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VIAJE APOSTÓLICO A JAMAICA, MÉXICO Y DENVER

VIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL CHERRY CREK PARK DE DENVER

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Solemnidad de la Asunción
Domingo 15 de agosto de 1993

 

«Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc 1, 49).

Amados jóvenes y queridos amigos en Cristo:

1. Hoy la Iglesia se encuentra, con María, en el umbral de la casa de Zacarías en Ain-Karim. Con la nueva vida que llevaba dentro de sí, la Virgen de Nazaret se apresuró a ir allí, inmediatamente después del fiat de la Anunciación, para ayudar a su prima Isabel. Fue Isabel la primera en reconocer las maravillas que Dios estaba realizando en María. Llena del Espíritu Santo, Isabel se sorprendió de que la madre de su Señor hubiera ido a su casa (cf. Lc 1, 43). Con intuición profunda del misterio, declaró: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45). Con su alma llena de humilde gratitud hacia Dios, María respondió con un himno de alabanza: «Porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, santo es su nombre» (Lc 1, 49).

En esta solemnidad la Iglesia celebra la culminación de las maravillas que Dios realizó en María: su Asunción gloriosa al cielo. Y el mismo himno de acción de gracias, el Magníficat, resuena en toda la Iglesia, como la primera vez en Am-Karim: todas las generaciones te llamarán bienaventurada (cf. Lc 1, 48).

Nos hallamos reunidos aquí, al pie de las Montañas Rocosas —que nos recuerdan que Jerusalén también estaba rodeada por montes (cf. Sal 124, 2) y que María subió a ellos (cf. Lc 1, 39)— para celebrar la subida de María a la Jerusalén celestial, al umbral del templo eterno de la santísima Trinidad. Aquí en Denver, en la Jornada mundial de la juventud, los hijos e hijas católicos de Estados Unidos, junto con otros «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5, 9), se unen a todas las generaciones que desde entonces han proclamado: el Poderoso ha hecho maravillas en tu favor, María (Lc 1, 49), y en favor de todos nosotros, miembros de su pueblo peregrino.

Con mi corazón lleno de alabanza a la Reina del Cielo, signo de esperanza y fuente de consuelo en nuestra peregrinación de fe hacia «la Jerusalén celestial» (Hb 12, 22), os saludo a todos los que participáis en esta liturgia solemne. Me complace ver a tantos sacerdotes, religiosos y fieles laicos de Denver, del Estado de Colorado, de todas partes de Estados Unidos, y de muchos países del mundo, que se han unido a los jóvenes de la Jornada mundial de la juventud para honrar la victoria definitiva de la gracia en María, Madre del Redentor.

2. La octava Jornada mundial de La juventud es una celebración de vida. Este encuentro nos ha permitido hacer una seria reflexión sobre las palabras de Jesucristo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Jóvenes de todos los rincones del mundo, con oración ardiente habéis abierto vuestro corazón a la verdad de la promesa de vida nueva de Cristo. Mediante los sacramentos, especialmente la penitencia y la Eucaristía, y mediante la unidad y la amistad nacida entre muchos de vosotros, habéis hecho una experiencia real y transformadora de la vida nueva que sólo Cristo puede dar. Vosotros, jóvenes peregrinos, también habéis mostrado que comprendéis que el don de la vida de Cristo no es únicamente para vosotros. Habéis llegado a ser más conscientes de vuestra vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Para mí, nuestro encuentro ha sido una profunda y conmovedora experiencia de vuestra fe en Cristo, y hago mías las palabras de san Pablo: «Tengo plena confianza en hablaros; estoy muy orgulloso de vosotros. Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2Co 7, 4).

Ésas no son palabras de elogio vano. Confío en que hayáis comprendido el alcance del desafío que se os plantea, y que tendréis la sabiduría y la valentía de afrontarlo. Es mucho lo que depende de vosotros.

3. Este mundo maravilloso —tan amado por el Padre que envió a su Hijo único para su salvación (cf. Jn 3, 17)— es el teatro de una batalla interminable que está librándose por nuestra dignidad e identidad como seres libres y espirituales. Esa lucha tiene su paralelismo en el combate apocalíptico descrito en la primera lectura de la misa. La muerte lucha contra la vida: una «cultura de la muerte» intenta imponerse a nuestro deseo de vivir, y vivir plenamente. Hay quienes rechazan la luz de la vida, prefiriendo «las obras infructuosas de las tinieblas» (Ef 5, 11). Cosechan injusticia, discriminación, explotación, engaño y violencia. En todas las épocas, su éxito aparente se puede medir por la matanza de los inocentes. En nuestro siglo, más que en cualquier otra época de la historia, la cultura de la muerte ha adquirido una forma social e institucionalizada de legalidad para justificar los más horribles crímenes contra la humanidad: el genocidio, las soluciones finales, las limpiezas étnicas y el masivo «quitar la vida a los seres humanos aun antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte» (Dominum et vivificantem, 57).

