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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

MISA PARA LA EVANGELIZACIÓN DEL MUNDO RURAL

HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II

Bahía Blanca (Argentina)
Lunes 6 de abril de 1987

 

1. “El reino de Dios se parece a un hombre que arroya la semilla en la Tierra” (Mc 4, 26).

Iluminados por la Palabra de Dios, proclamada en la liturgia de hoy, deseamos celebrar –por Cristo, con Cristo y en Cristo– este Santísimo Sacrificio eucarístico de toda la Iglesia.

Como Pastor de la Iglesia universal, es para mí motivo de gran gozo ejercer –en este Sacrificio– el ministerio sacerdotal en tierra argentina, aquí en Bahía Blanca, unido a mis hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio. Mi alegría queda colmada con vuestra presencia y participación, viendo que venís de diversos lugares de la Pampa Argentina.

¡No sabéis cuánto he deseado este encuentro! Os saludo a todos con inmenso afecto, en especial a cuantos en esta celebración representáis el mundo rural. Los textos bíblicos de la liturgia de hoy son en verdad muy apropiados, ya que la gran mayoría de vosotros, amados hermanos y hermanas, unís vuestra vocación cristiana con el cultivo de la tierra. Pero mis palabras quieren llegar al corazón de todos, porque de todos dice el Apóstol que somos “agricultura de Dios” (1Co 3, 9).

2. En unión de sentimientos bendigamos al Señor con el Salmista:

“¡Señor, Dios mío, qué grande eres! ... / Haces crecer el pasto para el ganado, / y las plantas que el hombre cultiva, / para sacar de la tierra el pan / y el vino que alegra el corazón del hombre; / para que el aceite haga brillar su rostro / y el alimento conserve su vigor” (Sal 104 [103], 2. 14-15).

Bendigamos a Dios Creador quien, desde el principio, ha dotado a la tierra de tan variadas e incalculables riquezas.

El hombre “arroja la semilla en la tierra” (Mc 4, 26), seguidamente “la tierra –el don de Dios– produce la hierba, luego la espiga y al fin, la espiga se carga de trigo” (Ibíd., 4, 28).

“Y cuando el fruto está maduro... –el hombre, el agricultor– aplica la hoz, porque es el tiempo de la cosecha” (Ibíd., 4, 29).

Estas palabras salen de los labios del mismo Cristo, quien en su Evangelio, se refiere frecuentemente al trabajo de los agricultores.

Cuando “es el tiempo de la cosecha” se cumple también lo que proclama el Salmista: “Todos esperan de ti, que les des la comida a su tiempo. Se la das y ellos la recogen; abres tu mano y quedan saciados” (Sal 104 [103], 27-28). El don de Dios – la tierra – y el trabajo del agricultor se funden íntimamente. Es difícil encontrar una actividad en la que el hombre se sienta tan fuertemente unido a la obra divina del Creador.

3. Las lecturas litúrgicas de la Santa Misa nos lo recuerdan, haciendo referencia en primer lugar a la historia del pueblo de Israel en la Antigua Alianza En efecto, este pueblo peregrinó en el desierto, durante cuarenta años caminando hacia la tierra que Dios le había prometido, “una tierra de trigo y cebada, de viñedos, de higueras y granados, de olivares, de aceite y miel; un país –continúa el Deuteronomio– donde comerás pan en abundancia y donde nada te faltará, donde las piedras son de hierro y de cuyas montañas extraerás cobre” (Dt 8, 8-9).

Allí –nos dice el Libro Sagrado– te construirás casas confortables para vivir, se multiplicarán tus vacas y tus ovejas, tendrás plata y oro en abundancia (cf. ibíd., 8, 12-13).

¿No os parece ésta una descripción de vuestra tierra? Queridos hijos de Bahía Blanca: sé que tenéis merecida fama de trabajadores. Basta ver cómo el trabajo de la tierra, realizado con abnegación y sacrificio, se armoniza al mismo tiempo con otras fuentes de producción: la pesca, el comercio y la industria.

