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SANTA MISA PARA LOS PONTIFICIOS ATENEOS ROMANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Altar de la Confesión, Basílica de San Pedro
Martes 21 de octubre de 1980

 

¡Señores cardenales,
distinguidos profesores,
carísimos alumnos!

1. Este encuentro me llena de alegría. Vosotros ocupáis un lugar especial en mi corazón y en el corazón de la Iglesia. Al miraros, afloran en mis labios las palabras del Apóstol: "A todos los amados de Dios, llamados santos, que estáis en Roma, la gracia y la paz con vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Rom 1, 7).

Mi saludo se dirige ante todo al señor cardenal Baum, a quien va mi reconocimiento por las amables palabras con las que ha querido presentar a esta asamblea, interpretando de manera penetrante vuestros sentimientos de sincera adhesión a la Cátedra de Pedro. Saludo cordialmente a los profesores, que honran con su presencia este encuentro de reflexión y oración. Y saludo a todos vosotros, queridísimos alumnos, que habéis querido congregaros conmigo en torno al altar de Cristo, al comienzo del curso académico.

Yo mismo he deseado vivamente este momento, al que atribuyo una importancia particular. En efecto, considero muy significativo, al comienzo de un nuevo curso de estudio, el encuentro de las comunidades distribuidas en las diversas universidades eclesiásticas de Roma con su Obispo para una solemne celebración eucarística, en la que se parte ese pan divino que puede hacer de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Cor 10, 17). La Palabra de Dios, que hace poco hemos oído proclamar, nos ayuda a penetrar en profundidad en el significado de este acontecimiento, consintiéndonos medir su trascendente importancia.

2. "Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5, 13-14), ha repetido Jesús en el Evangelio. ¿Qué quiere decir sal? ¿Qué quiere decir luz? Está claro que, con la ayuda de estas metáforas, Jesús ha querido definir quiénes son sus discípulos e indicar qué dotes deben poseer. El binomio "sal-luz" constituye la síntesis expresiva de la misión encomendada por El a la Iglesia y a cada uno de sus miembros.

Si esta consigna interesa a cada discípulo de Cristo, se refiere de manera particular a quien tiene la tarea de ser animador de la comunidad cristiana, porque está llamado a servir de guía a sus hermanos en el descubrimiento progresivo de los tesoros de la verdad, ofrecidos al hombre por la Revelación. ¿Cómo no situar entre estos animadores a cuantos pertenecen a los centros eclesiásticos universitarios, de los que la Iglesia espera, según las palabras del Concilio Vaticano II, que profundicen en "los distintos campos de las disciplinas sagradas, de forma que se logre una inteligencia cada día más profunda de la sagrada Revelación, se abra acceso más amplio al patrimonio de la sabiduría cristiana, legado por nuestros mayores, se promueva el diálogo con los hermanos separados y con los no cristianos, y se responda a los problemas suscitados por el progreso de las ciencias" (Gravissimum educationis, 11)?

Reflexionemos, pues, sobre lo que dejan entrever las sugestivas imágenes a las que recurre Jesús. Preguntémonos qué es lo que ellas implican para vuestra específica situación. ¿No está simbolizada en ellas de alguna manera la íntima naturaleza de la comunidad académica, en la cual los profesores deben "resplandecer" ante los discípulos por la competencia de su doctrina y "condimentar" al mismo tiempo su formación con la "sal" del saber y de la sabiduría? Pensándolo bien, aquí está indicado el principio en base al cual se debe construir esa particular unidad espiritual que toma su origen en el amor hacia la "luz" —es decir la verdad—, y deriva además de la potencia, la solidez, la perfección del testimonio vivido que, como "sal", hace creíble la enseñanza impartida. La vida de toda la comunidad universitaria encuentra aquí el criterio decisivo de su autenticidad.

La parábola evangélica, además, desvela, en perspectiva, el futuro hacia el que debe tender toda comunidad encuadrada en la estructura, universitaria: en ella se preparan quienes serán, mañana, la "luz" y la "sal" entre sus hermanos; "no se enciende una lámpara y se la pone bajó' el' celemín" (Mt 5, 15). La dimensión pastoral debe estar' constantemente ante los ojos de cuantos pertenecen a la universidad y debe orientar eficazmente su tarea. Cuando Cristo dice "así ha de lucir vuestra luz ante los hombres" (Mt 5, 16); señala una particular responsabilidad tanto de los discípulos como de los enseñantes: la responsabilidad de obrar por la gloria del Padre.

