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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES SUSCITADAS RECIENTEMENTE
EN RELACIÓN AL CASO DEL PROFESOR HANS KÜNG

 

Venerables y queridos hermanos en el Episcopado:

1. La amplia documentación que habéis publicado en relación con ciertas afirmaciones teológicas del profesor Hans Küng, testimonia cuánta atención y buena voluntad habéis puesto en aclarar este importante y difícil problema. También las publicaciones más recientes, tanto la Carta pastoral leída en las iglesias el 13 de enero de 1980, como la detallada explicación ("Erklärung"), publicada al mismo tiempo, manifiestan vuestra responsabilidad pastoral y magisterial, de acuerdo con vuestro ministerio y vuestra misión episcopal.

Deseo, en espera de la cercana fiesta de Pentecostés, confirmaros en vuestra misión de Pastores en el Espíritu del amor y de la verdad divina, y daros las gracias también por todos los esfuerzos realizados ya, desde hace años, respecto a dicho problema, en colaboración con la Sede Apostólica, particularmente con la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, cuya función —siempre esencial para la vida de la Iglesia— parece estar en nuestros tiempos particularmente cargada de responsabilidad y dificultad. El "Motu proprio" Integrae servandae, que ya durante el Concilio Vaticano II precisó las tareas y el procedimiento de la referida Congregación, subraya la necesidad de colaboración con el Episcopado, y esto corresponde exactamente al principio de colegialidad que volvió a recalcar el mismo Concilio. Esta colaboración, en el caso en cuestión, se ha practicado de manera particularmente intensa. Hay muchas razones por las que la Iglesia de nuestro tiempo debe mostrarse más que nunca Iglesia de consciente y efectiva colegialidad entre sus obispos y Pastores. En esta Iglesia puede verificarse también más plenamente lo que San Ireneo dijo a propósito de la Sede Romana de Pedro, señalándola como el centro de la comunidad eclesial, que debe unir y unificar a cada una de las Iglesias locales y a todos los fieles (cf. Adversus haereses: PG 7, 848).

Igualmente la Iglesia contemporánea debe ser —más que nunca— Iglesia de auténtico diálogo, como Pablo VI expuso en la Encíclica programática del comienzo de su pontificado, Ecclesiam suam. El intercambio que este diálogo comporta debe conducir al encuentro en la verdad y en la justicia. En el diálogo la Iglesia trata de comprender mejor al hombre y, con el hombre, también su propia misión. En el diálogo la Iglesia aporta el conocimiento y la verdad que le han sido comunicadas en la fe. Por eso no contradice a la esencia de este diálogo el que la Iglesia no sea en él la que solamente busca y recibe, sino la que también da en base a una certeza, que en este coloquio se aumenta y se hace todavía más profunda, pero que nunca se puede eliminar. Al contrario: estaría en contraste con la esencia del diálogo el que la Iglesia quisiera suspender, durante el mismo, su convicción y renunciar al conocimiento que ya le ha sido dado. Además, ese diálogo que los obispos entablan con un teólogo, que enseña la fe de la Iglesia en nombre de la misma Iglesia y por encargo de ella, tiene un carácter particular, pues supone presupuestos distintos del diálogo que se tiene con hombres de convicciones diversas, en la búsqueda común de un espacio de entendimiento. Aquí antes que nada hay que esclarecer si el que enseña por encargo de la Iglesia responde de hecho y quiere responder todavía a este encargo.

Respecto a la misión de enseñar del profesor Küng, se deben plantear las siguientes preguntas: Un teólogo que no acepta ya integralmente la doctrina de la Iglesia, ¿tiene todavía el derecho de enseñar en nombre de la Iglesia y en base a una misión especial recibida de ella? ¿Puede él mismo seguir queriendo enseñar, si algunos dogmas de la Iglesia están en contraste con sus convicciones personales? Y además, ¿puede la Iglesia —en este caso la autoridad competente— continuar obligando al teólogo, en tales circunstancias, a hacerlo a pesar de todo?

La decisión de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tomada de común acuerdo con la Conferencia Episcopal Alemana, es el resultado de la respuesta honesta y responsable a las preguntas anteriores. En la base de estas preguntas y de la respuesta concreta, se halla un derecho fundamental de la persona humana, esto es, el derecho a la verdad que debía ser protegido y defendido. Ciertamente, el profesor Küng ha declarado con insistencia que quiere ser y permanecer siendo un teólogo católico. Pero en sus obras manifiesta claramente que no considera algunas doctrinas auténticas de la Iglesia como definitivamente decisivas y vinculantes para él y para su teología; y con esto, debido a sus convicciones personales, no está ya en disposición de trabajar en el sentido de la misión que había recibido del obispo en nombre de la Iglesia.