Como todo, es importante que, precisamente porque disfrutáis de una generosa fecundidad de la tierra, no olvidéis nunca la exhortación bíblica: cuando “se acrecientan todas tus riquezas, no te vuelvas arrogante, no olvides al Señor, tu Dios,... No olvides al Señor tu Dios, no dejes de cumplir sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos” (Ibíd., 8, 14 y 11).

4. Como veis, la liturgia de este día resplandece en las lecturas de la verdad sobre el Creador y la verdad sobre el hombre. Es Dios quien da vida a todas las criaturas, las mantiene sin cesar en su existencia, y las pone constantemente en condiciones de obrar.

El hombre, desde el comienzo, ha sido llamado por Dios para “someter la tierra y dominarla” (Gn 1, 28). Ha recibido del Señor esa tierra, como don y corno tarea. Creado a su imagen y semejanza, el hombre tiene una particular dignidad. Es dueño y señor de los bienes depositados por el Creador en sus criaturas. Es colaborador de su Creador.

Por eso mismo no deberá olvidar el hombre que todos los bienes, de los cuales está lleno el mundo creado, son don del Creador. Así se recomienda en el Libro Sagrado: “No pienses entonces: mi propia fuerza y el poder de mi brazo me ha alcanzado esta prosperidad. Acuérdate del Señor, tu Dios, porque El te da la fuerza necesaria para que alcances esa prosperidad, a fin de confirmar la alianza que juró a tus padres” (Dt 8, 17-18).

¡Qué oportuna ha sido esta recomendación a lo largo de la historia humana! ¡Qué oportuna resulta especialmente en la época actual a causa del progreso de la ciencia y de la técnica! El hombre, en efecto, fijando la mirada en las obras de su ingenio, de su mente y de sus manos, parece olvidarse cada vez más de Aquél que es el principio de todas esas obras y de todos esos bienes que encierra la tierra y el mundo creado.

Cuanto más somete la tierra y la domina, tanto más parece olvidarse de Aquel que le ha dado la tierra y todos los bienes que contiene.

Uniendo mi voz a la del Salmista, quiero recordar en este día venturoso para Bahía Blanca, que la criatura sin el Creador pierde su sentido; que cuando el hombre intenta elevarse prescindiendo de Dios, cae en los mayores abismos de inhumanidad. Por el contrario, la fidelidad a Dios, la fe, la caridad... son el tesoro que permite alcanzar la verdadera vida (cf 1Tm 6, 11. 19): nunca es más grande el hombre que cuando reconoce la plena Soberanía de Dios y trabaja la tierra co-laborando con el Creador.

Por eso, si queréis que vuestros trabajos y tareas, adquieran una dimensión auténticamente humana e incluso trascendente, habréis de realizarlos con la mirada puesta en Dios y viendo en ellos una contribución a la obra creadora, un acto de adoración y de acción de gracias al Todopoderoso. ¿No es significativo que el pan y el vino, “frutos de la tierra y del trabajo del hombre” que ofrecemos en la Eucaristía, se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre del Señor?

Ojalá que todas vuestras tareas, se conviertan por medio de Cristo en “hostias vivas”, en trabajo redentor y santificador. De esta manera, daréis una mano también vosotros, los hombres del campo, a consolidar las bases de un auténtico humanismo cristiano y de una liberadora teología del trabajo.

En este sentido, recordad la advertencia de Jesús: “¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?” (Lc 9, 25). He ahí por qué habéis de estar atentos a que vuestros afanes no os lleven a “olvidar al Señor”. Pensad pues en la dignidad que, como hombres y como cristianos merece vuestro trabajo y que deben llevar impresos todos vuestros progresos. No permitáis que ese mismo trabajo os degrade a cambio de sus logros. Buscad, más bien, vivirlo con entereza cristiana, según la palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia.

Rechazad, por tanto, todo tipo de materialismo que es fuente de esclavitud: esclavitud respecto a los bienes materiales, que impiden al hombre la verdadera libertad de sentirse hijo de Dios y hermano de nuestro prójimo.

