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VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN JOSÉ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JAN PABLO II

 II domingo del Tiempo Ordinario, 18 de enero de 1981

 

1. "La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (1 Cor 1, 3).

Con estas palabras, con las que el Apóstol Pablo saludaba una vez a la Iglesia de Corinto, saludo hoy a vuestra parroquia. Es la primera parroquia que me es dado visitar en este año, el año del Señor 1981. Está dedicada a San José como Patrono, lo que constituye para mí otro motivo de alegría. Todavía vivimos todos el clima espiritual del tiempo de Navidad, con el que se halla tan estrechamente ligada la figura de San José. Y precisamente lo encontramos, la noche de Belén, junto a María y al Niño recién nacido. Precisamente él es el hombre providencial, a quien el Padre Celestial confió un cuidado particularísimo de su Hijo en la tierra. El custodió a Jesús y a su Madre, cuando era preciso huir a Egipto. En su casa de Nazaret Jesús pasó su vida oculta, trabajando desde su juventud junto al carpintero José. Por esto, también toda la Iglesia tiene particular confianza y veneración a San José. Me alegro por el hecho de que vuestra parroquia lo ha elegido como Patrono propio y, con ocasión de la visita de hoy, deseo encomendarle a todos vosotros y a toda vuestra comunidad, repitiendo las palabras de Pablo: "La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (1 Cor 1, 3).

2. Por esto, mi saludo se dirige a toda la comunidad parroquial. En particular me es grato saludar ante todo, al cardenal Vicario, encargado de toda la pastoral diocesana, y, luego, al obispo de la zona, mons. Remigio Ragonesi, al celoso párroco con sus colaboradores, pertenecientes a los Siervos de la Caridad de la benemérita Obra Don Guanella. Juntamente con los Pastores, saludo también a los representantes de las varias familias religiosas, masculinas y femeninas, que trabajan en la parroquia. Quiero hacer también mención especial de los miembros de todas las Asociaciones católicas, que están vivamente comprometidos en el ámbito de esta comunidad en varias iniciativas pastorales. La parroquia de San José "al Trionfale" cuenta más de 30.000 habitantes. Por esto sus problemas son muchos. Pero confío en la participación responsable de todos para afrontar y resolver juntos las múltiples necesidades pastorales, con espíritu de comunión y de realización dinámica de la propia identidad cristiana basada en el bautismo. Me dirijo particularmente a los jóvenes, para que orienten su entusiasmo y su inteligencia hacia los altos ideales de la vida eclesial. También a los enfermos, a quienes aseguro mi afectuosa participación en su estado de enfermedad, les pido que ofrezcan sus sufrimientos por el bien de todos y por un testimonio eficaz del Evangelio en él mundo de hoy. Y confío a la generosa recompensa del Señor cuanto cada uno de vosotros realiza eficazmente como miembro del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

3. El tiempo de Navidad, que hemos vivido hace poco, ha renovado en nosotros la conciencia de que "el Verbo se hizo , carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14). Esta conciencia no nos abandona jamás; sin embargo, en este período se hace particularmente viva y expresiva. Se convierte en el contenido de la liturgia, pero también en el contenido de la vida cristiana, familiar y social. Nos preparamos siempre para esa santa noche del nacimiento temporal de Dios mediante el Adviento, tal como lo proclama hoy el Salmo responsorial: "Yo esperaba con ansia al Señor: El se inclinó y escuchó mi grito" (Sal 39 [40], 2).

Es admirable este inclinarse del Señor sobre los hombres. Haciéndose hombre, y ante todo como Niño indefenso, hace que más bien nos inclinemos sobre El, igual que María y José, como los pastores, y luego los tres Magos de Oriente. Nos inclinamos con veneración, pero también con ternura. ¡En el nacimiento terreno de su Hijo, Dios se "adapta" al hombre tanto, que incluso se hace hombre!

Y precisamente este hecho —si seguimos el hilo del Salmo— nos "puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios" (Sal 39 [40], 4). ¡Qué candor se trasluce en nuestros cantos navideños! ¡Cómo expresan la cercanía de Dios, que se ha hecho hombre y débil niño! ¡Que jamás perdamos el sentido profundo de este misterio! Que lo mantengamos siempre vivo, tal como nos lo han transmitido los grandes santos, y aquí, bajo el cielo italiano, de modo particular San Francisco de Asís. Esto es muy importante, queridos hermanos y hermanas: ¡De ello depende el modo de mirarnos a nosotros mismos y a cada uno de los hombres, el modo de vivir nuestra humanidad!

Lo expresa también el Profeta Isaías cuando proclama hoy en la primera lectura: "Mi Dios fue mi fuerza" (Is 49, 3). Y en la segunda lectura San Pablo se dirige a los Corintios —y al mismo tiempo indirectamente a nosotros— como a "los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que El llamó" (1 Cor 1, 2).

