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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 15 de febrero de 1984

 

1. " Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla" (Gén 1, 28). La Palabra de Dios creador asigna al hombre una tarea insustituible para el desarrollo de las potencialidades ínsitas en el universo. Está llamado a participar en la obra del Creador, a la que la Biblia define significativamente con la palabra "trabajo". Según sus propias capacidades, él prosigue, desarrolla y completa todo lo que Dios ha comenzado.

Pero el significado del trabajo humano no se agota en esta tarea. Es insustituible también para la edificación de una sociedad más justa, donde reine la verdad y el amor, y se manifieste, por lo tanto, visiblemente la promesa del reino contenida en la redención de Cristo. "Por ello —dije en Guadalajara, durante el viaje apostólico a México—, el trabajo no ha de ser una mera necesidad; ha de ser visto como una verdadera vocación, un llamamiento de Dios a construir un mundo nuevo en el que habite la justicia y la fraternidad, anticipo del reino de Dios, en el que no habrá ya ni carencias ni limitaciones. El trabajo ha de ser el medio para que toda la creación esté sometida a la dignidad del ser humano e hijo de Dios" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de febrero, 1979, pág. 14).

2. Reflexionando más a fondo, bajo la guía del Concilio Vaticano II, "sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad supereminente laborando con sus propias manos en Nazaret" (Gaudium et spes, 67). Efectivamente, el trabajo, redimido por Cristo, se convierte para el hombre en expresión de la propia vocación, la de un ser llamado a conformarse con Cristo, a vivir en profunda, íntima unión con el Hijo de Dios. En la perspectiva abierta por la redención, el trabajo viene a ser una de las modalidades fundamentales, a través de las cuales el hombre se abre a sí mismo y, en Cristo, a Dios Padre.

El Concilio Ecuménico Vaticano II nos ha enseñado además que uno de los principales frutos de esta unión con Cristo es la participación en su realeza, esto es, en su destino de Señor del cosmos y de la historia (cf. Lumen gentium, 36). Cristo vivió su realeza, sobre todo, en el servicio a los hermanos, inspirado por el amor (cf. Mt 20, 28; Mc 10, 45). Al participar en esta realeza, el hombre adquiere una renovada libertad de ponerse generosamente al servicio del prójimo en la fatiga cotidiana del trabajo, sentido y vivido como una demostración y un testimonio de amor.

El amor, latente en un trabajo a veces pesado y fatigoso, no revela inmediatamente y siempre su presencia; pero, poco a poco, si el que trabaja tiene fe y constancia, el amor empieza a manifestarse en la solidaridad que se crea entre hombre y hombre. El trabajo, realizado con amor y por amor, es una gran ocasión de crecimiento para el hombre, al que asegura, como decía mi venerado predecesor Pío XII, "un campo de justa libertad no sólo económica, sino también política, cultural y religiosa" (Pío XII, Mensaje del 1 de septiembre de 1944).

Además, el trabajo implica un "servicio real", porque, al soportar su fatiga "en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar" (Encíclica Laborem exercens, 27).

En el trabajo, concebido de este modo, se realiza, en continuidad con la misión de Cristo, la capacidad del hombre para transformar el mundo, haciéndolo homogéneo con su dignidad sublime de redimido. La redención del trabajo pone al hombre en condición de ejercitar su "munus regale", esto es, de responder al mandato del Creador de someter y dominar la tierra (cf. Gén 1, 28). Por esto, la Gaudium et spes puede afirmar que el trabajo "procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia y la somete a su voluntad" (n. 67).

3. El trabajo tiene un gran valor creativo incluso porque lleva al individuo a comprometerse con toda la comunidad familiar, social y política.

En efecto, todo hombre recibe incesantemente ayuda de los que están cerca y de los que están lejos. Se enriquece con los bienes materiales, morales, culturales y religiosos, creados por generaciones enteras, de las que quizá nunca ha oído hablar. Vive del trabajo, del esfuerzo, del fervor, de la devoción, del sacrificio que otros han realizado. Ninguno de los bienes, fruto de este enorme trabajo, le es extraño. Sería egoísta, pues, aceptar pasivamente toda esta riqueza sin comprometerse a corresponder a ella, prestando con el propio trabajo una aportación activa a la solución de la dramática situación social en que vivimos hoy.

De esta consideración elemental toma luz la dimensión de participación inherente al trabajo humano. Ella abre de par en par al hombre el camino de la autorrealización, ofreciéndole la posibilidad incomparable de comunicarse él mismo con el otro, dentro de relaciones estables y solidarias, atentas a las necesidades reales, sobre todo, a la relación suprema de encontrar un significado para la propia existencia. Esta dimensión, abierta por la redención de Cristo, se revela así como un óptimo antídoto para la situación de alienación en que frecuentemente se halla el trabajo humano.

El Año Santo de la Redención es una invitación para cada uno de nosotros a encontrar en Cristo Redentor el significado más profundo del trabajo y, con él, la alegría que brota de la conciencia de dar una aportación personal a la edificación de un mundo renovado


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo a cada persona y grupo de lengua española, en especial a los miembros del colegio de Mary Ward de Madrid, a los estudiantes de la Pontificia Universidad Católica de Chile y al grupo de amigos de Don Orione, de Santiago de Chile. A todos os bendigo de corazón.

 



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