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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA PONTIFICIO COMISIÓN «IUSTITIA ET PAX»


Sábado 11 de noviembre de 1978

 

Queridos amigos:

Cuento con vosotros, cuento con la Pontificia Comisión Iustitia et Pax para que me ayudéis y ayudéis a la Iglesia entera a dirigir de nuevo a los hombres de nuestro tiempo, con insistencia y urgencia, el llamamiento que les hice al comenzar mi ministerio romano y universal el domingo 22 de octubre: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid!, más todavía, ¡abrid de par en par las puertas a Cristo! ¡Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, la civilización y el desarrollo! ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo El lo conoce!».

Vivimos en unos tiempos en que todo debería impulsar y empujar a la "apertura": el sentir vivamente la solidaridad universal entre los hombres y los pueblos, la necesidad de salvaguardar el ambiente y el patrimonio común de la humanidad, la urgencia de reducir el volumen y la amenaza mortal de los armamentos, el deber de arrancar de la miseria a millones de hombres que, con los medios para llevar una vida decorosa, encontrarían la posibilidad de aportar energías nuevas al esfuerzo común. Ahora bien, ante la envergadura y dificultades de la tarea, se observa en todas partes algo de freno.

En el origen de ello está el miedo; miedo sobre todo al hombre y a su libertad responsable, un miedo que se agrava con frecuencia a causa del desencadenarse de violencias y represiones. Y en fin, se tiene miedo a Jesucristo, sea porque no se le conoce o también porque entre los mismos cristianos no se llega a hacer la experiencia, exigente pero a la vez vivificante, de una existencia inspirada en el Evangelio.

El primer servicio que debe prestar la Iglesia a la causa de la justicia y de la paz, es invitar a los hombres a abrirse a Jesucristo. En El volverán a captar su dignidad esencial de hijos de Dios, formados a la imagen de Dios, dotados de posibilidades insospechadas que los capacitan para afrontar las tareas del momento, ligados los unos a los otros a través de una fraternidad que tiene sus raíces en la paternidad de Dios. En El llegarán a ser libres para un servicio responsable. ¡Que no tengan miedo! Jesucristo no es ni un extraño ni un competidor. No hace sombra a nada au­ténticamente humano, ya sea la per­sona o sus varios logros científicos y sociales.

Tampoco la Iglesia es extraña o competidora. «La Iglesia —dice la Gaudium et spes—, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana» (núm. 76, 2).

Al abrir al hombre hacia Dios, la Iglesia lo libra de encerrarse en el sistema ideológico que sea, lo abre hacia sí mismo y hacia los otros, y lo hace disponible a crear cosas nuevas según las exigencias presentes de la evolución de la humanidad.

Con el don central de Jesucristo, la Iglesia no aporta a la tarea común un modelo prefabricado, sino un patrimonio —doctrinal y práctico— dinámico y que se ha ido desarrollando al contacto con las situaciones cambiantes de este mundo, bajo el impulso del Evangelio, como fuente de renovación, con una voluntad desinteresada de servicio y una atención a los más pobres (cf. Octogesima adveniens, 42).

Toda la comunidad cristiana toma parte en este servicio. Pero con gran oportunidad deseó el Concilio, y Pablo VI lo llevó a la práctica con la Pontificia Comisión Iustitia et Pax, «la creación de un organismo de la Iglesia universal, que tenga como función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo de las regiones pobres y la justicia social internacional1» (Gaudium et spes, 90, 3).

A este servicio universal habéis sido llamados al lado del Papa y bajo su dirección. Lo cumplís con espíritu de servicio y en diálogo —que convendrá ampliar— con las Conferencias Episcopales y los distintos organismos que se proponen el mismo objetivo en comunión con aquéllas. Lo lleváis a cabo con espíritu ecuménico, buscando incansablemente y adaptándolas las formas de cooperación capaces de hacer avanzar la unidad de los cristianos en el pensamiento y en la acción.

Sin detrimento de las muchas cuestiones que ocupan la atención de la Comisión, habéis consagrado esta asamblea general al tema del desarrollo de los pueblos.

La Iglesia ha estado presente desde el principio en este esfuerzo ingente y ha seguido sus esperanzas, dificultades y decepciones. La evaluación serena de los resultados positivos (si bien sean insuficientes) debe ayudar a superar las vacilaciones de ahora.

Habéis tenido interés en estudiar todo el conjunto de problemas que plantea la prosecución necesaria de la obra comenzada a nivel de comunidad internacional, en la vida interna de cada pueblo y a nivel de comunidades elementales, en el modo de concebir y llevar a la práctica nuevas maneras de vivir.

La Iglesia, para poder decir la palabra de esperanza que de ella se desea, y afianzar los valores espirituales y morales sin los que no puede haber desarrollo, debe escuchar con paciencia y simpatía a los hombres y a las instituciones que se ocupan de esa tarea a todos los niveles, y medir los obstáculos a su­perar. No se escamotea la realidad que se desea transformar.

La atención prioritaria a los que sufren pobreza radical y a los que padecen injusticias, constituyen sin duda alguna una preocupación fundamental de la Iglesia. En el afán por crear modelos de desarrollo, como a la hora de exigir sacrificios, hay que velar para que no queden mermadas las libertades y derechos personales y sociales esenciales, sin los cuales, por otra parte, dichos modelos quedarían condenados enseguida a un callejón sin salida. Y los cristianos han de procurar estar a la vanguardia en suscitar convicciones y modos de vida que rompan decisivamente el frenesí del consu­mo, agotador y falto de alegría.

Gracias, señor cardenal, por las palabras con las que me habéis atestado los sentimientos filiales y afectuosos de toda la Comisión. Vuestra presencia a la cabeza de este organismo es garantía de que los pueblos pobres, pero ricos en humanidad, estarán en el centro de sus preocupaciones. Gracias a los hermanos obispos, gracias a todos vosotros, queridos amigos, que aportáis a la Comisión y me prestáis a mí vuestra competencia y experiencia humana y apostólica. Mi agradecimiento a todos los miembros de la Curia aquí presentes: gracias a vosotros, la dimensión de la promoción humana y social puede penetrar mejor en la actividad de los otros dicasterios; a cambio de ello, la actividad de la Comisión Iustitia et Pax se inserirá cada vez mejor en la misión global dé la Iglesia.

Vosotros sabéis bien hasta qué punto llegó el interés del Concilio y de mis predecesores por encuadrar la acción de la Iglesia en favor de la justicia, de la paz, del desarrollo y de la liberación, dentro de su misión evangelizadora.

Frente a confusiones que renacen continuamente, conviene no reducir la evangelización a sus frutos en favor de la ciudad terrena: la Iglesia tiene el deber ante los hombres de hacerles llegar hasta la fuente, hasta Jesucristo.

La Constitución Dogmática Lumen gentium sigue siendo ciertamente la "carta magna" conciliar: a su luz todos los otros textos adquieren su plena dimensión. En ella la Constitución Pastoral Gaudium et spes, y todo lo que ésta aconseja, no está desvalorizado, sino corroborado.

En el nombre de Cristo os bendigo a vosotros y a vuestros colaboradores, a vuestros seres queridos y a vuestros países tan amados, sobre todo a los que sufren en la prueba. Volviendo al tema de la audiencia del miércoles pasado, diré que el Señor nos ayude y ayude a todos nuestros hermanos a comprometernos en los caminos de la justicia y de la paz.

 



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