El teólogo católico, como todo científico, tiene derecho al libre análisis e investigación en su propio campo: obviamente, de la manera que corresponde, a la naturaleza misma de la teología católica. Pero, cuando se trata de comunicar oralmente o por escrito los resultados de las propias investigaciones y reflexiones, es necesario respetar ante todo el principio formulado por el primer Sínodo de los Obispos en 1967 con la expresión "paedagogia fidei".

Puede ser conveniente y justo poner de relieve los derechos del teólogo; pero es necesario, al mismo tiempo, tener también debidamente en cuenta sus particulares responsabilidades. Igualmente no se debe olvidar ni el derecho ni el deber del Magisterio para decidir lo que está conforme, o no, con la fe y la moral de la Iglesia. La verificación, la aprobación o el rechazo de una doctrina, pertenece a la misión profética de la Iglesia.

2. Algunas cuestiones y aspectos, ligados a la discusión con el profesor Küng, son de carácter fundamental y de mayor transcendencia para el período actual de la reforma postconciliar. Quisiera tratar de ellos, a continuación, un poco más ampliamente.

En la generación a la que pertenecemos, la Iglesia ha hecho esfuerzos enormes para comprender mejor su naturaleza y la misión que le ha confiado Cristo en relación con el hombre y el mundo, especialmente el mundo contemporáneo. Lo ha hecho mediante el servicio histórico del Concilio Vaticano II. Creemos que Cristo estuvo presente en la asamblea de los obispos, que obró en ellos por medio del Espíritu Santo, prometido a los Apóstoles la víspera de su pasión, cuando habló del "Espíritu de verdad" que les enseñaría toda la verdad y les recordaría todo lo que habían oído del mismo Cristo (cf. Jn 14, 17. 26). Del trabajo del Concilio nació el programa de la renovación interna de la Iglesia, programa amplio y valiente, unido a una profunda conciencia de la verdadera misión de la Iglesia que, por su naturaleza, es misionera.

A pesar de que el período postconciliar no esté libre de dificultades (como ya sucedió otras veces en el pasado de la Iglesia), creemos que en él está presente Cristo, el mismo Cristo que también hacía experimentar, a veces, a los Apóstoles en el lago, borrascas que parecían llevar al naufragio. Después de la pesca nocturna, durante la cual no habían pescado nada, El transformó este fracaso en una inesperada pesca abundante, cuando echaron las redes en el nombre del Señor (cf. Lc 5, 4-5). Si la Iglesia quiere corresponder a su misión en esta etapa de su historia, indudablemente difícil y decisiva, sólo puede hacerlo poniéndose a la escucha de la Palabra de Dios, esto es, obedeciendo a la "palabra del Espíritu", tal como ha llegado a la Iglesia mediante la Tradición y, directamente, a través del Magisterio en el último Concilio.

Para poder realizar este trabajo —arduo y "humanamente" muy difícil— es necesaria una fidelidad particular a Cristo y a su Evangelio, porque sólo El es "el camino". Por lo tanto, sólo manteniendo la fidelidad a los signos establecidos, conservando la continuidad del camino seguido por la Iglesia desde hace dos mil años, podemos estar ciertos de que nos sustentará esa fuerza de lo alto, que Cristo mismo prometió a los Apóstoles y a la Iglesia como prueba de su presencia "hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20).

Si hay, pues, algo esencial y fundamental en la etapa actual del servicio de la Iglesia, es la orientación particular de las almas y de los corazones hacia la plenitud del misterio de Cristo, Redentor del hombre y del mundo y, al mismo tiempo, la fidelidad a esa imagen de la naturaleza y de la misión de la Iglesia, tal como, después de tantas experiencias históricas, ha sido presentada por el Concilio Vaticano II. Según la doctrina expresa del mismo Concilio, "toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación" (Unitatis redintegratio 6). Toda tentativa de sustituir la imagen de la Iglesia que proviene de su naturaleza y su misión, por otra, nos alejaría inevitablemente de las fuentes de la luz y de la fuerza del Espíritu, del que hoy especialmente tenemos gran necesidad. No debemos hacernos ilusiones de que otro modelo de Iglesia —más "laicizado"— podría responder de modo más adecuado a las exigencias de una presencia mayor de la iglesia en el mundo y de una mayor sensibilidad por los problemas del nombre. Esto sólo puede hacerlo una Iglesia profundamente arraigada en Cristo, en las fuentes de su fe, esperanza y caridad.

