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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 6 de octubre de 1993

 

El diaconado, en la comunión ministerial y jerárquica de la Iglesia

(Lectura:
capítulo 22 del evangelio de san Lucas, versículos 24-27)

 

1. Además de los presbíteros, hay en la Iglesia otra clase de ministros con oficios y carismas específicos, como recuerda el concilio de Trento cuando trata del sacramento del orden: "En la Iglesia católica existe una jerarquía, instituida por ordenación divina, que consta de obispos presbíteros y ministros" (DS, 1776). Ya en los libros del Nuevo Testamento se atestigua la presencia de ministros, los diaconi, que van constituyendo poco a poco una clase distinta de los presbiteri y de los episcopi. Basta recordar aquí que Pablo dirige su saludo a los episcopi y a los diaconi de Filipos (cf. Flp 1,1). La primera carta a Timoteo enumera las cualidades que deben poseer los diáconos, y recomienda probarlos antes de encomendarles sus funciones: deben tener una conducta digna y honrada, ser fieles en el matrimonio, educar bien a sus hijos, dirigir bien su casa y guardar "el misterio de la fe con una conciencia pura" (cf. 1 Tm 3, 8-13).

En los Hechos de los Apóstoles (6, 1-6) se habla de siete ministros para el servicio de las mesas. Aunque de este texto no se deduce claramente que se tratara de una ordenación sacramental de los diáconos, una larga tradición ha interpretado ese episodio como el primer testimonio de la institución del diaconado. A finales del siglo I o a comienzos del II, el lugar del diácono ya está bien establecido, por lo menos en algunas Iglesias, como un grado de la jerarquía ministerial.

2. Es importante, especialmente, el testimonio de san Ignacio de Antioquía, para quien la comunidad cristiana vive bajo la autoridad de un obispo, rodeado de presbíteros y diáconos: "Hay una sola Eucaristía, una sola carne del Señor, un solo cáliz, un solo altar, como hay también un solo obispo con el colegio de los presbíteros y los diáconos, compañeros de servicio" (Ad Philad., 4, 1). En las cartas de Ignacio se cita siempre a los diáconos como grado inferior en la jerarquía ministerial: se elogia al diácono por el hecho "de estar sometido al obispo como a la gracia de Dios, y al presbítero como a la ley de Jesucristo" (Ad Magnes., 2). Sin embargo, Ignacio subraya la grandeza del ministerio del diácono, porque es "el ministerio de Jesucristo, que estaba junto al Padre antes de los siglos y se ha revelado al fin de los tiempos" (Ad Magnes., 6, 1). Como "ministros de los misterios de Jesucristo", es necesario que los diáconos "en cualquier caso, sean del agrado de todos" (Ad Trall., 2, 3). Cuando Ignacio recomienda a los cristianos la obediencia al obispo y a los sacerdotes, agrega: "Respetad a los diáconos como un mandamiento de Dios" (Ad Smyrn., 8, 1).

Hallamos otros testimonios en san Policarpo de Esmirna (Ad Phil., 5, 2), san Justino (Apol., I, 65, 5; 67, 5), Tertuliano (De Bapt., 17, 1), san Cipriano (Epist. 15 y 16) y también en san Agustín (De cat. rud., I, c. 1, 1).

3. Durante los primeros siglos el diácono desempeñaba funciones litúrgicas. En la celebración eucarística leía o cantaba la epístola y el evangelio; entregaba al celebrante la ofrenda de los fieles; distribuía la comunión y la llevaba a los ausentes; velaba por el orden de las ceremonias y, al final, despedía a la asamblea. Además preparaba a los catecúmenos para el bautismo y los instruía, y asistía al sacerdote en la administración de este sacramento. En ciertas circunstancias, él mismo bautizaba y predicaba. Participaba, asimismo, en la administración de los bienes eclesiásticos; se ocupaba del servicio a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, y de la asistencia a los prisioneros.

En los testimonios de la Tradición puede apreciarse la distinción entre las funciones del diácono y las del sacerdote. Por ejemplo, san Hipólito (siglo II-III) afirma que el diácono recibe la ordenación "no para el sacerdocio, sino para el servicio al obispo, para hacer lo que él ordene" (SCh, 11, p. 39. Cf. Constitutiones Aegypt., III, 2: ed. Funk, Didascalia, p. 103); Statuta Ecclesiae Ant., 37-41: Mansi 3, 954). De hecho, según el pensamiento y la práctica de la Iglesia, el diaconado pertenece al sacramento del orden, pero no forma parte del sacerdocio y no implica funciones propiamente sacerdotales.

4. En Occidente, como es sabido, con el pasar del tiempo el presbiterado fue cobrando una importancia casi exclusiva con respecto al diaconado, que de hecho se redujo a un grado en el camino al sacerdocio. Éste no es el lugar para repasar su camino histórico y explicar las razones de esos cambios. Pero, basándose en la antigua doctrina, hay que subrayar que en nuestro siglo, en el ámbito teológico y pastoral, se ha tomado cada vez mayor conciencia de la importancia del diaconado para la Iglesia y, por tanto, de la conveniencia de restablecerlo como orden y estado de vida permanente. También el Papa Pío XII se refirió a ello en la alocución que dirigió al segundo congreso mundial del apostolado de los laicos (5 de octubre de 1957): a pesar de haber afirmado que la idea de volver a introducir el diaconado como función distinta del sacerdocio no estaba aún madura en ese momento, dijo que podía llegar a madurar y que, en todo caso, el diaconado se colocaría en el marco del ministerio Jerárquico fijado por la tradición más antigua (cf. Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santita Pio XII, vol. XIX, p. 458).

