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CLAUSURA DEL OCTAVARIO DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

 Jueves 25 de enero de 2001

 

1. "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Estas palabras del evangelio de san Juan han sido la luz que ha iluminado la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que hoy se concluye; brillan como una especie de programa para el nuevo milenio en el que nos hemos adentrado.

Me es grato dirigir un deferente y cordial saludo a los delegados de las Iglesias y comunidades eclesiales que han acogido mi invitación y están hoy aquí presentes para participar en esta celebración ecuménica de la Palabra, con la cual queremos concluir de manera solemne estos días dedicados a orar más intensamente por la gran causa tan importante para todos nosotros.

A través de los miembros de las delegaciones que han venido, deseo hacer llegar a los responsables y fieles de las respectivas confesiones, junto con mi saludo, un fraterno abrazo de paz.

2. "Yo soy el camino, la verdad y la vida". El corazón del hombre, como el de los discípulos de Jesús, se turba frecuentemente ante los acontecimientos imprevisibles de la existencia (cf. Jn 14, 1). Muchos, especialmente los jóvenes, se preguntan por el rumbo que es preciso seguir. En medio del torbellino de voces que cotidianamente les acometen, se preguntan qué es la verdad, cuál es la actitud correcta, cómo se puede vencer con la vida el poder de la muerte.

Son cuestiones de fondo, que manifiestan cómo en muchos se despierta una nostalgia de la dimensión espiritual de la existencia. A estos interrogantes Jesús ya contestó cuando afirmó:  "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Corresponde a los cristianos la tarea de volver a proponer hoy, con la fuerza de su testimonio, este anuncio decisivo. Sólo así la humanidad contemporánea podrá descubrir que Cristo es la potencia y la sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1, 24), que sólo en él se encuentra la plenitud de las aspiraciones humanas (cf. Gaudium et spes, 45).

3. El movimiento ecuménico del siglo XX ha tenido el gran mérito de reafirmar claramente la necesidad de este testimonio. Después de siglos de separación, de incomprensiones, de indiferencia y, por desgracia, de contraposiciones, ha renacido en los cristianos la conciencia de que la fe en Cristo los une, y que es una fuerza capaz de superar lo que los separa (cf. encíclica Ut unum sint, 20). Por gracia del Espíritu Santo, con el concilio Vaticano II, la Iglesia católica se ha comprometido de manera irreversible a seguir el camino de la búsqueda ecuménica (cf. ib., 3).

No se deben ni se pueden minimizar las diferencias todavía existentes entre nosotros. El verdadero compromiso ecuménico no va en busca de componendas y no hace concesiones por lo que atañe a la verdad. Sabe que las separaciones entre los cristianos son contrarias a la voluntad de Cristo; sabe que son un escándalo que debilita la voz del Evangelio. No se esfuerza por ignorarlas, sino por superarlas.

Al mismo tiempo, la conciencia de lo que falta aún para la plena comunión nos hace apreciar más todo lo que ya compartimos. En efecto, a pesar de los malentendidos y los muchos problemas que nos impiden todavía sentirnos plenamente unidos, hay importantes elementos de santificación y verdad de la única Iglesia de Cristo también fuera de los confines visibles de la Iglesia católica, que impulsan hacia la plena unidad (cf. Lumen gentium, 8 y 15; Unitatis redintegratio, 3).

Efectivamente, fuera de la Iglesia católica no hay un vacío eclesial (cf. Ut unum sint, 13). Por el contrario, existen muchos frutos del Espíritu como, por ejemplo, la santidad y el testimonio de Cristo, llevado a veces hasta el derramamiento de sangre, que suscitan admiración y gratitud (cf. Unitatis redintegratio, 4; Ut unum sint, 12 y 15).

Los diálogos que se han desarrollado desde el concilio Vaticano II han dado una nueva conciencia de la herencia y de la tarea común de los cristianos, y han producido resultados muy significativos. Ciertamente, no hemos alcanzado la meta, pero hemos dado pasos importantes. De extraños y, a menudo, adversarios que éramos, nos hemos convertido en vecinos y amigos. Hemos vuelto a descubrir la fraternidad cristiana. Sabemos que nuestro bautismo nos inserta en el único Cuerpo de Cristo, en una comunión no plena aún, pero real (cf. Ut unum sint, 41 s). Tenemos motivos fundados para alabar al Señor y darle gracias.

4. Con intensa gratitud, repaso con el recuerdo el Año jubilar. En él se han producido signos verdaderamente proféticos y conmovedores en el compromiso ecuménico (cf. Novo millennio ineunte, 12).

Continúa radiante en la memoria el encuentro en esta basílica el 18 de enero de 2000, cuando por primera vez una Puerta santa fue abierta con la presencia de delegados de las Iglesias y comunidades eclesiales de todo el mundo. Pero el Señor me ha concedido incluso más aún:  he podido pasar el umbral de esa Puerta, símbolo de Cristo, acompañado por el representante de mi hermano de Oriente, el patriarca Bartolomé, y también del primado de la Comunión anglicana. Por un trecho —¡un trecho demasiado corto!— hemos hecho el camino juntos, pero ¡qué alentador ha sido ese corto trecho, signo de la providencia de Dios en el camino que queda por recorrer! Nos hemos encontrado con los representantes de numerosas Iglesias y comunidades eclesiales el 7 de mayo, ante el Coliseo, para la conmemoración conjunta de los testigos de la fe del siglo XX:  hemos sentido esa celebración como una semilla de vida para el futuro (cf. ib., 7 y 41).

