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SANTA MISA EN LA IGLESIA DE NUESTRA SEÑORA DEL LAGO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Castelgandolfo
Domingo 2 de septiembre de 1979

 

Queridísimos fieles:

El día de la solemnidad de la Asunción de María Santísima de 1977, vuestra parroquia estaba toda de fiesta: el Papa Pablo VI venía con gran gozo a celebrar la santa Misa en esta iglesia del Lago, que él quiso hacer erigir aquí, en estas riberas, para bien de los fieles residentes y de los turistas. Era la realización de un vivo deseo suyo, nacido de su afán pastoral. Y así podemos decir que también esta iglesia, como toda su infatigable obra doctrinal, disciplinar, diplomática, demuestra de modo convincente que Pablo VI tuvo única y constantemente una intención pastoral, tanto en general para la Iglesia universal y para la humanidad, como en particular para Roma, para la diócesis de Albano y para esta ciudad de Castelgandolfo, su residencia veraniega.

Por esto me encuentro aquí con vosotros esta mañana, ante todo para honrar una vez más a la persona de mi amado predecesor y para agradecerle todo el bien que ha realizado en medio de tantas dificultades y exigencias, y además para encontrarme personalmente con vosotros en torno al altar del Señor en esta iglesia nueva y moderna.

Recibid, por tanto, mi saludo cordial, que nace del afecto que siento por vosotros, porque también yo formo parte de esta comunidad durante los meses de verano; saludo que gustosamente hago extensivo también a los enfermos, a las personas ancianas y a todos los que no están presentes. Con vosotros dirijo mi agradecido pensamiento de modo especial al obispo, mons. Gaetano Bonicelli, al párroco, a sus colaboradores y a todas las autoridades que han querido participar en este encuentro de fe y de oración. Hoy la liturgia nos propone un tema muy importante e interesante: la vida moral del cristiano. Es un tema de valor esencial, especialmente hoy en la sociedad moderna.

1. El cristiano sabe que el fin de la vida es la felicidad.

En efecto, la razón y la revelación afirman categóricamente que ni el universo ni el hombre son autosuficientes y autónomos. La gran filosofía perenne demuestra la necesidad absoluta de un Primer Principio, increado e infinito, Creador y Señor del universo y del hombre. Y la revelación de Cristo, Verbo encarnarlo, nos habla de Dios que es Padre, Amor, Santísima Trinidad.

Surge inmediatamente la pregunta: ¿para qué nos ha creado Dios?

Y la respuesta es metafísicamente segura: Dios ha creado al hombre para hacerle partícipe de su felicidad. El bien es difusivo; y Dios, que es la felicidad absoluta y perfecta, ha creado al hombre sólo para sí mismo, es decir, para la felicidad. Una felicidad gozada va en parte durante el período de la vida terrena, y luego totalmente en el más allá, en el Paraíso.

Recordemos lo que dijo Jesús a los Apóstoles: `"Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (Jn 15, 11).

Recordemos también lo que San Pablo escribía a los romanos: "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rom 8, 18). Así San Juan deseaba que la alegría de los cristianos fuese perfecta (cf. 1 Jn 1, 4). Si la mentalidad moderna duda y vacila en hallar el significado último de por qué debemos nacer, vivir y morir después de experiencias tan dramáticas y dolorosas, he aquí que Jesús viene a iluminarnos y asegurarnos sobre el verdadero sentido de la vida: "Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida" (Jn 8, 12).

Jesús nos asegura que el hombre ha nacido para la felicidad, porque es criatura de Dios, felicidad infinita.

2. El cristiano conoce el camino para alcanzar la felicidad.

Una vez comprobado el fin de la vida, permanece el problema de lograrlo, o sea, de no equivocar el camino, de conquistar verdaderamente la felicidad que constituye el anhelo y el tormento del hombre. Y Dios, que es bondad y sabiduría infinita, no podía dejar al hombre en poder de las dudas y de las pasiones que lo perturban.

Efectivamente, el Señor ha indicado el camino seguro para el logro de la felicidad en la ley moral, expresión de su voluntad creadora y salvífica, o sea en los diez mandamientos, inscritos en la conciencia de cada hombre, históricamente manifestados al pueblo israelita y perfeccionados por el mensaje evangélico.

Lo que Moisés decía al pueblo elegido vale para todos los hombres: "Guardadlos y ponedlos por obra, pues en ellos están vuestra sabiduría y vuestro entendimiento a los ojos de los pueblos" (Dt 4, 6).

Y Jesús recalca: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos.:. El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama" (Jn 14, 15. 21).

San Juan en su carta advierte además que el amor de Dios, fuente y garantía de la felicidad verdadera, no es vago, sentimental, sino concreto y comprometido: "Pues éste es el amor de Dios. que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pesados" (1 Jn 5, 3). El que consciente y deliberadamente quebranta la ley de Dios, va inexorablemente hacia la infelicidad. Pero el cristiano posee, en cambio, el secreto de la felicidad.

Pablo VI decía con palabras sabias: "Si yo soy cristiano, poseo la clave interpretativa de la auténtica vida, la fortuna suprema, el bien superior, el primer grado de la verdadera existencia, mi intangible dignidad, mi libertad inviolable" (Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1972, pág. 117).

3. Finalmente, el cristiano camina con Cristo hacia la felicidad.

Santiago en su carta exhorta a caminar con valentía y diligencia por este camino de la felicidad. "Recibid con mansedumbre la palabra injerta en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Ponedla en práctica y no os contentéis sólo con oírla, que os engañaría" (Sant 1, 21-22).

Y Jesús insiste sobre la coherencia cristiana: no bastan las afirmaciones y las ceremonias externas, es necesaria la vida coherente, "la religión pura e inmaculada" (Sant 1, 27), la práctica de la ley moral.

¡No es fácil caminar hacia la felicidad!

Jesús mismo nos advierte: "¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán pocos dan con ella" (Mt 7,14). Pero ¡qué horizontes abre este camino! ¡El cristiano se hace partícipe de la misma vida trinitaria, mediante la gracia; tiene un modelo en Jesús, una fuerza en su presencia, y en la lucha cotidiana para observar la ley moral se nutre del Pan Eucarístico, se alimenta de la oración, se abandona confiadamente en los brazos de Cristo, maestro y amigo!

El camino hacia la felicidad, aun cuando sea alguna vez fatigoso y difícil, se convierte entonces en un acto constante de amor a Cristo, que nos acompaña y nos espera.

Queridísimos fieles:

Recorred también vosotros con valentía y amor este camino hacia la felicidad y sed ejemplo para el mundo que, cerrando los ojos a la luz de la verdad se encuentra a veces perdido como en un dramático laberinto.

Pablo VI, en aquel jubiloso domingo, que recordé al principio, viendo aproximarse el umbral del más allá, tomaba ocasión para saludaros a todos y confiaros a María Santísima: "Sed bendecidos en el nombre de María". Así terminaba su conmovida homilía. En recuerdo suyo y con su enseñanza, también yo os bendigo, confiándoos a María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia.

 



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