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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 3 de abril de 1991

 

El Espíritu Santo, principio de la vida nueva con la abundancia de sus dones

1. El Espíritu Santo, huésped del alma, es la fuente íntima de la vida nueva con la que Cristo vivifica a los que creen en él: una vida según la «ley del Espíritu» que, en virtud de la Redención, prevalece sobre el poder del pecado y de la muerte, que actúa en el hombre después de la caída original. San Pablo mismo se sumerge en este drama del conflicto entre el sentimiento íntimo del bien y la atracción del mal, entre la tendencia de la «mente» a cumplir la ley de Dios y la tiranía de la «carne» que somete al pecado (cf. Rm 7, 14-23). Y exclama: «¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rm 7, 24).

Pero aquí entra la nueva experiencia íntima que corresponde a la verdad revelada sobre la acción redentora de la gracia: «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte...» (Rm 8, 1-2). Es un nuevo régimen de vida inaugurado en los corazones «por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).

2. Toda la vida cristiana se desarrolla en la fe y en la caridad, en la práctica de todas las virtudes, según la acción íntima de este Espíritu renovador, del que procede la gracia que justifica, vivifica y santifica, y con la gracia proceden las nuevas virtudes que constituyen el entramado de la vida sobrenatural. Se trata de la vida que se desarrolla no sólo por las facultades naturales del hombre ―entendimiento, voluntad, sensibilidad―, sino también por las nuevas capacidades adquiridas (superadditae) mediante la gracia, como explica santo Tomás de Aquino (Summa Theol., I-II, q. 62, aa. 1, 3). Ellas dan a la inteligencia la posibilidad de adherirse a Dios-Verdad mediante la fe; al corazón, la posibilidad de amarlo mediante la caridad, que es en el hombre como «una participación del mismo amor divino, el Espíritu Santo» (II-II, q. 23; a. 3, ad. 3); y a todas las potencias del alma y de algún modo también del cuerpo, la posibilidad de participar en la nueva vida con actos dignos de la condición de hombres elevados a la participación de la naturaleza y de la vida de Dios mediante la gracia: «consortes divinae naturae», como dice san Pedro (2 P 1, 4).

Es como un nuevo organismo interior, en el que se manifiesta la ley de la gracia: ley escrita en los corazones, más que en tablas de piedra o en códices de papel; ley a la que san Pablo llama, como hemos visto, «ley del espíritu que da vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2; cf. san Agustín, De spiritu et littera, c. 24: PL 44, 225; santo Tomás, Summa Theol., I-II, q. 106, a 1).

3. En las catequesis anteriores, dedicadas a la influencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, hemos subrayado la multiplicidad de los dones que él concede para el desarrollo de toda la comunidad. La misma multiplicidad se realiza en la vida cristiana personal: todo hombre recibe los dones del Espíritu Santo en la condición existencial concreta en que se halla, en la medida del amor de Dios, del que derivan la vocación, el camino y la historia espiritual de cada uno.

Lo leemos en la narración de Pentecostés, en la que el Espíritu Santo llena a toda la comunidad, pero llena también a cada una de las personas presentes. Efectivamente, mientras del viento, que simboliza el Espíritu, se dice «que llenó toda la casa en la que se encontraban» (Hch 2, 2), de las lenguas de fuego, otro símbolo del Espíritu, se precisa que «se posaron sobre cada uno de ellos» (2, 3). Así, pues, «quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (2, 4). La plenitud se da a cada uno; y esta plenitud implica una multiplicidad de dones para todos los aspectos de la vida personal.

Entre estos dones, queremos recordar e ilustrar brevemente aquí los que en el catecismo, así como en la tradición teológica, suelen llamarse dones del Espíritu Santo. Es verdad que todo es don, tanto en el orden de la gracia como en el de la naturaleza y, más en general, en toda la creación. Pero el nombre de dones del Espíritu Santo, en el lenguaje teológico y catequético, se reserva a las energías exquisitamente divinas que el Espíritu Santo infunde en el alma para perfeccionamiento de las virtudes sobrenaturales, con el fin de dar al espíritu humano la capacidad de actuar de modo divino (cf. Summa Theol. I-II, q. 68, aa. 1, 6).

4. Hay que decir que una primera descripción y enumeración de dones se halla en el Antiguo Testamento, y precisamente en el libro de Isaías, en el que el profeta atribuye al rey mesiánico «espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de conocimiento y temor del Señor», y luego nombra dos veces el sexto don diciendo que el rey «le inspirará en el temor de Yahveh» (Is 11, 2-3).

En la versión griega de los Setenta y en la Vulgata latina de san Jerónimo se evita la repetición; en el sexto don se ha puesto «piedad» en vez de «temor de Dios», de forma que el oráculo termina con estas palabras: «Espíritu de ciencia y de piedad, y será lleno del espíritu de temor del Señor» (v. 2-3). Pero se puede decir que el desdoblamiento del temor y de la piedad, cercano a la tradición bíblica sobre las virtudes de los grandes personajes del Antiguo Testamento, en la tradición teológica, litúrgica y catequética cristiana, se convierte en una relectura más plena de la profecía, aplicada al Mesías, y en un enriquecimiento de su sentido literal. Jesús mismo, en la sinagoga de Nazaret, se aplica a sí mismo otro texto mesiánico de Isaías (61, 1): «el Espíritu del Señor sobre mí...» (Lc 4, 18), que corresponde al comienzo del oráculo que acabamos de citar, inicio que dice así: «reposará sobre él el espíritu de Yahveh» (Is 11, 2). Según la tradición recogida por santo Tomás, los dones del Espíritu Santo «los nombra la Escritura como existieron en Cristo según el texto de Isaías», pero se hallan, por derivación de Cristo, en el alma cristiana (cf. I-II, q. 68, a. 1).

