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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 17 de agosto de 1983

 

1. Las palabras del Apóstol que acabamos de escuchar nos describen la tarea a que está llamada la conciencia moral del hombre: discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, le complace a Él y perfecto". Nuestra reflexión sobre el ethos de la redención se detiene hoy a considerar "el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se encuentra a solas con Dios", como el Concilio Vaticano II define la conciencia moral (Gaudium et spes, 16).

¿Qué quiere decir el Apóstol cuando habla de "discernimiento" en este campo? Si prestamos atención a nuestra experiencia interior, constatamos la presencia dentro de nosotros de una actividad espiritual que podemos llamar actividad valorativa. ¿Acaso no es verdad que con frecuencia nos sorprendemos diciendo: "esto es recto, esto no es recto?". Es que existe en cada uno de nosotros una especie de "sentido moral" que nos lleva a discernir lo que está bien y lo que está mal. del mismo modo que existe una especie dé "sentido estético" que nos lleva a discernir lo que es hermoso de lo que es feo. Es como un ojo interior, una capacidad visual del espíritu en condiciones de guiar nuestros pasos por el camino del bien.

Pero las palabras del Apóstol tienen un significado más hondo. La actividad de la conciencia moral no se refiere sólo sobre lo que está bien o está mal en general. Su discernimiento recae en particular sobre la determinada y concreta acción libre que vamos a realizar o que hemos realizado. De ésta precisamente nos habla la conciencia, de ésta hace una valoración la conciencia: esta acción —nos dice la conciencia— que tu con tu singularidad irrepetible estás realizando (o has llevado a cabo ya) es buena o es mala.

2. ¿De dónde saca la conciencia sus criterios de juicio? ¿Sobre qué base juzga nuestra conciencia moral las acciones que vamos a llevar a cabo o hemos realizado? Escuchemos con atención las enseñanzas del Concilio Vaticano II: "La norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena. dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana... El hombre percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina, conciencia que tiene obligación de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, que es su fin'' (Dignitatis humanae, 3).

Reflexionemos atentamente sobre estas palabras tan densas e iluminadoras. La conciencia moral no es un juez autónomo de nuestras acciones. Los criterios de sus juicios los saca de la "ley divina, eterna, objetiva y universal", de la "verdad inmutable", de que habla el texto conciliar, ley y verdad que la inteligencia del hombre puede descubrir en el orden del ser. Esta es la razón por la que el Concilio dice que el hombre en su conciencia "está solo con Dios". Adviértase una cosa: el texto no se limita a afirmar que "está solo", sino añade "con Dios". La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que la abre a la llamada, a la voz de Dios.

En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre. Por consiguiente, si el hombre no escucha a su conciencia, si consiente que en ella haga su morada el error, rompe el vínculo más fuerte que lo estrecha en alianza con su Creador.

3. Si la conciencia moral no es la instancia última que decide lo que está bien y lo que está mal, sino que ha de estar de acuerdo con la verdad inmutable de la ley moral, resulta de ello que no es juez infalible: puede errar.

Este punto merece hoy atención especial. "No os asimiléis —enseña el Apóstol— a la mentalidad de este mundo, sino renovaos por la transformación de la mente" (Rom 12, 2). En los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de errar.

La consecuencia que se deduce de tal error es muy seria; cuando el hombre sigue la propia conciencia equivocada, su acción no es recta, no pone en acto objetivamente lo que esta bien para la persona hermana, y ello por el mero hecho de que el juicio de la conciencia no es la última instancia moral.

Claro está que "no rara vez sucede que yerra la conciencia por ignorancia invencible", como puntualiza enseguida el Concilio (Gaudium et spes, 16). En este caso "no pierde su dignidad" (cf. ib.), y el hombre que sigue dicho juicio no peca. Pero el mismo texto conciliar prosigue indicando "que esto no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, y la conciencia se va entenebreciendo gradualmente por el hábito del pecado" (ib.).

Por tanto, no es suficiente decir al hombre: "sigue siempre tu conciencia". Es necesario añadir enseguida y siempre: "pregúntate si tu conciencia dice verdad o falsedad, y trata de conocer la verdad incansablemente". Si no se hiciera esta necesaria puntualización, el hombre correría peligro de encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero.

Es necesario "formar" la propia conciencia. El cristiano sabe que en esta tarea dispone de una ayuda especial en la doctrina de la Iglesia. "Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es la Maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana" (Dignitatis humanae, 14).

Pidamos insistentemente a Cristo nuestro redentor la gracia de saber "discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, le complace a Él y perfecto". Es decir, el don de estar en la verdad para poner por obra la verdad.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Las palabras del Apóstol, que hemos escuchado, nos indican el deber de la conciencia moral del hombre: “Discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”. Nuestra reflexión de hoy sobre el ethos de la Redención se basa en el Concilio Vaticano II: “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios”. Es el espacio tanto en el cual Dios habla al hombre.

Supliquemos a Cristo nuestro Redentor la gracia de poder “discernir cuál es la voluntad de Dios”, es decir, el don de estar en la verdad para realizar siempre la verdad.

Saludo ahora con afecto a los numerosos peregrinos de lengua española aquí presentes, procedentes de España y de los diversos países de América Latina. De modo particular quiero saludar a las Religiosas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia; a los jóvenes de San Pedro Apóstol de Alicante; a la peregrinación dirigida por los Hermanos Misioneros de los Enfermos Pobres de Barcelona: al grupo parroquial de San Pedro Apóstol de Venezuela; y a la Coral Terra Nosa de Santiago de Compostela.

Que vuestro paso por Roma signifique un nuevo impulso en vuestra fe y en vuestro testimonio cristiano. A todos doy mi cordial Bendición Apostólica.

 



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