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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL SANTUARIO DE MONTSERRAT 

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

 7 de noviembre de 1982

 

Benvolguts germans en el Episcopat: Us saludo amb afecte.
Estimats germans i germanes: ¡Alabat sia Jesucrist!

1. Resuenan con plena actualidad en la liturgia las palabras del Profeta: “Y vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid, subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob y El nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas, porque de Sión ha de salir la ley y de Jerusalén la palabra de Yahvé” (Is 2, 3).

En consonancia con la invitación bíblica, la visita a Montserrat asocia en unidad muy estrecha los valores de la peregrinación religiosa con los encantos de la meta mariana en la cumbre del monte, donde los cielos se funden con la tierra. La subida al santuario, en un marco orográfico sugestivo, invita a la evocación de una historia varias veces secular.

Impresiona saber que estamos en un lugar sagrado; que por estos mismos senderos, abiertos desde hace siglos, discurrieron multitud de peregrinos, ilustres muchos de ellos por su cuna o por su ciencia. Es un gozo, sobre todo, saber que seguimos las huellas de Juan de Mata, Pedro Nolasco, Raimundo de Peñafort, Vicente Ferrer, Luis de Gonzaga, Francisco de Borja, José de Calasanz, Antonio María Claret y muchos otros santos eminentes; sin olvidar aquel soldado que, depuestas sus armas a los pies de la Moreneta, bajó del monte para acaudillar la Compañía de Jesús.

2. Aflora aquí espontáneo el cántico de júbilo del peregrino al llegar a la meta. El Salmista evoca, ante todo, el gozo inicial de la marcha: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor” (Sal 121 [122], 1). Una alegría intensa, contagiosa, impaciente, en el sentir de San Agustín: “Corramos, corramos, porque iremos a la casa del Señor. Corramos y no nos cansemos, porque llegaremos adonde no nos fatigaremos... Iremos a la casa del Señor. Me regocijé con los profetas, me regocijé con los apóstoles. Todos éstos nos dijeron: Iremos a la casa del Señor” (S. Agustín, Enarr. in Ps. 121, 2).

A renglón seguido describe el Salmista la experiencia incomparable de los peregrinos, una vez en la meta largamente suspirada: “Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor”  (Sal 121 [122], 2-4).

El primer sentimiento es de admiración ante la solidez de un edificio bien fundado. Montserrat figura felizmente en la serie de aquellos santuarios que el año pasado tuve el gusto de calificar como “signos de Dios, de su irrupción en la historia humana”, en cuanto representan “un memorial del misterio de la Encarnación y de la Redención”, en consonancia maravillosa con esa “vocación tradicional y siempre actualísima de todos los santuarios de ser una antena permanente de la buena nueva de nuestra salvación” (Juan Pablo II, Alocución a un grupo de rectores de santuarios, 22 de enero de 1981) .

Gloria de los beneméritos hijos de San Benito es haber convertido en realidad el sueño de San Agustín: “Ve cuál es la casa del Señor. En aquella es alabado el que edificó la casa. El es delicia de todos los que habitan en ella. El sólo es la esperanza aquí y la realidad allí” (S. Agustín, Enarr. in Ps. 121, 3). Fieles a su carisma fundacional, los monjes de Montserrat viven a fondo su empeño de hacer de la basílica un dechado de oración litúrgica, embelleciendo la celebración con los encantos de su famosa escolanía, y proyectando su plegaria en dirección pastoral en favor de los innumerables devotos que se apiñan en torno a la “Mare de Déu”.

El ambiente invita irresistiblemente a la plegaria, que es una necesidad para peregrinos que ascendieron al monte, “según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor”. Es un gozo glorificar aquí sus grandezas, donde el cántico al Creador brota espontáneo en nuestros labios; es un deber agradecer con amor filial sus dones generosos, también en nombre de nuestros hermanos; es, en fin, una medida de prudencia solicitar provisión de energías en vista de ulteriores etapas.

