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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de abril de 1994

 

Dignidad y apostolado de los que sufren

(Lectura:
2da. carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 4,
versículos 16 y siguientes)

1. La realidad del sufrimiento está desde siempre ante los ojos y, a menudo, en el cuerpo, en el alma y en el corazón de cada uno de nosotros. Fuera del área de la fe, el dolor ha constituido siempre el gran enigma de la existencia humana. Pero desde que Jesús, con su pasión y muerte, redimió al mundo, se abrió una nueva perspectiva: mediante el sufrimiento se puede progresar en la entrega y alcanzar el grado más elevado del amor (cf. Jn 13, 1), gracias a aquel que «nos amó y se entregó por nosotros» (Ef 5, 2). Como participación en el misterio de la cruz, el sufrimiento puede ahora aceptarse y vivirse como colaboración en la misión salvífica de Cristo. El concilio Vaticano II afirmó esta convicción de la Iglesia sobre la unión especial que tienen con Cristo paciente por la salvación del mundo todos los que se encuentran atribulados ú oprimidos (cf. Lumen gentium, 41)

Jesús mismo, al proclamar las bienaventuranzas, tuvo en cuenta todas las manifestaciones del sufrimiento humano: los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son despreciados por la sociedad o son perseguidos injustamente. También nosotros, al contemplar el mundo, descubrimos mucha miseria, con múltiples formas, antiguas y nuevas: los signos del sufrimiento se ven por doquier. Por eso, hablemos de ellos en esta catequesis, tratando de descubrir mejor el plan de Dios que guía a la humanidad por un camino tan doloroso y el valor salvífico que el sufrimiento, al igual que el trabajo, tiene para la humanidad entera.

2. En la cruz se manifestó a los cristianos el «evangelio del sufrimiento» (Salvifici doloris, 25). Jesús reconoció en su sacrificio el camino establecido por el Padre para la redención de la humanidad, y lo recorrió. También anunció a sus discípulos que se asociarían a ese sacrificio: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará» (Jn 16, 20). Pero esa predicción no queda aislada, no se agota en sí misma, porque se completa con el anuncio de que el dolor se transformará en gozo: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16, 20). En la perspectiva redentora, la pasión de Cristo se orienta hacia la Resurrección. Así pues, también los están asociados al misterio de la cruz, para participar, con gozo, en el misterio de la Resurrección.

3. Por este motivo, Jesús no duda en proclamar la bienaventuranza de los que sufren: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados... Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 5. 10-12). Sólo se puede entender esta bienaventuranza si se admite que la vida humana no se limita al tiempo de la permanencia en la tierra, sino que se proyecta hacia el gozo perfecto y la plenitud de vida en el más allá. El sufrimiento terreno, cuando se acepta con amor, es como una fruta amarga que encierra la semilla de la vida nueva, el tesoro de la gloria divina que será concedida al hombre en la eternidad. Aunque el espectáculo de un mundo lleno de males y enfermedades de todo tipo es con frecuencia muy lastimoso, en él se esconde la esperanza de un mundo superior de caridad y de gracia. Se trata de una esperanza, que se funda en la promesa de Cristo. Apoyados en ella, los que sufren unidos a él en la fe experimentan ya en esta vida un gozo que puede parecer humanamente inexplicable. En efecto, el cielo comienza en la tierra; la bienaventuranza, por decir así, es anticipada en las bienaventuranzas. «En las personas santas ―decía santo Tomás de Aquino― se da un comienzo de la vida bienaventurada» (Summa Theol., I-II, q. 69, a. 2; cf. II-II; q. 8, a. 7).