5. El hombre será siempre mucho más importante que su trabajo; su dignidad sobrepasa las propias obras, que son sólo fruto de su actividad. Como ya comprenderéis, se hace urgente cada vez más también en el mundo agrícola y ganadero que la primacía de los valores espirituales prevalezca como fermento de salvación y de auténtico progreso humano. Para ello será bueno que quede grabado en lo hondo de la conciencia un decidido propósito a poner todo el empeño para que el peso de la materia no apague la llama del espíritu.

En consecuencia, no os dejéis fascinar por esa efigie moderna de la avaricia que es el consumismo, el cual os llevaría a perder vuestras sanas costumbres humanas y familiares, y esa hermosa virtud de los hombres del campo que es la solidaridad. Pienso en las dificultades, a veces imprevisibles, que afectan a las gentes del agro; pienso, sobre todo, en las graves inundaciones que se han abatido sobre vuestros cultivos y viviendas, particularmente en esta provincia. Tales contratiempos han sido sin duda una ocasión propicia para testimoniar vuestra solidaridad con los más afectados, para mostrar vuestro desprendimiento y voluntad de compartir.

6. Queridos hermanos y hermanas del mundo agrícola argentino, vosotros que con dedicación y honestidad cultiváis la tierra, habéis de cultivar con la misma intensidad la vida espiritual. El alma, como la tierra buena, necesita también un vigilante cuidado. Primeramente hay que acoger en ella la semilla de la Palabra de Dios y luego escucharla y seguirla para que produzca una cosecha de vida eterna. Por eso quiero recordaros hoy que, precisamente porque sois imagen de Dios, sois también capaces de amarlo. La apertura al Creador, la relación con El está grabada en lo más íntimo de vuestro ser; ojalá que todos los que trabajan el campo sean conscientes de esa especial vocación, que les lleva a ser colaboradores estrechísimos de la obra creadora. No dejéis que se pierda ese tradicional sentimiento religioso y cristiano, que penetra íntimamente las raíces de vuestra cultura.

La Iglesia necesita, hoy más que nunca, de fieles que experimenten personalmente y transmitan a toda la comunidad, ese mensaje luminoso de la vida de Jesús: la labor diaria debe insertarse en el plan divino de salvación, el trabajo es una bendición de Dios, y forma parte de la vocación inicial del hombre.

Con la mirada puesta en Dios –repito– podéis y debéis santificaros sin apartaros de vuestras ocupaciones diarias, en el campo, en la familia, en el trato de amistad, en las diversiones, en el descanso.

Pero, para que el trabajo humano sea realmente colaboración con Dios, es preciso también, amados hombres y mujeres de esta noble tierra, que en vuestra vida tengáis trato asiduo con Dios, que cumpláis sus leyes y sus preceptos. Consiguientemente habéis de conceder un espacio de tiempo al culto divino, participando en la Santa Misa los domingos y días de fiesta, como expresión de vuestra vida cristiana y del sentido religioso que os distingue. Acercaos al sacramento de la reconciliación, que os ayudará a mantener limpia y transparente vuestra conducta moral y recibid con frecuencia al Señor Jesús realmente presente en la Eucaristía. Escuchad la palabra de Dios y acudid a los sacramentos instituidos por Cristo, como medio indispensable para todos: hombres y mujeres, jóvenes y adultos.

No podéis conformaros con haber recibido el bautismo y la primera comunión y frecuentar, de tarde en tarde, la iglesia. Sabéis muy bien que al campo, para dar su fruto, no le basta un trabajo descuidado y cansino; hay que remover la tierra con vigor, hay que abonarla y cuidarla para que dé una cosecha abundante. De igual modo, cultivad también vosotros la tierra buena de vuestra alma: leed y meditad asiduamente la Sagrada Escritura, recurrid filialmente a María Santísima, comprometeos activamente en la vida de la Iglesia, secundad las directrices de vuestros Pastores, dedicad tiempo y poned empeño en formaros cristianamente.

De la vida agrícola y ganadera manan, como de una fuente inagotable, costumbres de gran valor humano: la amistad generosa, la prontitud en compartir, la solidaridad con los necesitados, el amor a la familia y a la paz, el sentido trascendente de la vida. Son virtudes humanas y cristianas que debéis mantener y acrecentar, porque son pilares de la vida familiar y social en el presente y en el futuro de la Argentina.

