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PEREGRINACIÓN JUBILAR DEL PAPA JUAN PABLO II
A GRECIA, SIRIA Y MALTA TRAS LAS HUELLAS DE SAN PABLO APÓSTOL

(4-9 DE MAYO DE 2001)

SANTA MISA EN EL ESTADIO DE DAMASCO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Domingo 6 de mayo de 2001

 

1. «"Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?". Él respondió:  "¿Quién eres, Señor?". Y él:  "yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer"» (Hch 9, 4-6).

Como peregrino he venido hoy a Damasco para reavivar la memoria del acontecimiento que tuvo lugar aquí, hace dos mil años:  la conversión de san Pablo. De camino a Damasco para combatir y encarcelar a los que confiesan el nombre de Cristo, al llegar a las puertas de la ciudad, Saulo se ve rodeado por una luz extraordinaria. En el camino se le presenta Cristo resucitado y, a raíz de ese encuentro, se produce en él una profunda transformación:  de perseguidor se convierte en apóstol, y de enemigo del Evangelio se transforma en el gran misionero. La lectura de los Hechos de los Apóstoles recuerda con numerosos detalles ese acontecimiento que cambió el curso de la historia:  "Este hombre es el instrumento que he elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre" (Hch 9, 15-16).

Le agradezco sinceramente, Beatitud, las amables palabras de acogida que me ha dirigido al comienzo de esta celebración. A través de usted saludo con afecto a los obispos y a los miembros de la Iglesia greco-melquita católica, de la que usted es patriarca. Saludo cordialmente también a los cardenales, a los patriarcas, a los obispos, a los sacerdotes y a los fieles de todas las comunidades católicas, tanto de Siria como de los demás países de la región. Me alegra la presencia fraterna de los patriarcas, los obispos y los fieles de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Queridos patriarcas ortodoxos, os expreso mi gratitud por vuestra amable participación en mi peregrinación junto con vuestras comunidades. Saludo a todos muy cordialmente. Doy las gracias de corazón al ministro de Universidades, señor Hassan Rysha, representante del presidente de la República, y a los miembros de la comunidad musulmana que han querido unirse a sus amigos cristianos en esta ocasión. En esta jornada del martirio recordemos a todas las personas que han muerto en defensa de la patria, encomendándolas a la misericordia de todos los santos.

2. El acontecimiento extraordinario que se produjo cerca de aquí fue decisivo para el futuro de san Pablo y de la Iglesia. El encuentro con Cristo transformó radicalmente la existencia del Apóstol, dado que llegó a lo más íntimo de su ser y lo abrió plenamente a la verdad divina. San Pablo aceptó libremente reconocer esta verdad y dedicar su vida al seguimiento de Cristo. Al acoger la luz divina y al recibir el bautismo, lo más profundo de su ser se conformó al ser de Cristo; así, su vida se transformó y encontró la felicidad, poniendo su fe y su confianza en aquel que lo llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 2 Tm 1, 12; Ef 5, 8; Rm 13, 12). En efecto, el encuentro en la fe con el Resucitado es una luz en el camino de los hombres, una luz que transforma la existencia. La verdad de Dios se manifiesta de manera patente en el rostro resplandeciente de Cristo. Fijemos también nosotros nuestra mirada en el Señor. ¡Oh Cristo, luz del mundo, derrama sobre nosotros y sobre todos los hombres esa luz que, viniendo del cielo, rodeó a tu Apóstol! Ilumina y purifica la mirada de nuestro corazón, para que aprendamos a verlo todo a la luz de tu verdad y de tu amor a la humanidad.

La única luz que la Iglesia puede transmitir al mundo es la luz que le viene de su Señor. Los que hemos sido bautizados en la muerte y la resurrección de Cristo hemos recibido la iluminación divina y se nos ha concedido ser hijos de la Luz. Recordemos la hermosa expresión de san Juan Damasceno, que pone de relieve el origen de nuestra vocación eclesial común:  "Tú me has hecho venir a la luz, adoptándome como hijo tuyo, y me has inscrito entre los miembros de tu Iglesia santa e inmaculada" (De fide ortodoxa, 1). La palabra de Dios es una lámpara que ilumina nuestro camino; nos permite conocer la verdad que libera y santifica.