Las referencias bíblicas que acabamos de hacer se compararon con las actitudes fundamentales del alma humana, consideradas a la luz de la elevación sobrenatural y de las mismas virtudes infusas. Así, se desarrolló la teología medieval de los siete dones, que aún sin presentar un carácter dogmático absoluto y, por tanto, sin pretender ofrecer un número limitado de los dones ni de las categorías específicas en las que se pueden distribuir, tuvo y sigue teniendo una gran utilidad, tanto para la comprensión de la multiplicidad de los mismos dones en Cristo y en los santos, como cauce para el buen ordenamiento de la vida espiritual.

5. Santo Tomás (cf. I-II, q. 68, a. 4, 7) y los demás teólogos y catequistas han sacado del mismo texto de Isaías la indicación para una distribución de los dones con miras a la vida espiritual, proponiendo una ilustración de ellos que aquí sólo podemos sintetizar:

1) Ante todo, está el Don de sabiduría, mediante el cual el Espíritu Santo ilumina la inteligencia, haciéndole conocer «las razones supremas» de la revelación y de la vida espiritual y formando en ella un juicio sano y recto sobre la fe y la conducta cristiana: de hombre «espiritual» (pneumaticòs), diría san Pablo, y no sólo «natural» (psychicòs) o incluso «carnal» (cf. 1 Co 2, 14-15; Rm 7, 14).

2) Está también el Don de inteligencia como agudeza especial, dada por el Espíritu para intuir la palabra de Dios en su profundidad y sublimidad.

3) El Don de ciencia es la capacidad sobrenatural de ver y determinar con exactitud el contenido de la revelación y de la distinción entre las cosas y Dios en el conocimiento del universo.

4) Con el Don de consejo el Espíritu Santo da una habilidad sobrenatural para regularse en la vida personal por lo que se refiere a la realización de acciones arduas y en las opciones difíciles que hay que tomar, así como en el gobierno y en la guía de los demás.

5) Con el Don de fortaleza el Espíritu Santo sostiene la voluntad y la hace pronta, activa y perseverante para afrontar las dificultades y sufrimientos, incluso extremos, como acontece sobre todo en el martirio: en el de sangre, pero también en el del corazón y en el de la enfermedad o la debilidad.

6) Mediante el Don de piedad el Espíritu Santo orienta el corazón del hombre hacia Dios con sentimientos, afectos, pensamientos, oraciones que expresan la filiación con respecto al Padre que Cristo ha revelado. Hace penetrar y asimilar el misterio del «Dios con nosotros», especialmente en la unión con Cristo, Verbo encarnado, en las relaciones filiales con la bienaventurada Virgen María, en la compañía de los ángeles y santos del cielo, y en la comunión con la Iglesia.

7) Con el Don del temor de Dios el Espíritu Santo infunde en el alma cristiana un sentido de profundo respeto por la ley de Dios y los imperativos que se derivan de ella para la conducta cristiana, liberándola de las tentaciones del «temor servil» y enriqueciéndola, por el contrario, con el «temor filial», empapado de amor.

6. Esta doctrina sobre los Dones del Espíritu Santo es para nosotros un magisterio de vida espiritual utilísimo para orientarnos a nosotros mismos y para educar a los hermanos ―a quienes tenemos la responsabilidad de formar― en un diálogo incesante con el Espíritu Santo y en un abandono confiado y amoroso en su guía. Está vinculada y se puede referir siempre al texto mesiánico de Isaías que, aplicado a Jesús, habla de la grandeza de su perfección y, aplicado al alma cristiana, marca los momentos fundamentales del dinamismo de su vida interior: comprender (sabiduría, ciencia e inteligencia), decidir (consejo y fortaleza) permanecer y crecer en la relación personal con Dios, tanto en la vida de oración como en la buena conducta según el Evangelio (piedad, temor de Dios).

Por eso, es de fundamental importancia sintonizar con el eterno Espíritu-Don, tal como nos lo da a conocer la revelación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: un único infinito Amor, que se nos comunica mediante una multiplicidad y variedad de manifestaciones y donaciones, en armonía con la economía general de la creación.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los numerosos grupos de peregrinos de lengua española, procedentes de España y de América Latina, especialmente a los de jóvenes y a los parroquiales. De modo particular saludo a las Religiosas del Instituto Catequista Dolores Sopeña; a los feligreses de la Parroquia Castrense-Diocesana de San Francisco, de San Fernando (Cádiz-España); al grupo de la Obra de Ejercicios Espirituales de Navarra, así como al grupo de estudiantes del Liceo Monterrey, de México. Que la alegría que nos trae Cristo resucitado llene todo vuestro ser y os ayude a ser siempre testigos de su acción salvífica en el mundo.

Al agradecer a todos vuestra presencia aquí os imparto con afecto la bendición apostólica.



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