3. Nuestra reflexión esta tarde está estimulada y orientada también por las sugerencias contenidas en el espléndido fragmento de la primera Carla a los Corintios que se nos ha propuesto. En él el Apóstol habla del "espíritu del hombre" que "conoce los secretos del hombre" y del "Espíritu de Dios", que es el único al que se desvelan "los secretos de Dios" (cf. 1 Cor 2, 11).

Son expresiones de las que destaca, ante todo, la estima del Apóstol Pablo hacia la capacidad que tiene el espíritu humano de penetrar en su propio mundo interior y, a través de éste, también en el mundo que lo rodea. Es una estima que lleva consigo una consigna precisa: la de utilizar sabiamente los recursos de la propia inteligencia en el esfuerzo requerido para la conquista de la "ciencia" de que habla San Pablo. La consigna vale de manera particular para vosotros que, como miembros de centros universitarios, tenéis deberes peculiares con respecto a esto, y por estos deberes disponéis también de posibilidades e instrumentos que no están al alcance de otros.

Precisamente esa "ciencia" es fruto de la "enseñanza del Espíritu", y decide sobre todo la autenticidad y riqueza de vuestra vida espiritual: en ella se encierra como la síntesis de la "teología" y de la "vida por el Espíritu", concentrada en el misterio pascual que se irradia también sobre vuestros estudios.

Por tanto, es necesario que afrontéis el trabajo —de enseñantes o de discípulos— con seriedad y con sentido de responsabilidad. Lo cual significa muchas cosas: por ejemplo, el buen empleo del tiempo, utilizando, especialmente, las muchas posibilidades que ofrece una ciudad como Roma para la búsqueda personal, el diálogo cultural, el intercambio de ideas, de informaciones, de experiencias a nivel eclesial, internacional e intercontinental.

Significa también el empeño de un estudio profundo, metódico, orgánico, tanto en los cursos fundamentales, como en los especializados y monográficos, según el programa y las normas de la Constitución Apostólica Sapientia christiana, emanada el 15 de abril de 1979, y de las Normas Aplicativas que la acompañan; documentos muy importantes, a cuya solícita aplicación estoy cierto que cada uno querrá aportar su propia contribución generosa.

Seriedad y sentido de responsabilidad significan también la adquisición de una real competencia en las varias materias, para poder responder a las exigencias tanto del trabajo científico y pastoral, ecuménico, escolar, misional, como a las del servicio que estáis llamados a dar a las Iglesias locales y a la Iglesia universal, como se requiere en la citada Constitución (cf. Proemio, III).

En esta circunstancia, quiero llamar la atención de todos vosotros, queridos moderadores, profesores y alumnos, sobre la necesidad de cultivar las disciplinas filosóficas y teológicas, tanto en sí mismas como en su conexión con las ciencias antropológicas y cosmológicas o en relación con las experiencias vivas de la pastoral, la cultura, las costumbres, la vida social y política de nuestro tiempo. Este es el camino para alcanzar y anunciar la verdad evangélica con fuerza persuasiva en la confrontación entre razón y fe, con método adecuado y en diálogo constructivo con los hombres del propio tiempo. Este es el secreto para convertirse, a nivel cultural y científico, pero también pastoral y catequético, en "sal de la tierra y luz del mundo".

4. El Apóstol Pablo no habla sólo del "espíritu del hombre", sino también del "Espíritu de Dios", a propósito del cual afirma: "Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido" (cf. 1 Cor 2, 12). Para el Apóstol el conocimiento de la Verdad no es sólo fruto del esfuerzo humano: también —y para la verdad teológica, sobre todo— es don de lo alto, que hay que acoger con humilde disponibilidad y, diré, en profunda, agradecida adoración.

Este don no puede ser apreciado y acogido por el "hombre natural" (1 Cor 2, 14), que considera "locura" todo lo que, en la interpretación de sí mismo y del mundo, transciende la medida de su inteligencia. A la "enseñanza del Espíritu" está abierto, por el contrario, el "hombre espiritual", quien puede afirmar con el Apóstol: "Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo" (1 Cor 2, 16), un "pensamiento" que tiene en su centro, como precisa San Pablo en el mismo contexto, el misterio "absurdo" de la cruz (cf. 1 Cor 1, 17 ss.; 2, 2).

