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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL ARZOBISPO DE PRAGA
EN EL 250° CENTENARIO DE LA CANONIZACIÓN
DE SAN JUAN NEPOMUCENO  

 

Al venerable hermano
cardenal Frantisek Tomásek,
arzobispo de Praga.

Venerable y querido hermano:

El próximo 19 de marzo se celebrará el 250 aniversario de la canonización de San Juan Nepomuceno: por tanto celebraremos también el 16 de mayo su fiesta litúrgica de modo más solemne que otros años. Si por estos acontecimientos te alegras tú, arzobispo de la misma Iglesia que el glorioso mártir ilustró con su constancia e hizo más ilustre con su martirio; y si todo el Pueblo de Dios goza contigo por el recuerdo de un sacerdote tan venerable, no menos me alegro yo, que siempre he amado con profunda piedad a este héroe de la fe, y que he sentido crecer mi veneración hacia él desde que Dios, en sus misteriosos designios, me ha elegido para ser Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal.

En efecto, el Santo llegó como peregrino a esta Ciudad Eterna en el jubileo de 1390. Aquí, en la basílica de Letrán. fue declarado Santo por mi predecesor Benedicto XIII en 1729. Aquí, hace 50 años, se fundó en su honor el Pontificio Colegio Nepomuceno. Finalmente, aquí imágenes y estatuas dan testimonio del amor, culto y veneración que se le ha tributado, tanto por parte de los Sumos Pontífices, como del simple pueblo fiel.

Todo esto abre mi corazón a la alabanza, a la admiración y a la oración con el fin de obtener su intercesión para su pueblo y para toda la Iglesia. Efectivamente, el culto de vuestro Patrono se ha difundido más allá de las fronteras de Bohemia y especialmente entre las naciones vecinas. En Polonia, de donde provengo, y particularmente en la archidiócesis de Cracovia, encontramos frecuentemente imágenes y sobre todo estatuas suyas colocadas habitualmente cerca de los puentes y ríos para recordar su martirio.

Si ahora queremos considerar brevemente la noble figura del Santo, la historia nos lo presenta primero como dedicado al estudio y a la preparación al sacerdocio: consciente como era de que. según la expresión de San Pablo, habría de ser transformado en otro Cristo, él transformó su alma en templo puro del Espíritu. Con igual piedad fue párroco de San Gallo, en la ciudad de Praga; luego canónigo; después vicario general. En este ministerio, que le hacía de algún modo corresponsable del gobierno de su Iglesia, encontró su martirio y a la vez su gloria. Y porque él defendió más que otros los derechos y la legítima libertad de la Iglesia, frente a los caprichos del Rey Wenceslao IV, se atrajo más que otros la ira del monarca. Este participó personalmente en su tortura, que le causó la muerte: después lo hizo arrojar desde el puente al río Moldava. Así sus aguas fueron santificadas por el cuerpo y la sangre del mártir y se convirtieron en su primer sepulcro. Esto ocurrió la noche del 20 de marzo de 1393. La luz de aquella noche se difundió por todo el mundo, y aún permanece vivísima.

Algún decenio después de la muerte del hombre de Dios, se difundió la voz de que el Rey lo había hecho matar por no haber querido violar el secreto de la confesión. Y así el mártir de la libertad eclesiástica fue venerado también como testigo del sigilo sacramental.

Con razón, mi venerable y querido hermano, tu predecesor, el entonces arzobispo de Praga, el pueblo y después la Iglesia lo aclamaron Santo. Por lo demás, el examen de sus reliquias hecho por una comisión de expertos en los años 1971-1973, confirmó las torturas sufridas por Juan Nepomuceno, cuyos vestigios permanecen aún como sello en sus huesos, custodiados en Praga como cosa santa y venerable.

A este propósito, venerable y querido hermano, no puedo menos de exhortarme a mí mismo, a ti, a tus sacerdotes, a tu pueblo, a considerar con profunda humildad de corazón las excelsas virtudes de vuestro santo Patrono, tanto para admirarle, como para imitarle.

