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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 18 de mayo de 1983

 

1. Cristo es "nuestra paz"; el que nos ha reconciliado "con Dios en un solo cuerpo por medio de la cruz" (cf. Ef 2, 14. 16).

Queridísimos:

Es el mes de mayo. el mes de la Virgen: a la luz de María comprendemos mejor la profundidad de la reconciliación que Cristo ha realizado entre nosotros y Dios. El amor de la Madre de Jesús, al manifestarse hacia cada uno de nosotros, nos trae el signo de la benevolencia y ternura del Padre. Además, este amor nos ayuda a comprender mejor que la reconciliación afecta también a las relaciones de los hombres entre sí, porque, al ser Madre de la Iglesia, María es Madre de la unidad y se empeña en facilitar todo lo que une a sus hijos, todo lo que los acerca.

Cuando consideramos los frutos de la obra redentora de Cristo, constatamos el íntimo vínculo que hay entre las dos reconciliaciones: del hombre con Dios y de los hombres entre sí. Por el hecho de que todos los hombres son reconciliados con Dios, ellos quedan también reconciliados entre sí.

Debemos recordar que, según la revelación bíblica, el pecado que separa al hombre de Dios tiene por efecto colateral e inevitable dividir a los hombres entre sí. Cuando la hostilidad abre una distancia entre el hombre y Dios, hace también que el hombre se levante contra sus semejantes. En la Torre de Babel, la Biblia nos ha puesto ante los ojos una imagen impresionante de esta dinámica perversa. Cuando los hombres, impulsados por su orgullo, deciden construir una torre que llegue al cielo, permitiéndoles disponer de una potencia capaz de rivalizar con la de Dios, se encuentran de nuevo con la experiencia fallida de la desunión que se establece entre ellos a causa de la diversidad de las lenguas (cf. Gén 11, 1-9). Oponerse a Dios y quererse medir con Él, no aceptando su soberanía, significa introducir en las relaciones sociales tensiones demoledoras e irreductibles.

Al contrario, la reconciliación del pecador con Dios suscita en él el impulso hacia la reconciliación con los hermanos. San Pablo ha subrayado esta verdad, afirmando que en Cristo las dos partes de la humanidad, los judíos y los paganos, habían sido reconciliadas con Dios para formar un solo cuerpo, un solo Hombre nuevo. Con su sacrificio Cristo borró en su carne el odio que dividía a los hombres; al ofrecer a todos la misma posibilidad de acceso al Padre en un solo Espíritu, suprimió las barreras que los separaban, y estableció entre ellos la paz. Por esto, Cristo es "nuestra paz" (2 Cor 3, 14).

2. San Pablo sabía por experiencia personal lo que significaba esta reconciliación universal. Antes de la conversión había vivido con actitudes hostiles hacia los que no se adherían al culto judaico. Pero cuando su corazón se convirtió a Cristo, se obró un cambio sorprendente en tales actitudes, hasta el punto de que se convirtió en el Apóstol de los gentiles. Desde ese momento no admitió ya barrera alguna en el universalismo. Lo mismo que en el judaísmo había sido un perseguidor encarnizado de los cristianos, con idéntico ardor fue luego un mensajero de corazón inmenso y sin fronteras en la difusión de la fe cristiana. ¿Quién no recuerda sus fuertes palabras: "No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3. 28)?

Evidentemente Pablo no niega que subsistan diferencias entre los hombres. Lo que quiere afirmar es que estas diferencias no pueden ser ya motivo de división, porque Cristo ha unificado todo en su persona.