¡Pensemos en nosotros, a la luz de estas palabras! ¡Cada uno de nosotros piense en sí de esta manera, y pensemos mutuamente así los unos en los otros! En efecto, el reciente Concilio nos ha recordado la vocación de todos a la santidad. ¡Esta es precisamente nuestra vocación en Jesucristo! Y es don esencial del nacimiento temporal de Dios. ¡Al nacer como hombre, el Hijo de Dios confiesa la dignidad del ser humano, y a la vez le hace una nueva llamada, la llamada a la santidad!

4. ¿Quién es Jesucristo?

El que nació la noche de Belén. El que fue revelado a los pastores y a los Magos de Oriente. Pero el Evangelio de este domingo nos lleva una vez más a las riberas del Jordán, donde, después de 30 años de su nacimiento, Juan Bautista prepara a los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús, "que venía hacia él", dice: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).

Juan afirma que bautiza en el Jordán "con agua, para que —Jesús de Nazaret— sea manifestado a Israel" (Jn 1, 31).

Nos habituamos a las palabras: "Cordero de Dios". Y, sin embargo, éstas son siempre palabras maravillosas, misteriosas, palabras potentes. ¡Cómo podían comprenderlas los oyentes inmediatos de Juan, que conocían el sacrificio del cordero ligado a la noche del éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto!

¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!

Los versos siguientes del Salmo responsorial de hoy explican más plenamente lo que se reveló en el Jordán a través de las palabras de Juan Bautista, y que ya había comenzado la noche de Belén. El Salmo se dirige a Dios con las palabras del Salmista, pero indirectamente nos trae de nuevo la palabra del Hijo eterno hecho hombre: "Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: Aquí estoy —como está escrito en mi libro— para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero" (Sal 39 [40], 7-9).

Así habla, con las palabras del Salmo, el Hijo de Dios hecho hombre. Juan capta la misma verdad en el Jordán, cuando, señalándolo, grita: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).

5. Hermanos y hermanas: Hemos sido, pues, "santificados en Cristo Jesús". Y estamos "llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo Señor nuestro" (1 Cor 1, 2).

Jesucristo es el Cordero de Dios, que dice de Sí mismo: "Dios mío, quiero hacer tu voluntad, y llevo tu ley en las entrañas" (cf. Sal 39 [40], 9).

¿Qué es la santidad? Es precisamente la alegría de hacer la voluntad de Dios.

El hombre experimenta esta alegría por medio de una constante acción profunda sobre sí mismo, por medio de la fidelidad a la ley divina, a los mandamientos del Evangelio. E incluso con renuncias.

El hombre participa de esta alegría siempre y exclusivamente por obra de Jesucristo, Cordero de Dios. ¡Qué elocuente es que escuchemos las palabras pronunciadas por Juan en el Jordán, cuando debemos acercarnos a recibir a Cristo en nuestros corazones con la comunión eucarística!

Viene a nosotros el que trae la alegría de hacer la voluntad de Dios. El que trae la santidad.

La parroquia, como una pequeña parte viva de la Iglesia, es la comunidad en la que constantemente escuchamos las palabras: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo". Y continuamente sentimos la llamada a la santidad. La parroquia es una comunidad, cuya finalidad principal es hacer de esa común llamada a la santidad, que nos llega en Jesucristo, el camino de cada uno y de todos, el camino de toda nuestra vida y, a la vez, de cada día.

6. Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da la fuerza de la santificación. Continuamente nos da "el poder de llegar a ser hijos de Dios", como lo proclama la liturgia de hoy en el canto del Aleluya.

Esta potencia de santificación del hombre, potencia continua e inagotable, es el don del Cordero de Dios. Juan, señalándolo en el Jordán, dice:' "Este es el Hijo de Dios" (Jn 1, 34), "Ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo" (Jn 1, 33), es decir, nos sumerge en ese Espíritu al que Juan vio, mientras bautizaba, "que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre El" (Jn 1, 32). Este fue el signo mesiánico. En este signo, El mismo, que está lleno de poder y de Espíritu Santo, se ha revelado como causa de nuestra santidad: el Cordero de Dios, el autor de nuestra santidad.

¡Dejemos que El actúe en nosotros con la potencia del Espíritu Santo!

¡Dejemos que el nos guíe por los caminos de la fe, de la esperanza, de la caridad, por el camino de la santidad!

¡Dejemos que el Espíritu Santo —Espíritu de Jesucristo— renueve la faz de la tierra a través de cada uno de nosotros!

De este modo, resuene en toda nuestra vida el canto de Navidad.

 



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