La maduración tuvo lugar con el concilio ecuménico Vaticano II, que analizó las propuestas de los años anteriores y decidió su restablecimiento (cf. Lumen gentium, 29).

El Papa Pablo VI lo realizó, regulando canónica y litúrgicamente todo lo concerniente a ese orden (cf. Sacram diaconatus ordinem: 18 de junio de 1967; Pontificalis Romani recognitio: 17 de junio de 1968; Ad pascendum: 15 de agosto de 1972).

5. En dos razones se fundaban principalmente las propuestas de los teólogos y las decisiones conciliares y papales. Ante todo, la conveniencia de que ciertos servicios de caridad, llevados a cabo de manera permanente por laicos conscientes de dedicarse a la misión evangélica de la Iglesia, se concretaran en una forma reconocida en virtud de una consagración oficial. En segundo lugar, la necesidad de suplir la escasez de presbíteros, además de aliviarlos de muchas tareas que no estaban relacionadas directamente con su ministerio pastoral. También había quien veía en el diaconado permanente una especie de puente entre pastores y fieles.

Es evidente que, a través de esas motivaciones ligadas a las circunstancias históricas y a las perspectivas pastorales, actuaba misteriosamente el Espíritu Santo, protagonista de la vida de la Iglesia, llevando a una nueva realización del cuadro completo de la jerarquía, compuesta tradicionalmente por obispos, sacerdotes y diáconos. De esta manera se promovía una revitalización de las comunidades cristianas, que se asemejaban más a las que habían salido de las manos de los Apóstoles y que habían florecido durante los primeros siglos, siempre bajo el impulso del Paráclito, como testimonien los Hechos.

6. A la hora de decidir el restablecimiento del diaconado permanente influyó notablemente la necesidad de una presencia mayor y más directa de ministros de la Iglesia en los diversos ambientes: familia, trabajo, escuela, etc., además de en las estructuras pastorales constituidas. Esto explica, entre otras cosas, por qué el Concilio, sin renunciar totalmente al ideal del celibato también para los diáconos, admitió que ese orden sagrado pudiera conferirse a "varones de edad madura, incluso casados". Era una línea prudente y realista, elegida por motivos que puede intuir con facilidad cualquier persona que tenga experiencia de la condición de las diferentes edades y de la situación concreta de las diversas personas según el grado de madurez alcanzado. Por esta misma razón, a fin de aplicar las disposiciones del Concilio, se estableció que para conferir el diaconado a hombres casados debían cumplirse ciertas condiciones: edad no inferior a 35 años, consentimiento de la esposa, buena conducta, buena reputación y adecuada preparación doctrinal y pastoral adquirida en institutos o bajo la dirección de sacerdotes elegidos especialmente para este fin (cf. Pablo VI, Sacrum diaconatus ordinem, 11-15: Ench. Vat., II, 1381-1385).

7. Hay que notar sin embargo, que el Concilio ha conservado el ideal de un diaconado accesible a los jóvenes que quieran entregarse totalmente al Señor, incluso mediante el compromiso del celibato. Se trata de un camino de perfección evangélica, que pueden comprender, elegir y amar hombres generosos y deseosos de servir al reino de Dios en el mundo sin llegar al sacerdocio, al que no se sienten llamados, pero a través de una consagración que garantice e institucionalice su peculiar servicio a la Iglesia mediante el otorgamiento de la gracia sacramental. Hoy hay muchos de estos jóvenes. Para ellos se han dado algunas disposiciones, como las que exigen para la ordenación al diaconado una edad no inferior a 25 años y un período de formación, que dure al menos tres años, en un instituto especial, "donde se les ponga a prueba, se les eduque para vivir una vida verdaderamente evangélica y se les prepare para desempeñar con provecho sus funciones específicas" (cf. ib., 59: Ench. Vat., II, 1375-1379). Esas disposiciones reflejan la importancia que la Iglesia atribuye al diaconado, así como su deseo de que esta ordenación se realice después de haberlo sopesado todo y sobre bases seguras. Pero se trata, además, de manifestaciones del ideal antiguo y siempre nuevo de consagración de sí mismos al reino de Dios que la Iglesia toma del Evangelio y eleva como un estandarte, especialmente ante los jóvenes, también en nuestra época.

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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas,

Me es grato saludar a todos los peregrinos de lengua española.

En particular, al grupo de los Hermanos Maristas, a las Comunidades neocatecumenales de Santo Domingo, a las parroquias de Costa Rica y México, así como a los profesores de la Universidad Tecnológica de Córdoba (Argentina); de España, a los miembros de la Asociación para el Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia y a  los peregrinos de Pontevedra. A todos os aliento a hacer de vuestra vida un servicio a los hermanos y a dar testimonio de la fe en medio de la sociedad.



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