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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PROMOCIÓN DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

 

Al venerado hermano
cardenal EDWARD I. CASSIDY
Presidente del Consejo pontificio
para la promoción
de la unidad de los cristianos

Me alegra de modo particular enviar mi saludo a los ilustres representantes de las Iglesias y confesiones cristianas que participan en el congreso "Iglesias hermanas, pueblos hermanos". Dicho encuentro sigue idealmente las huellas del de Asís, que continúa dando valiosos frutos de paz y diálogo tanto entre los cristianos como entre los miembros de las grandes religiones del mundo. Doy las gracias a la comunidad de San Egidio, que con valentía y audacia apoya esta singular peregrinación, que sigue recorriendo diversas ciudades del mundo para que los hombres y las mujeres descubran que son hermanos y hermanas, miembros de la misma familia humana.

En la Asamblea interreligiosa que tuvo lugar el pasado mes de octubre en el Vaticano, dirigiéndome a los cristianos, les dije:  "Los cristianos creemos que esta esperanza es un don del Espíritu Santo, que nos llama a ensanchar nuestros horizontes, a buscar, por encima de nuestras necesidades personales y de las de nuestras comunidades particulares, la unidad de toda la familia humana. (...) De esta convicción brotan la compasión y la generosidad, la humildad y la modestia, la valentía y la perseverancia. La humanidad necesita hoy más que nunca estas cualidades, mientras se encamina hacia el nuevo milenio" (28 de octubre de 1999, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de noviembre de 1999, p. 6). Por eso, me alegra especialmente que en Génova se celebre esa asamblea de cristianos con el propósito de reflexionar, rezar y reforzar el compromiso de proseguir por el camino de la unidad.

Quisiera saludar, en primer lugar, a los patriarcas y a los representantes de las diversas Iglesias de Oriente que están reunidos allí. Su presencia, así como la de los representantes de la Iglesia católica, es motivo de consuelo y estímulo para todos. Me uno de buen grado a la oración y a los sentimientos fraternos que vibran en el corazón de cada uno y, al mismo tiempo, doy gracias a Dios por los frutos que el diálogo ecuménico ha dado durante estos últimos años. En la encíclica Ut unum sint, refiriéndome en particular al siglo que está a punto de terminar, afirmé que "es la primera vez en la historia que la acción en favor de la unidad de los cristianos ha adquirido proporciones tan grandes y se ha extendido a un ámbito tan amplio" (n. 41). Sucede que "los cristianos pertenecientes a una confesión ya no consideran a los demás cristianos como enemigos o extranjeros, sino que ven en ellos a hermanos y hermanas" (n. 42).

En efecto, la fraternidad recuperada entre los cristianos es uno de los frutos más valiosos del diálogo ecuménico. Ciertamente, como canta el salmista, nos hace gustar la alegría de los hermanos que habitan todos juntos (cf. Sal 133, 1), pero también nos hace más conscientes de la gravedad del pecado de la división, escándalo para nosotros y para el mundo. Por tanto, no podemos retrasar el paso hacia la unidad de las Iglesias. En efecto, todo retraso no sólo amenaza con disminuir la alegría fraterna, sino también con hacernos cómplices de las divisiones que se agravan en muchas partes del mundo. Cuanto más se refuerza la fraternidad entre las Iglesias, tanto más se ayuda a los pueblos a reconocerse como hermanos. En efecto, la fraternidad es una energía que supera todos los confines y da sus frutos a todo el género humano.

Con este espíritu, que he definido como el "espíritu de Asís" deseo saludarlo a usted, señor cardenal, pidiéndole que transmita mi recuerdo afectuoso a la amada archidiócesis genovesa y a su arzobispo, el cardenal Dionigi Tettamanzi, así como a la comunidad de San Egidio, que ha organizado conjuntamente ese encuentro. Dirijo, asimismo, un cordial saludo a todos los participantes, asegurándoles mi recuerdo en la oración, para que  en  el  amor fraterno crucemos el umbral del nuevo siglo como servidores de Cristo y de su Evangelio. Acompaño estos deseos con la bendición apostólica.

Vaticano, 11 de noviembre de 1999

JUAN PABLO II

 



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