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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS FIELES DE LA DIÓCESIS DE ROMA

 

Amadísimos hermanos y hermanas de Roma:

1.Ya está muy cercano el comienzo del gran jubileo. Después de un período de intensa preparación, nos disponemos a cruzar el umbral de este tiempo de gracia y perdón, durante el cual queremos celebrar con alegría y gratitud el bimilenario de la encarnación del Verbo.

Este acontecimiento, que implica a toda la Iglesia, coloca a Roma en el centro de la cristiandad y la convierte de modo especial en «ciudad situada en la cima de un monte» (Mt 5, 14), a la que dirigen su mirada todas las naciones. Aquí está la sede de Pedro y de sus Sucesores; aquí está el corazón de la comunidad de los creyentes; aquí está el centro de la difusión del Evangelio. Aquí, desde todos los lugares de la tierra, vendrán los peregrinos para visitar las basílicas y las iglesias vinculadas a la memoria de los Apóstoles y de los mártires, así como al perenne testimonio de una fe fecunda en santidad y civilización.

Los cristianos de la ciudad de Roma, insertados en Cristo como herederos de los apóstoles Pedro y Pablo, constituyen un edificio santo, que da valor actual y comprometedor a los signos gloriosos del pasado. Por eso, exhorto a cada uno a vivir con plena disponibilidad y generosidad esta gracia que el Señor concede a nuestra ciudad.

El episodio de Zaqueo, narrado por el evangelista san Lucas (cf. Lc 19, 1-10), nos recuerda las maravillas que el paso de Jesús obra en la vida del hombre que libremente le abre la puerta de su casa. El Señor le da la capacidad de convertirse y comprometerse en el camino de la justicia y del amor a los demás. La alegría que experimentó Zaqueo es la misma que sienten los que se encuentran con Cristo y siguen sus pasos con renovado entusiasmo espiritual. Ésta es la experiencia del jubileo, un paso sin- gular de Jesús por nuestra ciudad.

2. Desde hace tiempo os estáis preparando para este extraordinario acontecimiento. En particular, la misión ciudadana, que terminó recientemente, ha abierto los hogares, los ambientes y, sobre todo, el corazón de muchos habitantes al anuncio de Cristo, único Salvador del mundo. Ahora es preciso consolidar los frutos conseguidos con la misión, predisponiendo los corazones para celebrar el Año santo con intensa fe y amor evangélico.

Para los creyentes, el jubileo es un tiempo propicio para salir de un modo rutinario de vivir la fe y redescubrir la amistad verdadera con el Señor. Es un tiempo oportuno para dar a la conversión el significado de una ruptura total con el pecado, experimentando la alegría del perdón recibido y dado. Es un tiempo muy favorable para redescubrir la comunión y la fraternidad en las parroquias, en los movimientos y en las diversas comunidades, eliminando los obstáculos de la indiferencia, el aislamiento y el rechazo de los demás, y llevando a cabo una auténtica reconciliación con todos. Ahora y siempre es tiempo de hacer que resuene en todos los corazones y en todos los ambientes este gran anuncio: «Dios te ama y ha enviado a Jesucristo, su Hijo, para salvarte».

3. Jesús, hablando a sus paisanos en la sinagoga de Nazaret, relacionó el año de gracia del Señor, que su presencia inauguraba, con el anuncio de la buena nueva a los pobres, la liberación de los cautivos, el don de la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos (cf. Lc 4, 18-20). De este modo, indicaba que celebrar el jubileo significa también abrir el corazón a nuestros hermanos y hermanas, particularmente a los más pobres y a los que sufren.

La Iglesia de Roma, fiel a la enseñanza del divino Maestro y de los Apóstoles, ha escrito a lo largo de los siglos páginas luminosas de acogida, especialmente con ocasión de los jubileos, con signos concretos y permanentes de amor al prójimo. Durante el gran jubileo del año 2000, Roma está llamada, una vez más, a brindar la hospitalidad evangélica a los peregrinos que van a llegar en gran número de todas las partes del mundo.

