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MISA CRISMAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Jueves Santo 12 de abril de 1979

 

1. Hoy, en el umbral de este triduo sagrado, deseamos profesar, de modo particular, nuestra fe en Cristo, en Aquel cuya pasión debemos renovar, en el espíritu de la Iglesia, para que todos dirijan "la mirada al que traspasaron" (Jn 19, 37), y la generación actual de los habitantes de la tierra llore sobre El (cf. Lc 23, 27).

He aquí a Cristo: en el que viene Dios a la humanidad como Señor de la historia: "Yo soy el alfa y la omega..., el que es, el que era, el que viene" (Ap 1, 8).

He aquí a Cristo "que me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20), Cristo que vino para obtenernos "con su propia sangre... una redención eterna" (Heb 9, 12).

Cristo: el "Ungido", el Mesías.

Una vez, Israel, en la víspera de la liberación de la esclavitud de Egipto, signó las puertas de las casas con la sangre del cordero (cf. Ex 12, 1-14). He aquí que el Cordero de Dios está entre nosotros, Aquel a quien el mismo Padre ha ungido con poder y con el Espíritu Santo, y ha enviado al mundo (cf. Jn 1, 29; Act 10, 36-38).

Cristo: el "Ungido", el Mesías.

Durante estos días, con la fuerza de la unción del Espíritu Santo, con la fuerza de la plenitud de la santidad que hay en El, y sólo en El, clamará a Dios "con gran voz" (Lc 23, 46), voz de humillación, de anonadamiento, de cruz: "Señor, fortaleza mía, mi roca, mi ciudadela, mi libertador; mi Dios, mi roca, a quien me acojo; mi escudo, mi fuerza salvadora, mi asilo" (Sal 17 [18], 2 y s.).

Así clamará por sí y por nosotros.

2. Celebramos hoy la liturgia del crisma, mediante el cual la Iglesia quiere renovar, en los umbrales de estos días santos, el signo de la fuerza del Espíritu que ha recibido de su Redentor y Esposo.

Esta fuerza del Espíritu: gracia y santidad, que hay en El, es participada, al precio de la pasión y muerte, por los hombres mediante los sacramentos de la fe. Así se construye continuamente el Pueblo de Dios, como enseña el Concilio Vaticano II: "...los fieles, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, con la abnegación y la caridad operante" (Lumen gentium, 10).

Con este óleo sagrado, óleo de los catecúmenos, serán ungidos los catecúmenos durante el bautismo, para poder ser ungidos después con el santo crisma. Recibirán esta unción por segunda vez en el sacramento de la confirmación. La recibirán también —si fueren llamados a esto—. Durante la ordenación, los diáconos, presbíteros, obispos. En el sacramento de los enfermos, todos los enfermos recibirán la unción con el óleo de los enfermos (cf. Sant 5, 14).

Queremos preparar hoy a la Iglesia para el nuevo año de gracia, para la administración de los sacramentos de la fe, que tienen su centro en la Eucaristía. Todos los sacramentos, los que tienen el signo de la unción, y los que se administran sin este signo, como la penitencia y el matrimonio, significan una participación eficaz en la fuerza de Aquel a quien el mismo Padre había ungido y enviado al mundo (cf. Lc 4, 18).

Celebramos hoy, Jueves Santo, la liturgia de esta fuerza, que alcanzó su plenitud en las debilidades del Viernes Santo, en los tormentos de su pasión y agonía, porque, mediante todo esto, Cristo nos ha merecido la gracia: "Con vosotros sean la gracia y la paz... de Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra" (Ap 1, 4. 5).

3. A través de su abandono en el Padre, a través de la obediencia hasta la muerte, nos ha hecho también "reyes y sacerdotes" (Ap 1, 6).

Lo proclamó el día solemne en que compartió con los Apóstoles el pan y el vino, como su Cuerpo y Sangre para la salvación del mundo. Precisamente hoy estamos llamados a vivir este día: fiesta de los sacerdotes. Hoy hablan de nuevo a nuestros corazones los misterios del Cenáculo, donde Cristo, en la primera Eucaristía, dijo: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19), instituyendo así el sacramento del sacerdocio. Y he aquí que se cumplió lo que mucho tiempo antes- había dicho el Profeta Isaías: "Vosotros seréis llamados sacerdotes del Señor, y nombrados ministros de nuestro Dios" (Is 61, 6).

Hoy sentimos el deseo vivísimo de encontrarnos junto al altar para esta concelebración eucarística y dar gracias por el don particular que el Señor nos ha conferido. Conscientes de la grandeza de esta gracia, deseamos además renovar las promesas que cada uno de nosotros hizo el día de la propia ordenación, poniéndolas en las manos del obispo. Al renovarlas, pidamos la gracia de la fidelidad y de la perseverancia. Pidamos también que la gracia de la vocación sacerdotal caiga sobre el terreno de muchas almas juveniles, y que allí eche raíces como semilla que da fruto centuplicado (cf. Lc 8, 8).

Como está previsto, hacen hoy lo mismo los obispos en sus catedrales en todo el mundo juntamente con los sacerdotes renuevan las promesas hechas el día de la ordenación. Unámonos a ellos más ardientemente aún mediante la fraternidad en la fe y en la vocación, que hemos sacado del cenáculo como herencia transmitida por los Apóstoles.

Perseveremos en esta gran comunidad sacerdotal, como siervos del Pueblo de Dios, como discípulos y amantes de los que se ha hecho obediente hasta la muerte, que no ha venido al mundo para ser servido, sino para servir (cf. Mt 20, 28).

 



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