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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 15 de noviembre de 1989

 

Las primeras conversiones, efecto del discurso de Pedro

1. Después de haber referido el primer discurso de Pedro en el día de Pentecostés, el autor de los Hechos nos informa de que los presentes “al oír esto, dijeron con el corazón compungido” (Hch 2, 37). Son palabras elocuentes, que indican la acción del Espíritu Santo en las almas de los que escucharon de Pedro el primer kerygma apostólico, su testimonio acerca de Cristo crucificado y resucitado, su explicación de los hechos extraordinarios acaecidos aquel día. En particular, aquella primera presentación pública del misterio pascual había tocado el centro mismo de las expectativas de los hombres de la antigua Alianza, cuando Pedro había dicho: “Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36).

La venida del Espíritu Santo, que había actuado aquel día, ante todo, en los Apóstoles, ahora actuaba en los oyentes de su mensaje. Las palabras de Pedro habían tocado los corazones, despertando en ellos “la convicción de haber pecado”: el inicio de la conversión.

2. Con el corazón así compungido, “... dijeron a Pedro y a los demás Apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hch 2, 37). La pregunta “¿Qué hemos de hacer?” demuestra la disponibilidad de la voluntad. Era la buena disposición interior de los oyentes de Pedro que, al escuchar su palabra, se habían dado cuenta de que era necesario un cambio en su vida. Se dirigieron a Pedro y también a los demás Apóstoles porque sabían que Pedro había hablado y hablaba también en nombre de ellos, y que por eso “los Once” (es decir, todos los Apóstoles) eran testigos de la misma verdad y habían recibido la misma misión. Es también significativo el hecho de que los llamaron “hermanos” haciéndose eco de Pedro que había hablado con espíritu fraterno en su discurso, en cuya última parte se había dirigido a los presentes con el apelativo de “hermanos”.

3. El mismo Pedro responde ahora la pregunta de los presentes. Es una respuesta muy simple, que se puede muy bien definir lapidaria: “Convertíos” (Hch 2, 38). Con esta exhortación, Jesús de Nazaret había comenzado su misión mesiánica (cf. Mc 1, 15). Ahora Pedro la repite el día de Pentecostés, con el poder del Espíritu de Cristo, que ha venido a él y a los demás Apóstoles.

Es el paso fundamental de la conversión obrada por el Espíritu Santo, como lo he subrayado en la Encíclica Dominum et vivificantem: “Convirtiéndose en ‘luz de los corazones’, es decir, de las conciencias, el Espíritu Santo ‘convence en lo referente al pecado’, o sea hace conocer al hombre su mal (el mal por él cometido) y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien... Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por tanto, la conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados” (n. 42).

4. “Convertíos”, en la boca de Pedro significa: pasad del rechazo de Cristo a la fe en el Resucitado. La crucifixión había sido la expresión definitiva del rechazo de Cristo, sellado por una muerte infame sobre el Gólgota. Ahora el Apóstol exhorta a los que crucificaron a Jesús a la fe en el Resucitado: “Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades” (Hch 2, 24). Pentecostés es ya la confirmación de la resurrección de Cristo.

La exhortación a la conversión implica sobre todo la fe en Cristo-Redentor, pues la resurrección es la revelación de aquel poder divino que, por medio de la crucifixión y muerte de Cristo, realiza la redención del hombre, su liberación del pecado.

Si, mediante las palabras de Pedro, el Espíritu Santo “convence en lo referente al pecado”, lo hace “en virtud de la Redención realizada por la sangre del Hijo del hombre... La Carta a los Hebreos dice que esta ‘sangre purifica nuestra conciencia’ (cf. 9, 14). Esta sangre, pues, por decirlo de algún modo, abre al Espíritu Santo el camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de las conciencias humanas” (Dominum et vivificantem, 42).

A este nivel de profundidad y de interioridad ―nos anuncia y atestigua Pedro en su discurso de Pentecostés― llega la acción del Espíritu Santo en virtud de la redención realizada por Cristo.

5. Pedro completa así su mensaje: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38). Aquí escuchamos el eco de lo que Pedro y los demás Apóstoles oyeron de Jesús después de su resurrección, cuando “abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: ‘Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara... y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén’” (Lc 24, 45-47).

