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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 16 de noviembre de 1988

 

Las últimas palabras de Cristo en la cruz: "Padre, perdónales..."

1. Todo lo que Jesús enseñó e hizo durante su vida mortal, en la cruz llega al culmen de la verdad y la santidad. Las palabras que Jesús pronunció entonces constituyen su mensaje supremo y definitivo y, al mismo tiempo, la confirmación de una vida santa, concluida con el don total de Sí mismo, en obediencia al Padre, por la salvación del mundo. Aquellas palabras, recogidas por su Madre y los discípulos presentes en el Calvario, fueron trasmitidas a las primeras comunidades cristianas y a todas las generaciones futuras para que iluminaran el significado de la obra redentora de Jesús e inspiraran a sus seguidores durante su vida y en el momento de la muerte. Meditemos también nosotros esas palabras, como lo han hecho tantos cristianos, en todas las épocas.

2. El primer descubrimiento que hacemos al releerlas es que se encuentra en ellas un mensaje de perdón. "Padre perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34): según la narración de Lucas, ésta es la primera palabra pronunciada por Jesús en la cruz. Preguntémonos inmediatamente: ¿No es, quizá la palabra que necesitábamos oír pronunciar sobre nosotros?

Pero en aquel ambiente, tras aquellos acontecimientos, ante aquellos hombres reos por haber pedido su condena y haberse ensañado tanto contra Él, ¿quién habría imaginado que saldría de los labios de Jesús aquella palabra? Con todo, el Evangelio nos da esta certeza: ¡Desde lo alto de la cruz resonó la palabra, "perdón"!

3. Veamos los aspectos fundamentales de aquél mensaje de perdón.

Jesús no sólo perdona, sino que pide el perdón del Padre para los que lo han entregado a la muerte, y por tanto también para todos nosotros. Él es signo de la sinceridad total del perdón de Cristo y del amor que deriva. Es un hecho nuevo en la historia, incluso en la de la Alianza. En el Antiguo Testamento leemos muchos textos de los Salmistas que pedían la venganza o el castigo del Señor para sus enemigos: textos que en la oración cristiana, también la litúrgica, se repiten no sin sentir la necesidad de interpretarlos adecuándolos a la enseñanza y ejemplo de Jesús, que amó también a los enemigos. Lo mismo puede decirse de ciertas expresiones del Profeta Jeremías (11, 20; 20, 12; 15, 15) y de los mártires judíos en el Libro de los Macabeos (cf. 2 Mac 7, 9. 14, 17. 19). Jesús cambia esa posición ante Dios y pronuncia otras palabras muy distintas. Había recordado a quien le reprochaba su trato frecuente con "pecadores", que ya en el Antiguo Testamento, según la palabra inspirada, Dios "quiere misericordia" (cf. Mt 9, 13).

4. Nótese además que Jesús perdona inmediatamente, aunque la hostilidad de los adversarios continúa manifestándose. El perdón es su única respuesta a la hostilidad de aquellos. Su perdón se dirige a todos los que, humanamente hablando, son responsables de su muerte, no sólo a los ejecutores, los soldados, sino a todos aquellos, cercanos y lejanos, conocidos y desconocidos, que están en el origen del comportamiento que ha llevado a su condena y crucifixión. Por todos ellos pide perdón y así los defiende ante el Padre, de manera que el Apóstol Juan, tras haber recomendado a los cristianos que no pequen, puede añadir: "Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn 2, 1-2). En esta línea se sitúa también el Apóstol Pedro que, en su discurso al pueblo de Jerusalén, extiende a todos la acusación de "ignorancia" (Act 3, 17; cf. Lc 23, 34) y la oferta del perdón (Act 3, 19). Para todos nosotros es consolador saber que, según la Carta a los Hebreos, Cristo crucificado, Sacerdote eterno, permanece siempre como el que intercede en favor de los pecadores que se acercan a Dios a través de Él (cf. Heb 7, 25).

Él es el Intercesor, y también el Abogado, el "Paráclito" (cf. 1 Jn 2, 1), que en la cruz, en lugar de denunciar la culpabilidad de los que lo crucifican, la atenúa diciendo que no se dan cuenta de lo que hacen. Es benevolencia de juicio; pero también la conformidad con la verdad real, la que sólo Él puede ver en aquellos adversarios suyos y en todos los pecadores: muchos pueden ser menos culpables de lo que parezca o se piense, y precisamente por esto Jesús enseñó a "no juzgar" (cf. Mt 7, 1): ahora, en el Calvario se hace intercesor y defensor de los pecadores ante el Padre.

5. Este perdón desde la cruz es la imagen y el principio de aquel perdón que Cristo quiso traer a toda la humanidad mediante su sacrificio. Para merecer este perdón y positivamente, la gracia que purifica y da la vida divina, Jesús hizo la ofrenda heroica de Sí mismo por toda la humanidad. Todos los hombres, cada uno en la concreción de su propio yo, de su bien y mal, están, pues, comprendidos potencialmente e incluso se diría que intencionalmente en la oración de Jesús al Padre: "perdónalos". También vale para nosotros aquella petición de clemencia y como de comprensión celestial: "Porque no saben lo que hacen". Quizá ningún pecador escapa a esa ausencia de conocimiento y, por tanto, al alcance de aquella impetración de perdón que brota del corazón tiernísimo de Cristo que muere en la cruz. Sin embargo, esto no debe empujar a nadie a no tomar en serio la riqueza de la bondad, de la tolerancia y de la paciencia de Dios hasta no reconocer que tal bondad le invita a la conversión (cf. Rom 2, 4). Con la dureza de su corazón impenitente acumularía cólera sobre sí para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios (cf. Rom 2, 5). No obstante, también Cristo al morir pidió por él perdón al Padre, aunque fuera necesario un milagro para su conversión. ¡Tampoco él, en efecto, sabe lo que hace!

