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FUNERAL EN SUFRAGIO DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Viernes 12 de junio de 1998

 

1. «Ego resuscitabo eum in novissimo die»: «Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).

Estas palabras del Señor Jesús resuenan con singular elocuencia hoy en la basílica de San Pedro, donde nos hemos reunido, con dolor y esperanza, para celebrar las exequias del venerado hermano cardenal Agostino Casaroli, llamado por el Padre durante la noche del martes pasado.

La divina Providencia quiso que las exequias tengan lugar al día siguiente de la solemnidad del Corpus Christi, en la que la Iglesia adora el gran misterio de la Eucaristía, sacramento de Cristo muerto y resucitado, pan de vida inmortal. En esta hora de luto, la página del evangelio de san Juan sobre el «pan de vida» es realmente luminosa como un faro. «Yo soy el pan de vida (...) y el pan que yo voy a dar es mi carne para la vida del mundo. (...) Quien coma mi carne y beba mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 48. 51. 54).

¡Qué gran alivio nos proporcionan hoy estas palabras, mientras contemplamos el féretro del querido secretario de Estado emérito! ¡Qué íntimo consuelo al pensar que fue, y sigue siendo para siempre, sacerdote de Cristo, ministro del pan de la vida! Todos los días se alimentó de este sacramento, en el que el Señor nos da la prenda de la resurrección. Y cada día, durante más de sesenta años, lo distribuyó al pueblo de Dios. La carne de Cristo se entrega para la vida del mundo, como nos recuerda el evangelista san Juan (cf. Jn 6, 51), y la misión del sacerdote es precisamente «en la Iglesia para el mundo», como reza el título del libro que recoge las homilías y los discursos pronunciados por el querido cardenal Casaroli durante su larga y benemérita actividad de pastor celoso e ilustre diplomático.

2. «Rogate quae ad pacem sunt Ierusalem »: «Desead la paz a Jerusalén (...). Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: .La paz contigo.». «Pax in te!» (Sal 122, 6. 8).

¡La obra de la paz! En este momento me complace recordar a nuestro hermano fallecido como sabio servidor de la paz, que es expresión histórica del don escatológico que Cristo dejó a su Iglesia. No podemos por menos de reconocerlo y señalarlo como un auténtico «artífice de paz», un ejemplo luminoso de los artífices del «opus iustitiae» a los que Jesús llama «bienaventurados (...) porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9).

Con ocasión de su 70 cumpleaños, quiso abrir su corazón y mostrar las líneas fundamentales del servicio eclesial que prestó en el centro de la Santa Sede. Entre ellas incluye «el profundo amor a la causa de la paz y la cooperación entre las naciones y dentro de ellas, sostenido por la convicción de que se trata de imperativos morales y de una necesidad, sobre todo hoy, para la misma supervivencia de la humanidad» (Agostino Casaroli, Nella Chiesa per il mondo, Milán 1987, p. 494).

Esta paz, como dice el Salmo, siempre la deseó ante todo «para Jerusalén», es decir, para la Iglesia. Son innumerables las conversaciones y los encuentros que el cardenal Casaroli tuvo con representantes de Estados y organismos nacionales e internacionales, en calidad de subsecretario y, luego, secretario de la Congregación para Asuntos eclesiásticos extraordinarios, que, más tarde, se convirtió en la sección para las relaciones con los Estados; y, por último, como secretario de Estado. Su preocupación constante fue la defensa de la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de la misión que el Redentor le confió. En esta perspectiva se deben interpretar los contactos que mantuvo en tiempos difíciles con los regímenes del mundo comunista, con el objetivo de asegurar en esos países la permanencia de las estructuras eclesiales legítimas. El fin supremo que inspiró siempre su acción fue el bien de las almas, en particular del gran número de católicos que permanecieron fieles a la Iglesia, pero en grave peligro de progresiva descristianización.