3. "Miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos" (Ap 7, 9).

Este texto de la liturgia de hoy, tomado del libro del Apocalipsis, muestra, en cierto modo, la obra que se realizó gracias al ministerio apostólico de san Pablo. En efecto, el Apóstol desempeñó un papel esencial en el anuncio del Evangelio fuera de los límites del país de Jesús. Todo el mundo entonces conocido, comenzando por los países de la cuenca del Mediterráneo, se convirtió en tierra de la evangelización paulina. Y podemos decir que después, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, el inmenso desarrollo del anuncio evangélico constituye, en cierto modo, la continuación lógica del ministerio del Apóstol de los gentiles. Aún hoy la Iglesia goza de los frutos de su actividad apostólica y se refiere constantemente al ministerio misionero de san Pablo, el cual, para generaciones enteras de cristianos, ha sido pionero e inspirador de toda misión.

Siguiendo el ejemplo de san Pablo, la Iglesia está invitada a ensanchar su mirada hacia los confines del mundo, para proseguir la misión que se le ha confiado de transmitir la luz del Resucitado a todos los pueblos y a todas las culturas, respetando la libertad de las personas y de las comunidades humanas y espirituales. Todos los hombres, cualquiera que sea su origen, están llamados a dar gloria a Dios. Dado que, como afirma san Efrén, «tú no necesitas comunicarnos los tesoros que nos das. Tú necesitas sólo una cosa:  que dilatemos nuestro corazón para recibir tus bienes, entregándote nuestra voluntad y escuchándote con nuestros oídos. Todas tus obras lucen coronas que ha trenzado la sabiduría de tu boca, diciendo:  "Todo es muy bueno"» (Diathermane, 2, 5-7).

Como san Pablo, los discípulos de Cristo afrontan un gran desafío:  deben transmitir la buena nueva con un lenguaje adecuado a cada cultura, sin perder su sustancia ni desnaturalizar su sentido. Por tanto, no tengáis miedo de testimoniar también vosotros entre vuestros hermanos y hermanas, con vuestra palabra y con toda vuestra vida, esta buena nueva:  Dios ama a todos los hombres y los invita a formar una sola familia en la caridad, pues todos son hermanos.

4. Esta buena nueva debe estimular a todos los discípulos de Cristo a buscar ardientemente los caminos de la unidad, para que, haciendo suya la oración del Señor "que todos sean uno", den un testimonio cada vez más auténtico y creíble. Me alegro vivamente por las relaciones fraternas que ya existen entre los miembros de las Iglesias cristianas de vuestro país, y os animo a desarrollarlas, en la verdad y con prudencia, en comunión con vuestros patriarcas y vuestros obispos. En el alba del nuevo milenio Cristo nos llama a reconciliarnos unos con otros mediante la caridad que constituye nuestra unidad. Sentíos orgullosos de las grandes tradiciones litúrgicas y espirituales de vuestras Iglesias de Oriente. Pertenecen al patrimonio de la única Iglesia de Cristo y constituyen puentes entre las diferentes sensibilidades. Desde los orígenes del cristianismo vuestra tierra ha conocido una vida cristiana floreciente. En la línea espiritual de Ignacio de Antioquía, de Efrén, de Simeón o de Juan Damasceno, los nombres de un sinfín de Padres, monjes, eremitas y muchos otros santos, que son la gloria de vuestras Iglesias, siguen presentes en la memoria viva de la Iglesia universal. Con vuestra adhesión a la tierra de vuestros padres, aceptando generosamente vivir aquí vuestra fe, también vosotros testimoniáis hoy la fecundidad del mensaje evangélico que ha sido transmitido de generación en generación.