Y lo primero de todo, su fe, viva como llama ardiente. Ella es no sólo principio y raíz de toda justificación, sino que desarrolla en nosotros tales certezas, que nos vuelven intrépidos en la confesión y en la práctica de nuestra religión. Mostrándonos los bienes eternos, objeto de nuestra esperanza, y viendo las cosas sub specie aeternitatis, ella nos facilita un recto juicio sobre los bienes de este mundo y su uso. La fe, además, haciéndonos presente a Dios, es también fuente de perfección moral. El cristiano sabe por fe que la actividad de cada día es hostia agradable al Señor, cuando va acompañada de pureza de intención, de caridad y de propia entrega.

La fe viva, pues, nos llevará siempre a servir a nuestros hermanos, tal como dice el Señor Jesús en la descripción del juicio universal (cf. Mt 25, 31 as.). De este modo se demostrará que la fe no sólo nutre las virtudes en el corazón del individuo, sino que también contribuye notablemente a la edificación de la sociedad, inspirando a los creyentes honestidad, fidelidad, sinceridad. lealtad, amor por la familia y sentido de justicia.

La figura grandiosa de San Juan, venerable hermano, encierra ejemplos y gracias para todos. Puesto que él fue sacerdote, párroco y vicario general, parece natural que los sacerdotes sean los primeros en beber de su fuente. Ciertamente, el modelo de modelos es Jesús, a quien nos dirige la voz del Padre; pero también los santos son modelos nuestros, habiendo amado a Dios sobre todas las cosas. Pues bien, San Juan encarna en sí ya el ideal del conocedor de los misterios de Dios, en tensión como estaba a la perfección de las virtudes del estudio y de la disciplina: ya el ideal de párroco que santifica a sus fieles con el ejemplo de su vida y con el celo por las almas; ya el de vicario general, ejecutor escrupuloso de sus 'deberes en el espíritu de la obediencia eclesial en armonía con la voluntad de su arzobispo.

La lección que de él brota, venerable y querido hermano, es que también nosotros todos, es decir, los sacerdotes, debemos revestirnos de sus virtudes y ser excelentes Pastores. El buen pastor conoce a sus ovejas, sus exigencias, sus necesidades. Les ayuda a desenredarse del pecado, a vencer los obstáculos y las dificultades que encuentran. A diferencia del mercenario, él va en busca de ellas, les ayuda a llevar su peso y sabe animarlas siempre. Cura sus heridas con la gracia, sobre todo a través del sacramento de la reconciliación. Las alimenta con la palabra de Dios, preparando cuidadosamente sus homilías; las forma en la piedad y en el respeto por la verdad, les enseña a evitar toda hipocresía y todo engaño. Sabe animarlas con su ejemplo personal, con su fuerza de espíritu y con su prudencia. No piensa en sí mismo, sino sólo en la salvación de las almas, sabiendo que incluso las palabras más bellas son ineficaces si no están fundadas sobre el testimonio de la vida (cf. Lumen gentium, 29).

En efecto, el Papa, el obispo y el sacerdote no viven para sí mismos, sino para los fieles, así como los padres viven para sus hijos y como Cristo se entregó al servicio de sus Apóstoles: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28).

Tales sacerdotes, fieles a la consigna de su Señor, que vino "para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52), son también constructores de una verdadera comunión que se convierte en terreno fértil para las vocaciones sacerdotales. Estas deben ser objeto de la solicitud de todos nosotros, querido hermano, y todos somos responsables de ellas (cf. Presbyterorum ordinis, 11).

Las vocaciones maduran después en los seminarios. Allí se enseña la sagrada doctrina; allí los futuros mensajeros de la Buena Nueva la asimilan; allí se enciende la llama de su devoción, se fortalece su carácter y se templa su índole. De los seminarios deben salir hombres de Dios, de los que tiene necesidad nuestro tiempo, apóstoles de Cristo que vino para dar testimonio de la verdad  y de la caridad. El seminario es el corazón de la diócesis y la esperanza de la Iglesia. ¡Que San Juan Nepomuceno sea siempre modelo y protector de los seminaristas de su patria terrena!

Y ahora, mi venerable hermano, con la alegría que proviene de la fe común y de la gracia, con toda la efusión del corazón te envío a ti, a tus sacerdotes y seminaristas, a los religiosos y religiosas, a todos los fieles y a toda Checoslovaquia la bendición apostólica, rogando humildemente al Padre de los cielos que por intercesión de San Juan Nepomuceno abra los corazones a la herencia preciosa que él ha dejado y os colme de todo bien.

Vaticano, 2 de marzo del año del Señor 1979.

IOANNES PAULUS PP. II

 

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