4. Otro principio fundamental de la fe cristiana es la fecundidad del sufrimiento y, por tanto, la invitación, hecha a todos los que sufren, a unirse a la ofrenda redentora de Cristo. El sufrimiento se convierte así en ofrenda, en oblación: como aconteció y acontece en tantas almas santas. Especialmente los que se hallan oprimidos por sufrimientos morales, que pudieran parecer absurdos, encuentran en los sufrimientos morales de Jesús el sentido de sus pruebas, y entran con él en Getsemaní. En él encuentran la fuerza para aceptar el dolor con santo abandono y confiada obediencia a la voluntad del Padre. Y sienten que brota en su corazón la oración de Getsemaní: «No sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36). Se identifican místicamente con el deseo de Jesús en el momento de su detención: «La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?» (Jn 18, 11). En Cristo encuentran también el valor para ofrecer sus dolores por la salvación de todos los hombres, pues ven en la ofrenda del Calvario la fecundidad misteriosa de todo sacrificio, según el principio enunciado por Jesús: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).

5. La enseñanza de Jesús es confirmada por el apóstol Pablo, que tenía una conciencia muy viva de que en su vida debía participar en la pasión de Cristo y de que así podía contribuir al bien de la comunidad cristiana. Gracias a la unión con Cristo en el sufrimiento, podía decir que completaba en sí mismo lo que faltaba a los padecimientos de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 24). Convencido de la fecundidad de su unión con la pasión redentora, afirmaba: «la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida» (2 Co 4, 12). A san Pablo no lo desalentaban las tribulaciones de su vida de apóstol; al contrario, afianzaban su esperanza y su confianza, porque sabía que la pasión de Cristo era manantial de vida: «Así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación. Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra» (2 Co 1, 5-6). Contemplando ese modelo, los discípulos de Cristo comprenden mejor la lección del Maestro, la vocación a la cruz, con vistas al pleno desarrollo de la vida de Cristo en su existencia personal y de la misteriosa fecundidad en beneficio de la Iglesia.

6. Los . discípulos de Cristo tienen el privilegio de entender el evangelio del sufrimiento, que ha tenido un valor salvífico, al menos implícito, en todos los tiempos, porque «a través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial» (Salvifici doloris, 26). Quien sigue a Cristo, quien acepta la teología del dolor de san Pablo, sabe que al sufrimiento va unida una gracia preciosa, un favor divino, aunque se trate de una gracia que para nosotros sigue siendo un misterio, porque se esconde bajo las apariencias de un destino doloroso. Ciertamente, no es fácil descubrir en el sufrimiento el auténtico amor divino, que, mediante el sufrimiento aceptado, quiere elevar la vida humana al nivel del amor salvífico de Cristo. Ahora bien, la fe nos lleva a aceptar este misterio y, a pesar de todo, infunde paz y alegría en el alma de quien sufre. A veces se llega a decir, con san Pablo: «Estoy llenó de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2 Co 7, 4).

7. Quien revive el espíritu de oblación de Cristo es impulsado a imitarlo también en la ayuda a los demás que sufren. Jesús alivió los innumerables sufrimientos humanos que lo rodeaban. Es un modelo perfecto también en esto. Asimismo, nos dio el mandamiento del amor mutuo, que implica la compasión y la ayuda recíproca. En la parábola del buen samaritano, Jesús enseña la iniciativa generosa en favor de los que sufren, y reveló su presencia en todos los que padecen necesidad y dolor, pues todo acto de caridad hacia los que sufren es hecho a Cristo mismo (cf. Mt 25, 35-40).

A todos los que me escucháis quisiera dejaros como conclusión las palabras de Jesús: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Eso significa que el sufrimiento, destinado a santificar a los que sufren, también está destinado a santificar a los que les proporcionan ayuda y consuelo. Estamos siempre en el centro del misterio de la cruz salvífica.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato dar mi cordial bienvenida a todos los visitantes de lengua española; en particular al Señor Obispo de San Justo (Argentina), Monsenor Jorge Meinvielle, y a sus diocesanos.

Deseo saludar también a los peregrinos de Panamá, Ecuador y Estados Unidos. De España, saludo con afecto al grupo de sacerdotes que realizan un curso de formación permanente en el Colegio Español.

Saludo igualmente a las Hermanas de María Reparadora y al Colegio de la Purísima de Alcira.

A todos os exhorto a ser portadores de esperanza y consuelo para los que sufren, a la vez que os imparto mi bendición apostólica.



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