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JURAMENTO DE LOS NUEVOS RECLUTAS DE LA GUARDIA SUIZA

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Gruta de Lourdes de los jardines vaticanos
Miércoles
6 de mayo de 1981

 

Queridos hermanos y hermanas:

En las pocas palabras del Evangelio de hoy está contenido todo el alegre mensaje de nuestra fe. Con toda claridad se nos revela aquí el misterio de la persona de Jesucristo: Jesús vive totalmente para hacer la voluntad del Padre; y la voluntad del Padre consiste en poner a los hombres en comunión con Jesús, para que El les dé la verdadera vida, esa vida que debe conducir a la resurrección bienaventurada. Jesús nos manifiesta ahí el designio más íntimo de su corazón: "Al que viene a mí yo no le echaré fuera... (para que) yo no pierda nada de lo que me ha dado" (Jn 6, 37. 39).

No echar fuera a nadie, no perder nada. ¿No es también ésta la tarea de todos nosotros, que aquí, en esta colina del Vaticano, junto a la tumba de San Pedro, realizamos nuestro trabajo? El Papa, como Sucesor de Pedro y Pastor Supremo de la Iglesia, y vosotros, queridos guardias suizos, que me acompañáis en mi ministerio, todos nosotros intentamos cumplir este precioso encargo de Dios: acoger en nombre de Cristo y no rechazar a los hombres que El nos envía; recibirlos con amabilidad y no perderlos; transmitirles el pan de vida, para que ellos sacien su hambre y puedan alcanzar la vida eterna.

Todas las personas que, día tras día, curiosas o respetuosas, con ánimo o con temor, se acercan a las puertas del Vaticano, todas ellas nos son enviadas en última instancia por Dios Padre, para que puedan recibir alimento, cada una en la medida de su hambre. Esta es ciertamente una profunda motivación para vuestro servicio y un fuerte estímulo para superar la posible brusquedad y el fastidio de vuestros días de labor. La imagen del Vaticano, desde donde debe hacerse patente que aquí es valorada la persona en su propia dignidad y que es el mismo Cristo la medida última del obrar, esta imagen comienza para muchos hombres en vosotros, queridos guardianes, cuando sabéis socorrer una mirada perpleja y ayudar a todos en sus múltiples demandas.

Me alegro de poder saludaros y estimularos también a vosotros, queridos amigos de lengua francesa. Del Evangelio de San Juan, que hemos acabado de escuchar, yo os invito a retener lo que se ha dicho acerca de la voluntad de Dios.

Nosotros debemos cumplir la voluntad de Dios: esta obligación define toda nuestra vida cristiana, pues el mismo Jesús, nuestro Señor y modelo, bajó del cielo para hacer la voluntad de Aquel que le había enviado. Por esto cada día repetimos, tal como El nos enseñó: "Hágase tu voluntad". Los mandamientos de Dios nos revelan esta voluntad y es preciso obedecerlos por amor: "Si me amáis, dice el Señor, guardaréis mis mandamientos" (Jn 14, 15). Pero la observancia de los mandamientos está en conexión con otra expresión de la voluntad de Dios que San Juan nos ha indicado hoy: la voluntad del Padre es que nosotros tengamos la vida eterna por nuestra fe, por nuestra total obediencia de amor a su Hijo; la voluntad del Padre es que El nos resucite en el último día.

Meditad estas palabras: todo nos viene del amor del Padre y todo nos conduce a El a través de nuestras obligaciones cotidianas. Que el Señor os guarde en este amor y en esta voluntad.

Estas insinuaciones espirituales las dirijo hoy especialmente a los nuevos miembros de la guardia, quienes enseguida harán su juramento de servicio en un acto solemne. Pensad un momento en vuestros predecesores: a algunos de ellos se les exigió incluso el sacrificio de su vida en el cumplimiento de su deber. Pidamos al Señor que aleje la violencia y el fanatismo de los muros vaticanos. No obstante, la disponibilidad a entregar la vida en caso de necesidad se puede también hacer realidad en vuestro servicio y, sin duda, deberéis estar dispuestos a sacrificar una parte de la vida, es decir, a sacrificar algo de vuestra comodidad, una parte de vuestro tiempo, de vuestros deseos, de vuestras pretensiones. "Quien pierde su vida por mi causa, la ganará". Así nos lo ha prometido el mismo Señor.

Mi agradecimiento cordial y mi oración vale para todos los miembros de la guardia, para el señor comandante y el capellán. A los familiares e invitados distinguidos les doy mi saludo y les expreso mi estima singular. Quiero comunicaros también desde ahora mi gran alegría por poder visitar en el presente mes vuestra amada patria, teniendo así la oportunidad de encontrarme, de diversas maneras, con los creyentes y todos sus conciudadanos. El éxito de este viaje pastoral lo confío a vuestra entrega y oración.

 



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