Porque la peregrinación prosigue. No cabe pensar aquí en la tierra en “morada permanente”, y hemos de “aspirar a la futura”.

3. A ello invita la actitud ejemplar de la Señora, que es Madre y, por lo mismo, Maestra. Sentada en su trono de gloria en actitud hierática, cual corresponde a la Reina de cielos y tierra, con el Niño Dios en sus rodillas, la Virgen Morena desvela ante nuestros ojos la visión exacta del último misterio glorioso del Santo Rosario.

Es providencial, con todo, que la celebración litúrgica de la fiesta, gravite en torno al misterio gozoso de la Visitación, que constituye la primera iniciativa de la Virgen Madre. Montserrat encierra, por consiguiente, lecciones valiosísimas para nuestro caminar de peregrinos.

No hay que olvidar nunca la meta definitiva del último misterio de gloria. «Piensa —dirá San Agustín— cómo has de estar allí el día de mañana, y aun cuando todavía estés en el camino, piensa como si ya permanecieses allí, como si ya gozases indeficientemente entre los ángeles, y como si ya aconteciera en ti lo que se dijo: “Bienaventurados los que moran en tu casa, por los siglos de los siglos te alabarán”» (S. Agustín, Enarr. in Ps. 121, 3).

En la marcha hay que imitar el estilo de la Madre en la visita que hiciera a su prima: “En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá” (Lc 1, 39). Su ritmo es rotundamente ejemplar en sentir de San Ambrosio: “Alegre en el deseo, religiosamente pronta al deber, presurosa en el gozo, fue a la montaña” (S. Ambrosio, Exp. in Evang. secundum Lucam 2, 19).

Fuerza es observar que su itinerario no se ciñe a ese ascenso físico a la montaña. El Espíritu irrumpe en un momento fuerte: hizo saltar de gozo a Juan en el seno materno; inundó de luz divina la mente de Isabel; arrebató a la Reina de los Profetas, impulsándola en marcha ascensional hasta la cumbre del monte invisible del Señor. Lo hizo al compás de la ley maravillosa que “derriba a los potentados y ensalza a los humildes” (Lc 1, 52). El “Magnificat” representa el eco de aquella experiencia sublime en su peregrinación paradigmática: “Mi alma magnifica al Señor, y salta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque ha mirado la humildad de su sierva: por esto todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Ibid., 1, 47-48). El cántico de María resuena indefectible a lo largo de los siglos. Aquí en Montserrat parece haberse cristalizado hasta el punto de constituir “un Magnificat de roca”. No es tan sólo signo fehaciente de la ascensión realizada; es además una flecha indicadora de ulteriores escaladas.

La virtud del peregrino es la esperanza. Aquí es posible hacer provisión; porque María la estrecha entre sus brazos y la pone maternalmente a nuestro alcance. Incluso sin darnos cuenta, como hiciera con los esposos de Caná de Galilea. Interviene siempre con solicitud y delicadeza de madre. Lo hizo en forma ejemplar en el misterio de la Visitación, subrayado con trazo litúrgico indeleble en Montserrat. Se explica, por tanto, que resuene a diario en esta montaña el acento melodioso del saludo a la Señora, a la Reina, a la Madre, a la Depositaria de la esperanza que alienta a los peregrinos: Déu vos salve, vida, dolcesa i esperanza nostra.

4. El Salmista alude a una Jerusalén celestial que se vislumbra a través de la Jerusalén terrena. ¿Será forzado trasponer la imagen? La Virgen de Montserrat, sentada en su trono, con el Hijo en las rodillas, parece estar esperando poder abrazar con El a todos sus hijos. Nuestra peregrinación espiritual se cifra, en definitiva, en alcanzar en plenitud la filiación divina. Nuestra vocación es un hecho; por predilección incomprensible del Padre, nos hizo hijos en el Hijo: “Bendito sea Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos: por cuanto que en El nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por eso nos hizo gratos en su Amado” (S. Agustín, Enarr. in Ps. 121, 4).