La Iglesia debe ser, además, muy humilde y al mismo tiempo debe estar segura de permanecer en la misma verdad, en la misma doctrina de fe y moral que ha recibido de Cristo, que en esta esfera la ha dotado con el don de una "infalibilidad" específica. El Vaticano II ha heredado del Concilio Vaticano I la doctrina de la Tradición a este respecto, y la ha confirmado y presentado en un contexto más amplio, esto es, en el contexto de la misión de la Iglesia, que tiene carácter profético, gracias a la participación en la misión profética de Cristo mismo. En este contexto y en estrecha vinculación con el "sentido de fe", del que participan todos los fieles, esa "infalibilidad" tiene carácter de don y de servicio.

Si alguno la entiende de otra manera, se aparta de la auténtica concepción de la fe y, quizá inconscientemente, pero de modo real, separa a la Iglesia de Aquel que, como Esposo, la ha "amado" y se ha entregado a Sí mismo por ella. Dotando Cristo a la Iglesia de todo lo que es indispensable para cumplir la misión que le ha confiado, ¿podía acaso privarla del don de la certeza de la verdad profesada y proclamada? ¿Acaso podía privar de este don sobre todo a los que, después de Pedro y los Apóstoles, heredan una particular responsabilidad pastoral y magisterial en relación con toda la comunidad de los creyentes? Precisamente porque el hombre es falible, Cristo —queriendo conservar a la Iglesia en la verdad— no podía dejar a sus Pastores, obispos y ante todo a Pedro y a sus sucesores, sin ese don con el que asegura la infalibilidad en la enseñanza de las verdades de la fe y de los principios de la moral.

Profesamos, pues, la infalibilidad, que es un don de Cristo dado a la Iglesia. Y no podemos menos de profesarla, si creemos en el amor con que Cristo amó a su Iglesia y la ama incesantemente.

Creemos en la infalibilidad de la Iglesia, no en razón de un hombre cualquiera, sino en razón del mismo Cristo. Efectivamente, estamos convencidos de que también para aquel que participa de modo especial en la infalibilidad de la Iglesia, ella es esencial y exclusivamente una condición del servicio que debe ejercitar en esta Iglesia. En efecto, en ninguna parte, y mucho menos en la Iglesia, el "poder" puede ser entendido y ejercitado sino como servicio. El ejemplo del Maestro es aquí decisivo.

En cambio, debemos sentirnos profundamente preocupados si en la Iglesia misma se pone en duda la fe en este don de Cristo. En tal caso, se cortarían de una vez las raíces de las que brota la certeza de la verdad que ella profesa y proclama. Aunque la verdad sobre la infalibilidad pueda parecer justamente una verdad menos central y de orden menor en la jerarquía de las verdades reveladas por Dios y profesadas por la Iglesia, sin embargo es, en cierto modo, la clave para la misma certeza de profesar y proclamar la fe, así como la clave para la vida y el comportamiento de los creyentes. Debilitando o destruyendo esta base fundamental, comienzan a derrumbarse también enseguida las verdades más elementales de nuestra fe.

Se trata, pues, de un problema importante en la actual etapa postconciliar. Efectivamente, cuando la Iglesia debe emprender la obra de renovación, es necesario que tenga una particular certeza de la fe para que, renovándose, según la doctrina del Concilio Vaticano II, permanezca en la misma verdad que ha recibido de Cristo. Sólo así la Iglesia puede estar segura de que Cristo está presente en su barca y la dirige firmemente aun entre las borrascas más amenazadoras.

3. Cualquiera que participe en la historia de nuestro siglo y no sea extraño a las diversas pruebas que la Iglesia vive interiormente, en el arco de estos primeros años postconciliares, es consciente de esas tempestades. La Iglesia, que debe hacerles frente, no puede estar afectada por incertidumbres en la fe y por relativismo en la verdad y la moral. Sólo una Iglesia profundamente consolidada en su fe puede ser Iglesia de diálogo auténtico. Efectivamente, el diálogo exige una madurez particular en la verdad profesada y proclamada. Sólo una madurez así, esto es, la certeza de la fe, está en condiciones de oponerse a las negaciones radicales de nuestro tiempo, incluso cuando se sirven de los diversos medios de propaganda y de presión. Sólo esta fe madura puede convertirse en un abogado eficaz de la verdadera libertad religiosa, de la libertad de conciencia y de todos los derechos del hombre.