Con esta finalidad, en el decurso del Año santo tendrán lugar solemnes celebraciones jubilares comunes y oportunos momentos de encuentro y oración en las parroquias. Los que vengan de otras Iglesias particulares volverán consolados si experimentan que la única fe en Cristo los hace miembros de pleno derecho de una misma comunión eclesial. Así pues, es importante que nuestros hermanos encuentren a su llegada no sólo una ciudad dispuesta a recibirlos y capaz de mostrarles lugares llenos de recuerdos históricos y de fe, sino sobre todo una comunidad que encarne el Evangelio y muestre signos concretos del mandamiento supremo del amor de Cristo.

4. Desde esta perspectiva, me dirijo a todos vosotros, hijos de esta Iglesia cuyos comienzos regó la sangre de los Apóstoles, y os digo: «Roma cristiana, no dudes en abrir las puertas de tus hogares a los peregrinos. Brinda con alegría hospitalidad fraterna, en particular durante los acontecimientos de mayor significado y amplitud, como por ejemplo la Jornada mundial de la juventud, que se celebrará del 15 al 20 de agosto del año 2000. Pon a su disposición todos los locales existentes en las parroquias, en los institutos, en las escuelas y en los demás lugares de acogida. De este modo, te convertirás en ciudad de la hospitalidad, como la casa amiga de Marta, María y Lázaro, en Betania, donde Jesús se alojaba de buen grado, junto con sus discípulos, encontrando descanso físico y espiritual».

Esta invitación se dirige a las familias cristianas, para que experimenten la misma alegría de quienes acogían a Jesús en Galilea, en Samaría y en Judea; a las parroquias y a las numerosas comunidades religiosas presentes en la diócesis, para que dispensen plena y cordial acogida a los peregrinos pobres; a las instituciones y a los numerosos voluntarios, para que estén preparados para responder a las necesidades de los peregrinos y, en la medida de sus posibilidades, hagan confortable la estancia en Roma de los ancianos, los enfermos y las personas minusválidas.

5. Hermanos y hermanas de Roma, esta carta es para cada uno de vosotros. Al tiempo que os agradezco vuestra disponibilidad, deseo con todo mi corazón encomendaros a la celestial Madre de Dios, a fin de que el gran jubileo del año 2000 sea para vosotros una profunda experiencia espiritual y un estímulo para crecer en la solidaridad fraterna.

María, la primera que acogió al Verbo del Padre y con fe amorosa lo entregó al mundo entero, y que, impulsada por el Espíritu, abrió su corazón a la Palabra y pronunció su «sí» a la voluntad del Padre, ayude a los habitantes de Roma a abrir de par en par, con espíritu dócil, las puertas a Cristo, nuestro Redentor. Que hable con su corazón de Madre a quienes sean indiferentes o vivan una fe sin obras y sin entusiasmo; a quienes estén alejados o incluso sean contrarios al Evangelio. Que, por su intercesión, nuestra ciudad se convierta en protagonista de fe auténtica y constructora de la civilización del amor.

Las numerosas imágenes marianas que adornan las iglesias y las calles de la ciudad, testimonian una devoción incesante de los romanos a María. A ella, junto con todos vosotros, le digo: «Virgen Madre de Dios, bendice a Roma y a cuantos viven en ella; protege a los niños y a los jóvenes, a las familias y a las parroquias, a los enfermos y a los que sufren, a las personas solas y a cuantos no tienen esperanza. Muestra a todos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre, para que él transforme a cada hombre y a cada mujer de esta ciudad en un testigo creíble de esperanza y paz».

Con estos deseos, os envío complacido a cada uno de vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, mi bendición, para que el Señor, por intercesión de María, «Salus populi romani», de los apóstoles san Pedro y san Pablo, y de todos los santos, lleve a plenitud en vosotros la obra que ha iniciado.

Vaticano, 1 de noviembre de 1999, solemnidad de Todos los Santos

 

JUAN PABLO II

 



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