El Salmista describe la meta como una “Jerusalén que se edifica como ciudad”. Lo cual da pie a San Agustín para modular la filiación en otro registro: “Ahora se está edificando, y a ella concurren en su edificación piedras vivas, de las que dice San Pablo: “También vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual””. Ese monte aserrado en forma curiosa, que es Montserrat, aparece como una cantera incomparable. “Ahora se edifica la ciudad, ahora se cortan las piedras de los montes por mano de los que predican la verdad y se escuadran para que se acoplen en construcción eterna” (Ibid.). De aquí, de Montserrat, de la región catalana, de España entera hay que sacar los sillares señeros de la nueva construcción.

Sin olvidar que el fundamento es Cristo (cf. 1Co 10, 4). Con las consecuencias que ello lleva consigo en arquitectura. Diríase que San Agustín, al comentar el Salmo, tenía una basílica como la de Montserrat ante sus ojos: “Cuando se pone al cimiento en la tierra se edifican las paredes hacia arriba, y el peso de ella gravita hacia abajo, porque abajo está colocado el cimiento. Pero si nuestro cimiento o fundamento está en el cielo, edificamos hacia el cielo. Los constructores edificaron la fábrica de esta basílica que veis se levanta majestuosa; mas como la edificaron hombres, colocaron los cimientos abajo; pero cuando espiritualmente somos edificados, se coloca el fundamento en la altura. Luego corramos hacia allí para que seamos edificados, pues de esta misma Jerusalén se dijo: Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén” (S. Agustín, Enarr. in Ps. 121, 4). El templo que pisan nuestros pies es umbral de ese otro en construcción, del cual nos sentimos piedras vivas.

5. No es lícito ignorar la sugerencia ofrecida a los peregrinos: “Desead la paz a Jerusalén: “Vivan seguros los que te aman. Haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios”. Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: “La paz contigo”. Por la casa del Señor nuestro Dios, te deseo todo bien” (Sal 121 [122], 6-9).

La paz resume en síntesis el acervo de bienes que puede un hombre desear. Una paz asentada firmemente en la alianza del Señor, que es fiel para con los escogidos. Desde esta montaña santa, oasis de serenidad y de paz, deseo la auténtica paz mesiánica para todos los hombres, que son hermanos y que la Moreneta mira con igual amor de Madre. Y que encomienda a su Hijo divino.

“El juzgará a las gentes y dictará sus leyes a numerosos pueblos, que de sus espadas harán rejas de arado, y de sus lanzas, hoces. No alzará la espada para la guerra. Venid, oh casa de Jacob, y caminemos a la luz de Yahvé” (Is 2, 45).

Que la montaña santa, Señor, sea bosque de olivos, sea “sacramento de paz”. Un signo de lo que son los hijos amantes a la vera de la Madre común; y un impulso eficaz a realizar de verdad lo que suena hoy a utopía. Y será realidad en la medida en que los hombres se plieguen dócilmente al único imperativo que los Evangelios recogieran de la boca de María: “Haced lo que El os diga”. Y El se llama “Príncipe de la Paz”.

6. Te damos gracias, Señor, por el gozo que nos ha procurado asentar nuestros pies aquí, en el santuario consagrado a la Madre, en donde nos hemos sentido confortados con impulso renovado para nuestro itinerario futuro.

Us preguem, oh Pare, que en aquesta basílica, a on demora el teu Fill Jesucrist, Fill de Maria, otorguis abundosament la pau, la concòrdia i el goig a totes les tribus peregrines del nou Israel. Feu, Senyor, que tots els homes encertin a descobrir el profund sentit de la llur existència peregrina a la terra; que no confonguin les etapes i la meta; que modulin la marxa segons l’exemple de Maria. Ella serà la llur Auxiliadora; perque aquí, a tot arreu i sempre, María es Reina poderosa i Mare piadosísima. Amén.

 



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