Con todos vuestros compatriotas, sin tener en cuenta la comunidad a la que pertenecen, proseguid sin cesar vuestros esfuerzos con miras a la construcción de una sociedad fraterna, justa y solidaria, donde a cada uno se reconozcan su dignidad humana y sus derechos fundamentales. En esta tierra santa, cristianos, musulmanes y judíos están llamados a trabajar juntos, con confianza y audacia, para lograr que llegue cuanto antes el día en que cada pueblo vea respetados sus derechos legítimos y pueda vivir en un clima de paz y entendimiento mutuo. Quiera Dios que los pobres, los enfermos, los discapacitados y todos los heridos por la vida sean siempre entre vosotros hermanos y hermanas respetados y amados. El Evangelio es un poderoso factor de transformación del mundo. Ojalá que gracias a vuestro testimonio de vida los hombres de hoy descubran la respuesta a sus aspiraciones más profundas y los fundamentos de la convivencia en el seno de la sociedad.

5. Familias cristianas, la Iglesia cuenta con vosotras y confía en vosotras para transmitir a vuestros hijos la fe que habéis recibido, a lo largo de los siglos, desde el apóstol san Pablo. Permaneciendo unidas y abiertas a todos y defendiendo siempre el derecho a la vida desde su concepción, sed hogares luminosos, plenamente conformes al designio de Dios y a las auténticas exigencias de la persona humana. Dad un lugar importante a la oración, a la escucha de la palabra de Dios y a la formación cristiana; encontraréis en ellas un apoyo eficaz para responder a las dificultades de la vida diaria y a los grandes desafíos del mundo actual. Participar con regularidad en la eucaristía dominical es una necesidad para toda vida cristiana fiel y coherente. Es un don privilegiado en el que se realiza y se anuncia la comunión con Dios y con los hermanos.

Hermanos y hermanas, buscad sin cesar el rostro de Cristo, que se manifiesta en vosotros. En él encontraréis el secreto de la verdadera libertad y de la alegría de corazón. Que arda en lo más íntimo de vosotros mismos el deseo de auténtica fraternidad entre todos los hombres. Poniéndoos con entusiasmo al servicio de los demás, daréis sentido a vuestra vida, dado que la identidad cristiana no se caracteriza por la oposición a los demás, sino por la capacidad de salir de sí para ir al encuentro de los hermanos. La apertura al mundo, con lucidez y sin temor, forma parte de la vocación del cristiano, consciente de su identidad y arraigado en su patrimonio religioso, que expresa la riqueza del testimonio de la Iglesia.

6. "Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 27-30).

Con estas palabras del evangelio de hoy Jesucristo mismo nos muestra el admirable dinamismo de la evangelización. Dios, que muchas veces y de muchos modos habló a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por medio de su Hijo (cf. Hb 1, 1-2). Este Hijo, de la misma sustancia del Padre, es el Verbo de vida. Él mismo da la vida eterna. Vino para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cf. Jn 10, 10). A las puertas de Damasco, en su encuentro con Cristo resucitado, san Pablo aprendió esta verdad y la convirtió en el contenido de su predicación. Se presentó ante él la maravillosa realidad de la cruz de Cristo, en la que se realiza la redención del mundo. San Pablo comprendió esta realidad y le consagró toda su vida.

Hermanos y hermanas, elevemos nuestra mirada a la cruz de Cristo para descubrir en ella la fuente de nuestra esperanza. En ella encontramos un auténtico camino de vida y felicidad. Contemplemos el rostro amoroso de Dios, que nos ofrece a su Hijo para hacer de todos nosotros "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). Acojámoslo en nuestra vida, para inspirarnos en él y realizar el misterio de comunión que encarna y manifiesta la esencia misma de la Iglesia.

Vuestra pertenencia a la Iglesia debe ser para vosotros y para todos vuestros hermanos y hermanas un signo de esperanza que recuerde que el Señor se presenta a cada uno en su camino, a menudo de manera misteriosa e inesperada, como se presentó a san Pablo en el camino de Damasco, envolviéndolo con su luz resplandeciente.

Que el Resucitado, cuya Pascua este año hemos celebrado juntos todos los cristianos, nos conceda el don de la comunión en la caridad. Amén.

 



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