7. Por último, quisiera poner de relieve algunas exigencias de aquella solidaridad a que hemos aludido, que es fundamento de la convivencia pacífica, condición, a su vez, indispensable de todo verdadero progreso.

Ciertamente, hay que superar de una vez para siempre las condiciones de inferioridad que sufren ciertos sectores del mundo rural, lo cual les lleva a la convicción de sentirse socialmente marginados. Al mismo tiempo tienen que desaparecer la discriminación y los desequilibrios entre la ciudad y el campo, causa frecuente de desamor al trabajo de la tierra, y que produce masivas fugas hacia la ciudad donde, muchas veces, las condiciones de vida son aún peores. Y, por supuesto, es urgente que el desarrollo de la industria y el comercio no grave injustamente sobre el mundo agrícola. Urge, sobretodo, formar de un modo pleno a la juventud rural, con una adecuada preparación en el terreno profesional, humano y cristiano para que se pueda dar una válida respuesta a las exigencias de la moderna sociedad argentina.

Recoged el desafío propio de nuestro tiempo, para organizar en el agro una asistencia técnica y cultural que sea eficaz: que la profesionalidad del agricultor le devuelva su amor a la tierra; que pueda disfrutar de una auténtica tutela legal, él y su familia, en caso de enfermedad, vejez o cesantía; que los salarios se rijan por la dignidad del hombre que trabaja y sus necesidades personales y familiares, y no por la fría y. a veces, inhumana ley del mercado. En una palabra: que las condiciones de vida rural sean auténticamente humanas y dignas de los ciudadanos de la misma patria y dignas de los hijos de Dios.

La tierra es un don del Creador a todos los hombres. Sus riquezas – agrícolas, ganaderas, mineras, etc. – no pueden repartirse entre un limitado número de sectores o categorías de personas, mientras otros quedan excluidos de sus beneficios.

Vienen a mi mente, queridos argentinos, tantos hombres y mujeres que habiendo nacido en otras tierras, en tiempos aún recientes, han venido a trabajar entre vosotros, considerándose ya hijos de esta noble nación. Como señalaba en mi Encíclica Laborem Exercens: “La emigración por motivos de trabajo no puede convertirse de ninguna manera en ocasión de explotación financiera y social. En lo referente a la relación del trabajo con el trabajador inmigrado deben valer los mismos criterios que sirven para cualquier otro trabajador en aquella sociedad” (Laborem Exercens, 23).

Ciertamente, en determinadas circunstancias, puede suponer un esfuerzo heroico este modo de comportarse, pero no olvidemos las palabras del Apóstol: “A los ricos de este mundo, recomiéndales... que practiquen el bien, que sean ricos en buenas obras, que den con generosidad y sepan compartir sus riquezas” (1Tm 6, 17-18).

Queridos hombres y mujeres que trabajáis en el campo: ¡Tenéis derecho a ser tratados como merece vuestra dignidad de personas e hijos de Dios! Pero, al mismo tiempo, ¡tenéis el deber de tratar a los demás de igual modo!

8. “El reino de Dios se parece al hombre que arroja la semilla en la tierra” (Mc 4, 26).

Y si el reino de Dios, en Jesucristo, es entregado como don y como tarea a todos los hombres, a vosotros es entregado en modo particular: a vosotros, hijos e hijas de esta tierra que cultiváis “ con el sudor de la frente ” y con múltiples fatigas.

¡Sed conscientes de esta verdad sobre el reino de Dios! ¡Sed conscientes de vuestra vocación, a la vez humana y cristiana!

Estáis llamados en modo particular a cumplir esa Alianza que Dios –Creador y Padre– ha pactado con el hombre, desde los comienzos, mandándole someter y dominar la tierra.

Hijos e hijas de esta tierra argentina: “Se ha complacido el Padre en daros el reino” (Lc 12, 32).

¡No lo olvidéis jamás! Así sea.



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