6. Es interesante constatar que ya en el ámbito de las primeras comunidades cristianas, el mensaje del perdón fue acogido y seguido por los primeros mártires de la fe que repitieron la oración de Jesús al Padre casi con sus mismas palabras. Así lo hizo San Esteban protomártir, quién, según los Hechos de los Apóstoles, en el momento de su muerte pidió: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Act 7, 60). También Santiago durante su martirio, según dice Eusebio de Cesarea, tomó los términos de Jesús en demanda de perdón (Eusebio, Historia Ecles. II, 23, 16). Por lo demás, ello constituía la aplicación de la enseñanza del Maestro que les había recomendado: "Rezad por los que os persigan" (Mt 5, 44). A la enseñanza, Jesús añadió el ejemplo en el momento supremo de su vida, y sus primeros seguidores siguieron este ejemplo perdonando y pidiendo el perdón divino para sus perseguidores.

7. Pero tenían presente también otro hecho concreto sucedido en el Calvario y que se integra en el mensaje de la cruz como mensaje de perdón. Dice Jesús a un malhechor crucificado con Él: "En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). Es un hecho impresionante, en el que vemos en acción todas las dimensiones de la obra salvífica, que se concreta en el perdón. Aquel malhechor había reconocido su culpabilidad, amonestando a su cómplice y compañero de suplicio, que se mofaba de Jesús: "Nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos"; y había pedido a Jesús poder participar en el reino que Él había anunciado: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42). Consideraba injusta la condena de Jesús: "No ha hecho nada malo". No compartía pues las imprecaciones de su compañero de condena ("Sálvate a ti y a nosotros", Lc 23, 39) y de los demás que, como los jefes del pueblo, decían: "A otros salvó, que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el Elegido" (Lc 23, 35), ni los insultos de los soldados: "Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate" (Lc 23, 37).

El malhechor, por tanto, pidiendo a Jesús que se acordara de él, profesa su fe en el Redentor; en el momento de morir, no sólo acepta su muerte como justa pena al mal realizado, sino que se dirige a Jesús para decirle que pone en Él toda su esperanza.

Esta es la explicación más obvia de aquel episodio narrado por Lucas, en el que el elemento psicológico ―es decir, la transformación de los sentimientos del malhechor―, teniendo como causa inmediata la impresión recibida del ejemplo de Jesús inocente que sufre y muere perdonando, tiene, sin embargo, su verdadera raíz misteriosa en la gracia del Redentor, que "convierte" a este hombre y le otorga el perdón divino. La respuesta de Jesús, en efecto, es inmediata. Promete el paraíso, en su compañía, para ese mismo día al bandido arrepentido y "convertido". Se trata pues de un perdón integral: el que había cometido crímenes y robos ―y por tanto pecados― se convierte en santo en el último momento de su vida.

Se diría que en ese texto de Lucas está documentada la primera canonización de la historia, realizada por Jesús en favor de un malhechor que se dirige a Él en aquel momento dramático. Esto muestra que los hombres pueden obtener, gracias a la cruz de Cristo, el perdón de todas las culpas y también de toda una vida malvada; que pueden obtenerlo también en el último instante, si se rinden a la gracia del Redentor que los convierte y salva.

Las palabras de Jesús al ladrón arrepentido contienen también la promesa de la felicidad perfecta: "Hoy estarás conmigo en el paraíso". El sacrificio redentor obtiene, en efecto, para los hombres la bienaventuranza eterna. Es un don de salvación proporcionado ciertamente al valor del sacrificio, a pesar de la desproporción que parece existir entre la sencilla petición del malhechor y la grandeza de la recompensa. La superación de esta desproporción la realiza el sacrificio de Cristo, que ha merecido la bienaventuranza celestial con el valor infinito de su vida y de su muerte.

El episodio que narra Lucas nos recuerda que "el paraíso" se ofrece a toda la humanidad, a todo hombre que, como el malhechor arrepentido, se abre a la gracia y pone su esperanza en Cristo. Un momento de conversión auténtica, un "momento de gracia", que podemos decir con Santo Tomás, "vale más que todo el universo" (I-II, q. 113, a. 9, ad 2), puede pues saldar las deudas de toda una vida, puede realizar en el hombre ―en cualquier hombre― lo que Jesús asegura a su compañero de suplicio: "Hoy estarás conmigo en el paraíso".


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dirigir mi cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, saludo a los sacerdotes y almas consagradas aquí presentes y les aliento a ser testimonios del amor y del perdón de Dios, como cooperadores en la misión salvífica de Cristo y expresión de su misericordia. Saludo igualmente a los peregrinos de la parroquia de Santa María, de Rosas, y de Castell d’Aro, diócesis de Gerona.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



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