La lectura de hoy, tomada del libro del Apocalipsis, presenta a la Mujer rodeada por fuerzas hostiles. La naturaleza absoluta de su ataque está simbolizada en el objeto de su intención malvada: el Niño, el símbolo de la vida nueva. El «dragón» (Ap 12, 3), el «príncipe de este mundo» (Jn 12, 31) y el «padre de la mentira» (Jn 8, 44), intenta incesantemente desarraigar del corazón humano el sentido de gratitud y respeto al don original, extraordinario y fundamental de Dios: la misma vida humana. Hoy esa batalla ha llegado a ser cada vez más directa.

4. Queridos amigos, este encuentro en Denver sobre el tema de la vida debería conducirnos a una conciencia más profunda de la contradicción interna que existe en una parte de la cultura de la metrópoli moderna.

Cuando los padres fundadores de esta gran nación recogieron ciertos derechos inalienables en la Constitución —algo similar existe en muchos países y en muchas Declaraciones internacionales—, lo hicieron porque reconocían la existencia de una ley —una serie de derechos y deberes— esculpida por el Creador en el corazón y la conciencia de cada persona.

En gran parte del pensamiento contemporáneo no se hace ninguna referencia a esa ley garantizada por el Creador. Sólo queda a cada persona la posibilidad de elegir este o aquel objetivo como conveniente o útil en un determinado conjunto de circunstancias. Ya no existe nada que se considere intrínsecamente bueno y universalmente vinculante. Se afirman los derechos, pero, al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva, carecen de cualquier base sólida. Existe una gran confusión en amplios sectores de la sociedad acerca de lo que está bien y lo que está mal, y están a merced de quienes tienen el poder de crear opinión e imponerla a los demás.

La familia se halla especialmente atacada. Y se niega el carácter sagrado de la vida humana. Naturalmente, los miembros más débiles de la sociedad son los que corren mayor riesgo: los no nacidos, los niños, los enfermos, los minusválidos, los ancianos, los pobres y los desocupados, los inmigrantes, los refugiados y el Sur del mundo.

5. Jóvenes peregrinos, Cristo os necesita a vosotros para iluminar el mundo y mostrarle el «sendero de la vida» (Sal 16, 11). El desafío consiste en hacer que el «sí» de la Iglesia a la vida sea concreto y efectivo. La batalla será larga, y necesita de cada uno de vosotros. Poned vuestra inteligencia, vuestros talentos, vuestro entusiasmo, vuestra compasión y vuestra fortaleza al servicio de la vida.

No tengáis miedo. El resultado de la batalla por la vida ya está decidido, aunque prosigue la lucha en circunstancias adversas y con muchos sufrimientos. Esa certeza nos la ofrece la segunda lectura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron […]. Así también todos revivirán en Cristo» (1Co 15, 20-22). Esta es la paradoja del mensaje cristiano: Cristo —la Cabeza— ya venció el pecado y la muerte. Cristo en su Cuerpo —el pueblo peregrino de Dios— sigue sufriendo el ataque del maligno y de todo el mal de que es capaz la humanidad pecadora.

6. En esta etapa de la historia, el mensaje liberador del evangelio de la vida ha sido puesto en vuestras manos. Y la misión de proclamarlo hasta los confines de la tierra pasa ahora a vuestra generación. Como el gran apóstol Pablo, también vosotros debéis sentir toda la urgencia de esa tarea: «Ay de mí si no predicara el Evangelio» (1Co 9, 16). ¡Ay de vosotros si no lográis defender la vida! La Iglesia necesita vuestras energías, vuestro entusiasmo y vuestros ideales juveniles para hacer que el evangelio de la vida penetre el entramado de la sociedad, transformando el corazón de la gente y las estructuras de la sociedad, para crear una civilización de justicia y amor verdaderos. Hoy, en un mundo que carece a menudo de la luz y de la valentía de ideales nobles, la gente necesita más que nunca la espiritualidad lozana y vital del Evangelio.

No tengáis miedo de salir a las calles y a los lugares públicos, como los primeros Apóstoles que predicaban a Cristo y la buena nueva de la salvación en las plazas de las ciudades, de los pueblos y de las aldeas. No es tiempo de avergonzarse del Evangelio (cf. Rm 1, 16). Es tiempo de predicarlo desde los terrados (cf. Mt 10, 27). No tengáis miedo de romper con los estilos de vida confortables y rutinarios, para aceptar el reto de dar a conocer a Cristo en la metrópoli moderna. Debéis ir a «los cruces de los caminos» (Mt 22, 9) e invitar a todos los que encontréis al banquete que Dios ha preparado para su pueblo. No hay que esconder el Evangelio por miedo o indiferencia. No fue pensado para tenerlo escondido. Hay que ponerlo en el candelero, para que la gente pueda ver su luz y alabe a nuestro Padre celestial (cf. Mt 5, 15-16).