Cumpliendo fielmente lo que Cristo había establecido (cf. Mc 16, 16; Mt 28, 19), Pedro exige no sólo “la conversión”, sino también el bautismo en el nombre de Cristo “para remisión de los pecados” (Hch 2, 38). En efecto, los Apóstoles, el día de Pentecostés, quedaron “llenos del Espíritu Santo” (cf. Hch 2, 4). Por eso, transmitiendo la fe en Cristo Redentor, exhortan al bautismo que es el primer sacramento de esta fe. Puesto que ese bautismo realiza la remisión de los pecados, la fe debe encontrar en el bautismo la propia expresión sacramental para que el hombre se haga partícipe del don del Espíritu Santo.

Este es el camino ordinario, podemos decir, de la conversión y de la gracia. No se excluye que existan también otros caminos, puesto que “el Espíritu sopla donde quiere” (cf. Jn 3, 8) y puede realizar la obra de la salvación mediante la santificación del hombre, incluso fuera del sacramento, cuando éste no es posible. Es el misterio del encuentro entre la gracia divina y el alma humana: baste por ahora sólo haber hecho una alusión, porque volveremos a hablar de ello, si Dios quiere, en las catequesis sobre el bautismo.

6. En la Encíclica Dominum et vivificantem me detuve a analizar la victoria sobre el pecado obtenida por el Espíritu Santo en referencia a la acción de Cristo Redentor. Allí escribí: “El convencer en lo referente al pecado, mediante el misterio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado ―bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés― con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: ‘recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros’. Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que ‘no creyeron’ y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el mayor pecado que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: ‘Seré tu muerte, oh muerte’, como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios ‘vence’ el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al mayor pecado del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres” (n. 31).

Por tanto, ¡la victoria es del amor! Esta es la verdad encerrada en la exhortación de Pedro a la conversión mediante el bautismo.

7. En virtud del amor victorioso de Cristo también la Iglesia nace en el bautismo sacramental por obra del Espíritu Santo el día de Pentecostés, cuando suceden las primeras conversiones a Cristo.

En efecto, leemos que “los que acogieron su Palabra (es decir, la verdad encerrada en las palabras de Pedro) fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas” (Hch 2, 41): es decir, “se unieron” a los que ya con anterioridad habían quedado “llenos del Espíritu Santo”, los Apóstoles. Una vez bautizados “con el agua y con el Espíritu Santo”, se convierten en comunidad “de los hijos adoptivos de Dios” (cf. Rm 8, 15). Como “hijos en el Hijo” (cf. Ef 1, 5) se hacen “uno” en el vínculo de una nueva fraternidad. Mediante la acción del Espíritu Santo se transforman en la Iglesia de Dios.

8. A este respecto, conviene recordar el acontecimiento sucedido a Simón Pedro en el lago de Genesaret. El evangelista Lucas narra que Jesús “dijo a Simón: ‘Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar’. Simón le respondió: ‘Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes’. Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse... y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: ‘Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador’... Jesús dijo a Simón: ‘No temas. Desde ahora serás pescador de hombres’. Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5, 4-8. 10-11).

En aquel acontecimiento-signo se encerraba el anuncio de la futura victoria sobre el pecado mediante la fe, el arrepentimiento y el bautismo, predicados por Pedro en nombre de Cristo. Aquel anuncio se hizo realidad el día de Pentecostés, cuando quedó confirmado por obra del Espíritu Santo. Pedro el pescador y sus compañeros del lago de Genesaret encontraron en esta realidad la expresión pascual del poder de Cristo, y al mismo tiempo el significado de su misión apostólica. Encontraron la realización del anuncio: “Desde ahora serás pescador de hombres”.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, saludo a las Hermanas Franciscanas Misioneras de la Madre del Divino Pastor y a las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación, a quienes aliento a una generosa entrega a Dios y a la Iglesia en fidelidad a su propia vocación religiosa.

Saludo igualmente a la peregrinación de “Rocieros”, que como testimonio de su devoción mariana, han querido venir a Roma, centro de la catolicidad, para orar ante el sepulcro de los Apóstoles. Que vuestro amor a la Santísima Virgen del Rocío, Reina de las marismas, os afiance en vuestra fe cristiana y os impulse a un renovado dinamismo apostólico en la sociedad española. ¡Viva la Blanca Paloma!

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la Bendición Apostólica.



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