La postura del Apóstol refleja perfectamente el pensamiento de Jesús. Para convencerse de ello, basta volver a aquella página extraordinariamente densa, en la que Juan recogió la "oración sacerdotal" del Maestro divino. Pidiendo al Padre que todos sean uno como el Padre y Él son uno (cf. Jn 17, 21-22), Jesús indica el modelo perfecto de la unión que quiere establecer. La reconciliación que su sacrificio deberá conseguir para la humanidad, no es una simple supresión de las divisiones existentes y la restauración de un acuerdo; tiende a instaurar una unidad de orden superior, con la comunicación de la unidad de las personas divinas en la comunidad de las personas humanas. La reconciliación es, pues, más que una reparación de la unidad perdida; eleva el acuerdo entre los hombres al nivel de una participación en el acuerdo perfecto que reina en la comunidad divina. No por casualidad subraya la Escritura el papel fundamental que tiene en esto el Espíritu Santo: siendo el amor personal del Padre y del Hijo, es Él quien actúa en la humanidad para realizar una unidad, de la que es el fundamento y el modelo la unidad divina.

3. No hay que sorprenderse, pues, de que en su enseñanza el Maestro haya llamado, en varias ocasiones, la atención de sus discípulos sobre el urgente deber de buscar la reconciliación dondequiera que haya discordia. La voluntad de reconciliación es condición ineludible para una oración que agrade a Dios: el que va a poner una ofrenda sobre el altar, debe, ante todo, reconciliarse con su hermano (cf. Mt 5, 23-24). Sea cual fuere la ofensa cometida, y aún cuando se haya repetido con frecuencia, el esfuerzo de reconciliación no debe abandonarse jamás, porque el discípulo no puede poner límites a su perdón, según la prescripción que hizo a Pedro: "No hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (Mt 18, 22).

Al decir: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian" (Lc 6, 27), Jesús muestra que la reconciliación debe manifestarse inmediatamente con disposiciones íntimas: aún cuando una reconciliación efectiva no sea todavía posible, a causa de la actitud hostil del otro, el cristiano debe estar animado por un amor auténtico, sincero. Para él está el deber de la reconciliación de corazón, reconciliación personal mediante sentimientos de benevolencia.

Cristo conoce bien las dificultades que experimentan los hombres para reconciliarse entre sí. Con su sacrificio redentor ha obtenido para todos la fuerza necesaria a fin de superarlas. Ningún hombre, pues, puede decir que es incapaz de reconciliarse con el prójimo, como no puede decir que es incapaz de reconciliarse con Dios. La cruz ha hecho caer todas las barreras que cierran los unos a los otros los corazones de los hombres.

En el mundo se advierte una necesidad inmensa de reconciliación. Las luchas embisten a veces todos los campos de la vida individual, familiar, social, nacional e internacional. Si Cristo no hubiese sufrido para establecer la unidad de la comunidad humana, se podría pensar que estos conflictos eran irremediables. Pero el Salvador impulsa eficazmente a todos los hombres a la unión y a la reconciliación; mediante el Espíritu Santo los reúne cada vez más en su amor.

Renovemos, pues, nuestra fe en esta divina energía que actúa en el mundo, y comprometámonos a colaborar con ella para contribuir de este modo a la venida de la paz entre los hombres y a la extensión de la alegría que se deriva de ella.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Recibid mi cordial saludo y mi Bendición todos los peregrinos aquí presentes de lengua española. En particular los miembros de los grupos diocesanos de Bilbao, de Gerona y de Madrid; de las parroquias del Sagrado Corazón del Tibidabo, en Barcelona, y de Nuestra Señora de la Merced, de Burgos. Mi saludo también para los jóvenes de Bañolas y de Madrid, así como para cada una de las personas venidas de México y de Chile.

A todos os aliento, en este Año Santo de la Redención a buscar de veras vuestra reconciliación con Dios y con los hermanos. Destruyendo el pecado que rompe nuestra comunión de amor con el Señor y que daña a todos los miembros de la Iglesia.

Vivir la Redención en este Año Santo, significa empeñarse en hacer nuestra vida mejor, reforzando nuestra unión interior con Cristo mediante la gracia. A esa unión renovada nos invita, especialmente en este mes de mayo, la Virgen Santísima, hija fiel del Padre y Madre común de cuantos creemos en Cristo.

 



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