Me he adherido con alegría a la iniciativa del patriarca ecuménico Bartolomé I de celebrar el milenio con un día de oración y ayuno, la víspera de la Transfiguración, el 6 de agosto de 2000. Pienso también con gran emoción en los encuentros ecuménicos que pude tener durante mi peregrinación a Egipto, al monte Sinaí y, especialmente, a Tierra Santa.

Además, recuerdo con gratitud la visita de la delegación que me envió el patriarca ecuménico para la fiesta de san Pedro y san Pablo, así como la visita del patriarca supremo y catholicós de todos los armenios, Karekin II. Tampoco puedo olvidar a los representantes de otras muchas Iglesias y comunidades eclesiales, que he recibido en Roma en estos últimos meses.

5. El jubileo ha llamado también la atención, de manera beneficiosa, sobre las dolorosas separaciones que aún permanecen. No sería honrado disfrazarlas o ignorarlas. Sin embargo, no deben desembocar en reproches recíprocos ni provocar desaliento. El dolor por las incomprensiones o los malentendidos se ha de superar con la oración y la penitencia, con gestos de amor y con la investigación teológica. Las cuestiones todavía abiertas no deben ser un obstáculo al diálogo; más bien han de considerarse como una invitación a confrontarse con franqueza y caridad. Se plantea de nuevo la pregunta:  Quanta est nobis via? No nos es dado saberlo, pero nos anima la esperanza de ser conducidos por la presencia del Resucitado y la fuerza inagotable de su Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas (cf. Novo millennio ineunte, 12).

Fortalecidos por esta certeza, miramos hacia el nuevo milenio. Está ante nosotros como un mar inmenso en el que tenemos que echar las redes (cf. Lc 5, 6 s). Pienso sobre todo en los jóvenes que construirán el nuevo siglo y podrían cambiar su aspecto. Nuestro deber ante ellos es dar un testimonio concorde.

6. Desde esta perspectiva, una tarea fundamental es la purificación de la memoria. En el segundo milenio hemos estado contrapuestos y divididos, nos hemos condenado y combatido recíprocamente. Debemos olvidar las sombras y las heridas del pasado y estar pendientes de la hora de Dios que viene (cf. Flp 3, 13).

Purificar la memoria significa también elaborar una espiritualidad de comunión (koinonía), a imagen de la Trinidad, que encarna y manifiesta la esencia misma de la Iglesia (cf. Novo millennio ineunte, 42). Debemos vivir en las cosas concretas la comunión que, si bien no es plena, existe ya entre nosotros. Dejando atrás los malentendidos, hemos de encontrarnos, conocernos mejor, aprender a amarnos mutuamente, colaborar fraternalmente juntos en la medida de lo posible.

El diálogo de la caridad, sin embargo, no sería sincero sin el diálogo de la verdad. La superación de nuestras diferencias conlleva una investigación teológica seria. No podemos pasar por alto las diferencias; no podemos modificar el depósito de la fe. Pero sin duda podemos tratar de ahondar en la doctrina de la Iglesia a la luz de la sagrada Escritura y de los Padres, y explicarla de modo que sea comprensible hoy.

Con todo, no es a nosotros a quien corresponde "hacer la unidad". Es un don del Señor. Por eso, hemos de rogar, como hemos hecho durante esta semana, para que nos sea dado el Espíritu de la unidad. La Iglesia católica, en cada celebración eucarística, implora:  "Señor, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la unidad y la paz". La oración por la unidad está presente en cada eucaristía. Es el alma de todo el movimiento ecuménico (cf. Ut unum sint, 21).

7. El nuevo año que acabamos de comenzar es un tiempo particularmente propicio para testimoniar juntos que Cristo es "el camino, la verdad y la vida". Tendremos oportunidad de hacerlo, y ya se perfilan ocasiones prometedoras. En 2001, por ejemplo, todos los cristianos celebrarán la Resurrección de Cristo en la misma fecha. Eso debería animarnos a encontrar un consenso sobre una fecha común para esta fiesta. La victoria de Cristo sobre la muerte y sobre el odio ha inspirado también la iniciativa del Consejo ecuménico de las Iglesias de dedicar los próximos diez años a vencer la violencia.

Grandes son mis expectativas ante los viajes que me llevarán a Siria y Ucrania. Deseo que contribuyan a la reconciliación y a la paz entre los cristianos. Una vez más me haré peregrino, viandante por los caminos del mundo para testimoniar a Cristo "camino, verdad y vida".

Vuestra presencia en esta celebración, queridos delegados de las Iglesias y comunidades eclesiales, me anima en este compromiso, que siento como parte esencial de mi ministerio.

Prosigamos juntos, con renovado impulso, en el camino hacia la plena unidad. Cristo camina con nosotros.

A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 



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