Por tanto, en la búsqueda teológica adquiere importancia fundamental la oración, entendida como práctica de cada día y como espíritu de fe y de contemplación, que debe convertirse en un estado habitual de la vida del estudioso cristiano. Este es el punto: la verdad del Señor se estudia con la cabeza inclinada; se enseña y se predica en la expansión del alma que la cree, la ama y vive de ella.

Por eso hay que elevar a menudo la oración que traduce la decisión del autor del Libro de la Sabiduría: "Imploré y vino a mí el Espíritu de la sabiduría. Lo preferí a cetros y tronos. En comparación con ella estimé en nada la riqueza..,.; la amé más que a la salud y a la belleza; preferí su posesión a la misma luz, porque el esplendor que emana de ella no tiene ocaso" (Sab 7, 7-8. 10).

Todos los que cultivan las ciencias sagradas y las que están relacionadas con ellas deben emplearse en esta docilidad y fidelidad al Espíritu de Dios, como los grandes Padres y Maestros de la Iglesia, entre los que me gusta recordar, hoy, a San Alberto Magno, porque el próximo 15 de noviembre se celebrará el séptimo centenario de su muerte.

Ese día iré a Colonia para honrar a este eminente filósofo y teólogo medieval que, en su trabajo científico, supo armonizar la cultura humana y la sabiduría cristiana, precisamente porque vivía en la oración y en la meditación de las verdades eternas para alimentar en su corazón la llama del amor divino. El no dudaba en afirmar: "Oratione et devotione plus acquiritur quam studio" (S. Th., pról.), Santo Tomás, su discípulo, fue también su imitador en este culto de la vida interior y en la práctica de la oración.

5. He aquí las tareas que tenéis delante, queridísimos profesores y alumnos, en la perspectiva de este nuevo curso académico, que inauguramos esta tarde en el contexto majestuoso de esta basílica, en la que se custodian los restos mortales del Apóstol Pedro. ¿No es, quizá, necesario que cada uno se ponga a la escucha de lo que le sugiere la eterna Palabra de Dios? ¿No es razonable, pues, reflexionar sobre ello con ánimo generoso y disponible, y con el deseo de corresponder de la mejor manera posible a las expectativas de los superiores, de los hermanos, de la Iglesia entera?

Como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, estoy aquí rezando con vosotros, para invocar la venida del Espíritu Santo a vuestras mentes y a vuestros corazones, para pedir que El os inunde con el resplandor de su luz y os asista con el consuelo de sus siete dones en vuestro estudio y en vuestro apostolado.

Queridísimos jóvenes: Conozco vuestra generosidad y sé que puedo confiar en vuestra capacidad de empeño y en vuestro espíritu de sacrificio. Por tanto, al expresaros mis cordiales deseos de un curso escolar sereno y fructífero, os recomiendo: estudiad y portaos de manera que se cumplan las aspiraciones del pueblo cristiano, que también en el Sínodo de los Obispos se han indicado varias veces, especialmente en las palabras conmovedoras de la madre Teresa de Calcuta, quien pedía a los padres sinodales que dieran a las comunidades cristianas santos sacerdotes, apóstoles de la verdad y del amor.

Y a vosotros, profesores y responsables de la vida universitaria, deseo confirmaros, también en esta circunstancia, el alto aprecio que siento hacia la tarea desarrollada por vosotros en la Iglesia: ¡Misión sublime la vuestra! Pero también misión particularmente delicada y difícil, no sólo por los arduos caminos de la investigación científica por los que debéis adentraros, sino también por la responsabilidad formativa con respecto a tantos jóvenes que se confían a vuestra guía. Que os sostenga la confianza del Papa, que con vosotros y por vosotros ruega ante el altar de Dios.

La celebración eucarística, que nos ha reunido esta tarde en la contemplación de las profundidades de la Palabra de Dios, consolide la íntima unión de mente y corazones que debe existir entre los Ateneos eclesiásticos de Roma durante todo el curso académico. Si bien dedicados en distintas sedes a profundizar en campos diferentes de la investigación, y tal vez según métodos diferentes, permaneced en la unidad que brota de la verdad, que hoy habéis escuchado.

Que el Espíritu divino baje sobre todos vosotros y, en virtud del signo de Cristo, os haga sabios cultivadores de la verdad y buenos administradores de los dones de Dios.

"Vosotros sois la luz del mundo... Vosotros sois la sal de la tierra... Así ha de lucir vuestra luz sobre los hombres". Amén.

 



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