El programa del Concilio Vaticano II es valiente; por esto requiere en su realización una seguridad especial en el Espíritu Santo que ha hablado (cf. Ap 2, 7), y exige una confianza fundamental en la fuerza de Cristo. Esta seguridad y esta confianza, de acuerdo con nuestro tiempo, deben ser tan grandes como eran las de los Apóstoles, que después de la Ascensión de Jesús, "perseveraban unánimes en la oración... con María" (Act 1, 14), en el Cenáculo de Jerusalén.

Indudablemente, esta confianza en la fuerza de Cristo es también una exigencia que nace de la obra ecuménica de la unión de los cristianos, emprendida por el Concilio Vaticano II, si la entendemos tal como la presenta el Decreto conciliar Unitatis redintegratio. Es significativo que este documento no hable de "compromiso", sino de encuentro en una plenitud cada vez más madura de la verdad cristiana: "La manera y el sistema de exponer la fe católica no debe convertirse, de modo alguno, en obstáculo para el diálogo con los hermanos. Es de todo punto necesario que se exponga claramente toda la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo, que daña a la pureza de la doctrina católica y oscurece su genuino y definido sentido" (núm. 11; cf. núm. 4),

Así, pues, desde el punto de vista ecuménico de la unión de los cristianos, no se puede, en modo alguno, pretender que la Iglesia renuncie a ciertas verdades que ella profesa. Esto estaría en contradicción con el camino que el Concilio ha indicado. Si el mismo Concilio, para lograr ese fin, afirma que "la fe católica debe ser explicada con más profundidad y exactitud", indica aquí también la tarea de los teólogos. Es muy significativo ese texto del Decreto Unitatis redintegratio, en el que, tratando directamente de los teólogos católicos, subraya que «al investigar con los hermanos separados sobre los divinos misterios, deben permanecer fieles a la doctrina de la Iglesia"» (núm. 11). Anteriormente he aludido ya a la "jerarquía" o al orden de las verdades de la doctrina católica, que han de tener en cuenta los teólogos, especialmente, "al comparar las doctrinas". El Concilio evoca esta jerarquía, dado que "es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana" (ib.).

De este modo el ecumenismo, esa gran herencia del Concilio, puede convertirse en una realidad cada vez más madura, pero sólo por el camino de un gran esfuerzo de la Iglesia, animado por la certeza de la fe y por una confianza en la fuerza de Cristo, en las que se han distinguido, desde el principio, los precursores de esta obra.

4. Venerables y queridos hermanos de la Conferencia Episcopal Alemana:

Sólo se puede amar a Cristo cuando se ama a los hermanos: a todos y a cada uno en particular. Por eso, también esta Carta que os escribo en relación con las recientes vicisitudes en torno al profesor Hans Küng está dictada por el amor hacia este hermano nuestro.

Deseo repetirle una vez más lo que ya se le expresó en otra circunstancia: continuamos abrigando la esperanza de que se pueda llegar a ese encuentro en la verdad proclamada y profesada por la Iglesia, de que él pueda ser llamado de nuevo "teólogo católico". Esta calificación presupone necesariamente la auténtica fe de la Iglesia y la disponibilidad de servir a su misión de la manera claramente definida y verificada durante los siglos.

El amor exige que nosotros busquemos el encuentro con cada hombre en la verdad. Por esto, no cesamos de rogar a Dios por este encuentro, especialmente cuando se trata del encuentro con un hombre hermano nuestro, que como teólogo católico —tal querría ser y permanecer— debe compartir con nosotros una particular responsabilidad respecto a la verdad profesada y proclamada por la Iglesia. Esta oración es, en cierto sentido, la palabra fundamental del amor hacia el hombre, nuestro prójimo, puesto que mediante ella lo volvemos a encontrar en Dios mismo que, como única fuente del amor en el Espíritu Santo, es al mismo tiempo la luz de nuestros corazones y de nuestras conciencias. Ella es también la expresión primera y más profunda de esa solicitud de la Iglesia, en la que deben participar todos, y en particular sus Pastores.

En esta comunión de oración y de común solicitud pastoral, imploro para vosotros, en la inminente fiesta de Pentecostés, la abundancia de los dones del Divino Espíritu y os saludo en el amor de Cristo con mi particular bendición apostólica.

Vaticano, 15 de mayo, fiesta de la Ascensión de Cristo de 1980, II año de mi pontificado.

 

IOANNES PAULUS PP. II

 

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