Jesús vino a buscar a los hombres y mujeres de su tiempo. Los comprometió en un diálogo abierto y sincero, independientemente de su condición. Como buen samaritano de la familia humana, se acercó a la gente para sanarla de sus pecados y de las heridas que la vida inflige, y llevarla a la casa del Padre. Jóvenes de la Jornada mundial de la juventud, la Iglesia os pide que vayáis, con la fuerza del Espíritu Santo, a los que están cerca y a los que están lejos. Compartid con ellos la libertad que habéis hallado en Cristo. La gente tiene sed de auténtica libertad interior. Anhela la vida que Cristo vino a dar en abundancia. Ahora que se avecina un nuevo milenio, para el que toda la Iglesia está preparándose, el mundo es como un campo ya pronto para la cosecha. Cristo necesita obreros dispuestos a trabajar en su viña. Vosotros, jóvenes católicos del mundo, no lo defraudéis. En vuestras manos llevad la cruz de Cristo. En vuestros labios, las palabras de vida. En vuestro corazón, la gracia salvífica del Señor.

7. En el momento de su Asunción, María fue «llevada a la vida», en cuerpo y alma. Ya es parte de las «primicias» (1Co 15, 20) de la muerte y resurrección redentora de nuestro Salvador. El Hijo recibió de ella su vida humana; él, en cambio, le dio a ella la plenitud de la comunión en la vida divina. Ella es el único ser —además de Cristo— en el que el misterio ya se ha realizado plenamente. En María, la victoria final de la vida sobre la muerte ya es realidad. Y, como enseña el concilio Vaticano II: «La Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga» (Lumen gentium, 65). En La Iglesia y por ella, también nosotros esperamos «una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros» (1P 1, 4).

Bendita seas, María.
Madre del Hijo eterno,
nacido de tu seno virginal,
eres llena de gracia (cf. Lc 1, 28).
Recibiste más abundancia de vida (cf. Jn 10, 10)
que los demás descendientes de Adán y Eva.
Como la más fiel
de los que «oyen la palabra» (cf. Lc 11, 28),
no sólo conservaste
y meditaste ese misterio en tu corazón (cf. Lc 2, 19. 51),
sino que también lo observaste en tu cuerpo
y lo alimentaste con el amor abnegado
con que rodeaste a Jesús
durante toda su vida terrena.
Como Madre de la Iglesia,
nos guías todavía desde tu lugar en el cielo
e intercedes por nosotros.
Nos conduces a Cristo,
«el camino, la verdad y la vida»
(Jn 14, 6),
y nos ayudas a crecer en santidad,
venciendo el pecado (cf. Lumen gentium, 65).

8. La liturgia te presenta a ti, Maria,
como la mujer vestida de sol (cf. Ap 12, 1).
Pero estás vestida, aún más espléndidamente,
de la luz divina,
que puede llegar a ser la vida
de todos cuantos han sido creados
a imagen y semejanza de Dios mismo:
«La vida era la luz de los hombres,
y la luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1, 4-5).

¡Oh mujer vestida de sol,
los jóvenes del mundo
te saludan con mucho amor
;
vienen a ti con toda la valentía de su corazón joven!
Denver los ha ayudado
a ser más conscientes de la vida que trajo tu Hijo divino.

Todos nosotros somos testigos de ella.

Estos jóvenes saben ahora
que la vida es mas poderosa
que las fuerzas de la muerte
;
saben que la verdad
es más poderosa que las tinieblas,
y que el amor
es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).

Tu espíritu se alegra, oh María,
y nuestro espíritu se alegra contigo,
porque el Poderoso
ha hecho maravillas en favor tuyo y nuestro,
en favor de todos los jóvenes
congregados aquí en Denver,
en favor de todos los jóvenes del mundo.
El Poderoso ha hecho maravillas
en favor tuyo, María,
y a favor nuestro;
a favor nuestro, contigo.
El Poderoso ha hecho maravillas
a favor nuestro
y santo es su nombre.
Su misericordia alcanza
de generación en generación.
Nos alegramos, María;
nos alegramos contigo,
Virgen elevada al cielo.
El Señor ha hecho maravillas en tu favor.
El Señor ha hecho maravillas a favor nuestro
.
Aleluya
. Amén.

 



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