanto pueden ser falsificados. En cambio la penitencia, como conversión a Dios, exige sobre todo que el hombre rechace las apariencias, sepa liberarse de la falsedad y encontrarse en toda su verdad interior. Hasta una mirada rápida, breve, en el fulgor divino de la verdad interior del hombre, es ya un éxito. Pero es necesario consolidar hábilmente este éxito mediante un trabajo sistemático sobre sí mismo. Tal trabajo se llama “ascesis” (así lo llamaban ya los griegos de los tiempos de los orígenes del cristianismo). Ascesis quiere decir esfuerzo interior para no dejarse llevar y empujar por las diversas corrientes “exteriores”, para permanecer así siempre ellos mismos y conservar la dignidad de la propia humanidad.

Pero el Señor Jesús nos llama a hacer aún algo más. Cuando dice “entra en tu cámara y cierra la puerta”, indica un esfuerzo ascético del espíritu humano que no debe terminar en el hombre mismo. Ese cerrarse es, al mismo tiempo, la apertura más profunda del corazón humano. Es indispensable para encontrarse con el Padre, y por esto debe realizarse. “Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. Aquí se trata de recobrar la sencillez de pensamiento, voluntad y corazón, que es indispensable para encontrarse con Dios en el propio “yo” interior. ¡Y Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente.

3. Así, pues, la corriente principal de la Cuaresma debe correr a través del hombre interior, a través de corazones y conciencias. En esto consiste el esfuerzo esencial de la penitencia. En este esfuerzo la voluntad humana de convertirse a Dios es investida por la gracia proveniente de conversión y, al mismo tiempo, de perdón, y liberación espiritual. La penitencia no es sólo un esfuerzo, una carga, sino también una alegría. A veces es una gran alegría del espíritu humano, alegría que otros manantiales no pueden dar.

Parece que el hombre contemporáneo haya perdido, en cierta medida, el sabor de esta alegría. Ha perdido además el sentido profundo de aquel esfuerzo espiritual que permite volver a encontrarse a sí mismo en toda la verdad de la intimidad propia. A esto contribuyen muchas causas y circunstancias que es difícil analizar en los límites de este discurso. Nuestra civilización —sobre todo en Occidente— estrechamente vinculada con el desarrollo de la ciencia y de la técnica, entrevé la necesidad del esfuerzo intelectual y físico; pero ha perdido notablemente el sentido del esfuerzo del espíritu, cuyo fruto es el hombre visto en sus dimensiones interiores.

En fin, el hombre que vive en las corrientes de esta civilización pierde muy frecuentemente la propia dimensión; pierde el sentido interior de la propia humanidad. A este hombre le resulta extraño tanto el esfuerzo que conduce al fruto hace poco mencionado, como la alegría que proviene de él: la alegría grande del descubrimiento y del encuentro, la alegría de la conversión (metánoia), la alegría de la penitencia.

La liturgia austera del miércoles de ceniza y, después, todo el período de la Cuaresma es —como preparación a la Pascua— una llamada sistemática a esta alegría: a la alegría que fructifica por el esfuerzo del descubrimiento de sí mismo con paciencia: “Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas” (Lc 21, 19).

Que nadie tenga miedo de emprender este esfuerzo.


Saludos

(A las peregrinaciones diocesanas de Capua y Eboli, Italia)
Tengo el gozo de dar una bienvenida afectuosa a la nutrida peregrinación de la archidiócesis de Capua, presidida por el arzobispo, mons. Luigi Diligenza; y a los sacerdotes y fieles de Eboli, acompañados también de su Pastor, mons. Gaetano Pollio. En ambos grupos están presentes algunos enfermos, testigos privilegiados de la bendita y redentora cruz de Cristo. Deseosos de encontraros de corazón a corazón con el Papa, habéis venido aquí para vivir un momento de intimidad familiar y sacar de él motivos de alegría y consuelo. Si bien incluso en esta ocasión, la aspiración más íntima es la de entrar en comunión con el Señor Jesús, esperanza y alegría de nuestras almas, Vida de nuestra vida. Pido al Padre celestial que este acto sea un momento de gracia para todos, y una experiencia gozosa de fe en Jesús Salvador y Liberador en especial para los que por padecer en el cuerpo o en el espíritu, están más cerca de El en un misterioso designio de salvación en favor de toda la humanidad. Con el deseo de que en la vida de cada día os sostenga siempre la certeza del amor paterno del Señor, os bendigo de corazón a vosotros y a vuestras familias.

(Al instituto romano de San Miguel)

Deseo dedicar también un saludo afectuoso a los dirigentes y acogidos del instituto romano de San Miguel. Queridísimos hermanos: Enorgulleceos siempre de las tradiciones cristianas que han distinguido a vuestra institución; los jóvenes, irradiad el ideal evangélico en las escuelas y centros de formación profesional, y el día de mañana en todos los sitios donde lleguéis a encontrares y ejerzáis vuestra actividad; los ancianos, sed perseverantes en la fe y gozosos en la esperanza, plenamente convencidos de que la Providencia no os abandonará jamás, y menos aún en estos valiosos años de vuestra existencia. Mi bendición especial os sirva de consuelo y estímulo en todos vuestros buenos propósitos de comienzos del tiempo cuaresmal.

(A un grupo de treinta sintoístas japoneses)
Me complazco en manifestar al venerable Nijo, Sumo Sacerdote del santuario de Ise, y a los treinta representantes "Shinto" aquí presentes, mi gozo y agradecimiento por haber venido a honrar mi humilde persona en nombre de toda la comunidad sintoísta. En tan feliz ocasión deseo expresar mi respeto a la religión que profesáis. La Iglesia católica acoge con reverencia todo lo que es verdadero, bueno y noble en vuestra religión (cf. Nostra aetate, 2). El sintoísmo, religión tradicional de Japón, afirma por ejemplo que todos los hombres son igualmente hijos de Dios y que, a causa de ello, todos los hombres son hermanos. Además, en vuestra tradición religiosa mostráis sensibilidad y aprecio especial hacia la armonía y belleza de la naturaleza, y os encontráis disponibles para reconocer en ella una revelación de Dios Altísimo. Sé también que en vuestras nobles enseñanzas sobre el ascetismo personal, tratáis de hacer cada vez más puro el corazón del hombre. Las muchas cosas que tenemos en común nos impulsan a unirnos cada vez más estrechamente en amistad y hermandad en el servicio de la humanidad. Por ello, lleno de gozo pido para cada uno de vosotros, vuestras familias y todo el pueblo japonés una bendición especial del Altísimo.

(A los enfermos y recién casados)

Igualmente envío un saludo y mi bendición particular a todos los demás enfermos, con tanto mayor amor cuanto más profunda es la herida de su dolor. Queridísimos: Como los sufrimientos de Cristo, también los vuestros si se aceptan y ofrecen con fe, pueden contribuir a vuestro bien moral y a la redención del mundo. Para comprender esto se necesitan ojos puros y un corazón que ame; y esto pido al Señor para cada uno de vosotros, a la vez que le ruego os consuele.

Queridos recién casados: No me olvido de vosotros que tenéis la primavera en el corazón, santificados como estáis por la gracia y el sacramento. Os deseo todo bien y toda felicidad. Con el matrimonio habéis fundado un nido y encendido una llama. Tratad de que el nido esté siempre templado por el amor, y la llama se alimente de la fe y de una vida coherente con la fe cristiana. Que mi bendición apostólica os acompañe.

 



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