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CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS
DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS, 
Y TE DEUM DE ACCIÓN DE GRACIAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Viernes 31 de diciembre de 1999

 

1. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4).

¿Qué es "la plenitud de los tiempos", de la que habla el Apóstol? La experiencia nos permite palpar que el tiempo pasa inexorablemente. Todas las criaturas están sujetas al paso del tiempo. Pero sólo el hombre se da cuenta de su devenir en el tiempo. Advierte que su historia personal está vinculada al fluir de los días.

La humanidad, consciente de su "devenir", escribe su propia historia:  la historia de las personas, de los Estados y de los continentes, la historia de las culturas y de las religiones. Esta tarde nos preguntamos:  ¿qué es lo que ha caracterizado principalmente al milenio que ahora está llegando a su fin? ¿Cómo se presentaba hace mil años la geografía de los países, la situación de los pueblos y de las naciones? ¿Quién sabía entonces de la existencia de otro gran continente al oeste del océano Atlántico? El descubrimiento de América, con el que comenzó una nueva era de la historia de la humanidad, constituye sin duda un elemento fundamental en la valoración del milenio que concluye.

También este último siglo se ha caracterizado por profundas y a veces rápidas transformaciones, que han influido en la cultura y en las relaciones entre los pueblos. Basta pensar en las dos ideologías opresoras, responsables de innumerables víctimas, que en él se han consumado. ¡Qué sufrimientos! ¡Qué dramas! Pero también ¡qué conquistas tan extraordinarias! Estos años, confiados por el Creador a la humanidad, llevan en sí los signos de los esfuerzos del hombre, de sus derrotas y de sus victorias (cf. Gaudium et spes, 2).

En este cambio de época, quizá el mayor riesgo consiste en que "muchos de nuestros contemporáneos no pueden discernir bien los valores perennes y, al mismo tiempo, compaginarlos adecuadamente con los nuevos descubrimientos" (ib., 4). Éste es un gran desafío para nosotros, hombres y mujeres que nos disponemos a entrar en el año 2000.

2. "Al llegar la plenitud de los tiempos". La liturgia nos habla de la "plenitud de los tiempos" y nos ilumina sobre el contenido de esa "plenitud". Dios quiso introducir su Verbo eterno en la historia de la gran familia humana, haciéndole asumir una humanidad como la nuestra. Mediante el acontecimiento sublime de la Encarnación, el tiempo humano y cósmico alcanzó su plenitud:  "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5). Éste es el gran misterio:  la Palabra eterna de Dios, el Verbo del Padre, se ha hecho presente en los acontecimientos que componen la historia terrena del hombre. Con la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo, y la historia del hombre se abrió a un cumplimiento trascendente en lo absoluto de Dios.

De este modo, al hombre se le ofrece una perspectiva inimaginable:  puede aspirar a ser hijo en el Hijo, heredero con él del mismo destino de gloria. La peregrinación de la vida terrena es, por tanto, un camino que se realiza en el tiempo de Dios. La meta es Dios mismo, plenitud del tiempo en la eternidad.

3. A los ojos de la fe, el tiempo cobra así un significado religioso y más aún durante el Año jubilar que acaba de empezar. Cristo es el Señor del tiempo. Todo instante del tiempo humano está bajo el signo de la redención del Señor, que entró, una vez para siempre, "en la plenitud de los tiempos" (Tertio millennio adveniente, 10). Desde esta perspectiva, damos gracias a Dios por lo que ha sucedido a lo largo de este año, de este siglo y de este milenio. De modo especial, queremos dar gracias por los constantes progresos en el mundo del espíritu. Damos gracias por los santos de este milenio:  los elevados al honor de los altares y los más numerosos aún que no conocemos y han santificado el tiempo con su adhesión fiel a la voluntad de Dios. Damos gracias también por todas las conquistas y los éxitos conseguidos por la humanidad en el campo científico y técnico, artístico y cultural.

Por cuanto concierne a la diócesis de Roma, queremos dar gracias por el itinerario espiritual recorrido durante los años pasados y por el cumplimiento de la Misión ciudadana con vistas al gran jubileo. Mi pensamiento va a la tarde del 22 de mayo, vigilia de Pentecostés, cuando invocamos juntos al Espíritu Santo, para que esta singular experiencia pastoral llegue a ser, en el nuevo siglo, forma y modelo de la vida y de la pastoral de la Iglesia, en Roma y en muchas otras ciudades y lugares del mundo, al servicio de la nueva evangelización.

Al mismo tiempo que elevamos nuestra acción de gracias a Dios, sentimos la necesidad de implorar su misericordia para el milenio que termina. Pedimos perdón porque a menudo, por desgracia, las conquistas de la técnica y de la ciencia, tan importantes para el auténtico progreso humano, se han usado contra el hombre:  miserere nostri, Domine, miserere nostri!

4. Dos mil años han pasado desde que "la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros; hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). Por eso, elevamos en coro el canto de nuestra alabanza y acción de gracias:  Te Deum laudamus.

Te alabamos, Dios de la vida y de la esperanza.

Te alabamos, Cristo, Rey de la gloria, Hijo eterno del Padre.

Tú, nacido de la Virgen Madre, eres nuestro Redentor; te has convertido en hermano nuestro para la salvación del hombre y vendrás en la gloria a juzgar el mundo al final de los tiempos.

Tú, Cristo, fin de la historia humana, eres el centro de las expectativas de todo ser humano.

A ti te pertenecen los años y los siglos. Tuyo es el tiempo, oh Cristo, que eres el mismo ayer, hoy y siempre. Amén.

 



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