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SANTA MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS
FALLECIDOS DURANTE EL AÑO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
LEÍDA POR EL CARDENAL BERNARDIN GANTIN

Martes 11 de noviembre de 1997

 

1. «Los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria» (Jn 17, 24). Con estas palabras, Jesús, ya a punto de despedirse, encomienda a los Apóstoles al Padre. Está a punto de irse, mientras que ellos permanecerán para proseguir su misión salvífica, anunciando el Evangelio, custodiando el depósito de la fe y guiando al pueblo de la nueva Alianza. Lo harán, primero, personalmente, y después mediante la obra de sus sucesores, a quienes transmitirán su misión.

También a estos futuros ministros de la salvación se extiende el pensamiento de Jesús en la hora suprema de su vida: la hora de su Pascua de muerte y resurrección: «Los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo...». La íntima comunión de amor que une a Cristo con los Apóstoles y con la multitud de quienes recogerán su mandato, se realizará plenamente cuando también ellos, junto con él, sean acogidos en presencia del Padre, para contemplar su gloria, la gloria que le pertenece «antes de la creación del mundo» (Jn 17, 24).

2. En el clima típico del mes de noviembre, marcado por el recuerdo de los fieles difuntos, nos hemos reunido hoy en torno al altar para hacer memoria de los cardenales, arzobispos y obispos que volvieron a la casa del Padre durante este último año. Mientras ofrecemos en su sufragio el sacrificio eucarístico, pidamos al Señor que les conceda su premio celestial, prometido a los servidores buenos y fieles.

En esta celebración queremos recordar de modo particular a los recordados y venerados hermanos cardenales Joseph Louis Bernardin, Jean Jérôme Hamer, Narciso Jubany Arnau, Juan Landázuri Ricketts, Mikel Koliqi, Ugo Poletti y Bernard Yago, que entraron en la casa del Padre durante los últimos doce meses.

Extendamos nuestro recuerdo afectuoso a los arzobispos y a los obispos que, en este mismo período, dejaron este mundo. Se durmieron en el Señor, encomendándose a su amor misericordioso, con la esperanza bien fundada de poder participar del convite eterno del cielo (cf. Is 25, 6).

3. Cuando nuestros hermanos estaban aquí, proclamaron y testimoniaron la fe en la resurrección con su palabra y su vida. ¡Cuántas veces repitieron las palabras de san Pablo, que se acaban de proclamar: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron »! (1Co 15, 20). Llamados a ser dispensadores de la vida divina en la Iglesia, ahora descansan en espera de la resurrección final, cuando la muerte sea vencida para siempre (cf. Is 25, 8; 1Co 15, 26) y Dios sea todo en todos (cf. 1Co 15, 28).

Los recordamos con afecto y gratitud por el generoso servicio pastoral que realizaron, a veces a costa de grandes dificultades y sufrimientos: toda la comunidad cristiana se ha beneficiado de sus esfuerzos apostólicos. Al mismo tiempo, elevamos nuestra ferviente oración para que el Señor los acoja consigo en la gloria (cf. Jn 17, 24). Por ellos y con ellos manifestamos el deseo del encuentro definitivo con Dios: «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, mi Dios» (Sal 42, 2).

4. A la Virgen Dolorosa, a quien en la tradicional imagen de la Piedad contemplamos en el acto de abrazar a su Hijo divino, muerto y bajado de la cruz, encomendamos ahora las almas de nuestros hermanos en la fe y el sacerdocio.

Que María, a quien durante su vida terrena amaron y veneraron con amor de hijos, los introduzca en el reino eterno del Padre. Que María, con su mirada atenta, vele por ellos, que ahora duermen el sueño de la paz, en espera de la resurrección bienaventurada. Por ellos elevemos a Dios nuestra oración, sostenidos por la esperanza de reencontrarnos todos un día, unidos para siempre en el Paraíso.

Concédeles, Señor, el descanso eterno, y brille sobre ellos la luz perpetua. Descansen en paz.

Amén.



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