En esas delicadas misiones se mostró como un activo y creativo realizador del principio del diálogo, tan apreciado por el siervo de Dios el Papa Pablo VI, de quien fue íntimo colaborador, después de haber trabajado fielmente con los venerados Pontífices los siervos de Dios Pío XII y Juan XXIII. «Diálogo —afirma también él mismo— como camino fundamental y método soberano, no sólo para servir a la paz, sino también para incrementar la eficacia y los resultados de la actividad diplomática», diálogo auténtico, es decir, «firme en la afirmación de la verdad y en la defensa del derecho, respetando a las personas» (ib.).

Con ese servicio, siempre animado por un fino espíritu eclesial, prestó una contribución notable, reconocida por todos, a la causa de la verdad y de la libertad en tiempos difíciles para la Iglesia y para la humanidad. Tuvo la dicha de ver coronados sus sabios y pacientes esfuerzos con la llegada de la nueva fase histórica, marcada por los acontecimientos de 1989.

3. Pocos meses después del inicio de mi pontificado, llamé a monseñor Agostino Casaroli a mi lado como secretario de Estado y, algo más tarde, lo creé cardenal. Durante muchos años, hasta que cumplió su mandato en diciembre de 1990, pude constatar con admiración, siendo yo el primer beneficiado, su fidelidad y sus múltiples dotes humanas, pastorales y diplomáticas.

Con ocasión de mi visita a la diócesis de Piacenza, hace diez años, quise acudir a Castel San Giovanni, su pueblo natal, y entrar en la iglesia parroquial donde fue bautizado y donde recibió la confirmación y la ordenación sacerdotal. En este momento, expreso mi sentimiento de profundo pésame a sus familiares y a los numerosos amigos y conocidos de su tierra de origen. Pero, sobre todo, como hice en aquella feliz circunstancia (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de julio de 1988, p. 18), quisiera elevar mi acción de gracias al Espíritu Santo por haberlo concedido a la Iglesia para el servicio directo de la Sede apostólica.

Me complace mencionar también otro aspecto, menos conocido pero muy edificante, de su personalidad. A pesar de estar ocupado en asuntos de gran importancia para la Iglesia y para las relaciones internacionales, desde 1943 no dejó de prestar un servicio pastoral en el Centro correccional de menores de Casal del Marmo, en Roma. Había entablado con esos jóvenes y con sus familias una relación de confianza recíproca: lo llamaban familiarmente «don Agostino ». Así, además de su arduo trabajo de pastor y diplomático, mantenía un contacto concreto con las personas, especialmente con estos «sus» muchachos, a quienes visitó por última vez hace cerca de diez días.

«Paz para los que te aman» (Sal 122, 6): es consolador, como desea el Salmo responsorial, pensar que la oración de muchos, a quienes su sacerdocio proporcionó consuelo y esperanza, se une hoy a la nuestra, y se eleva agradable al Padre celestial en sufragio de su alma.

4. Confiamos en que Dios, infinitamente bueno y misericordioso, acogerá en su paz a nuestro venerado hermano, que nos deja el testimonio de sus virtudes humanas, cristianas y sacerdotales, gracias a las cuales permanece inolvidable para nosotros.

Aquel que, según las palabras del apóstol Pedro que acabamos de proclamar, «mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible » (1 P 1, 3-4), seguramente lo introducirá en el Reino, por el que entregó toda su vida.

Tenemos un signo seguro de esa esperanza en María santísima, asociada al misterio del Redentor y elevada a la gloria. A ella, Madre y Reina de los Apóstoles, encomendamos el alma del cardenal Agostino Casaroli, para que alcance, con la plenitud de gozo y de paz, la meta de su fe (cf. 1 P 1, 9).

A todos nosotros, que despedimos a este inolvidable hermano nuestro, se dirige la invitación a mirar a las alturas y a renovar la fe en la resurrección. En nuestro espíritu resuenan nuevamente las palabras de Dios en el libro del profeta Ezequiel: «He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestros sepulcros. (...) Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago, oráculo de Yahveh» (Ez 37, 12. 14). Amén.



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