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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Viernes 24 de noviembre de 1995

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

1. Ante todo, deseo expresaros la alegría de poder encontrarme con vosotros al término de vuestra asamblea plenaria. Ésta es una ocasión propicia para manifestaros mi reconocimiento. Vuestro trabajo, en muchos aspectos difícil y comprometedor, es de importancia fundamental para la vida cristiana, pues busca la promoción y la defensa de la integridad y de la pureza de la fe, condiciones esenciales para que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo puedan encontrar la luz que les permita entrar en el camino de la salvación.

Agradezco al señor cardenal Joseph Ratzinger los sentimientos expresados en sus palabras y la exposición del trabajo desarrollado durante la plenaria, dedicada en particular al problema de la aceptación de los pronunciamientos del Magisterio eclesiástico.

2. El diálogo constante con los pastores y los teólogos de todo el mundo os permite estar atentos a las exigencias de comprensión y de profundización de la doctrina de la fe, de las que la teología se hace intérprete, y al mismo tiempo os ilumina sobre las iniciativas útiles para favorecer y fortalecer la unidad de la fe y la función de guía del Magisterio en la comprensión de la verdad y en la edificación de la comunión eclesial en la caridad.

La unidad de la fe, en función de la cual el Magisterio tiene la autoridad y la potestad deliberativa última en la interpretación de la palabra de Dios escrita y transmitida, es valor primario que, si se respeta, no ahoga la investigación teológica, sino que le confiere un fundamento estable. En su tarea de explicitar el contenido inteligible de la fe, la teología expresa la orientación intrínseca de la inteligencia humana hacia la verdad y la exigencia insuprimible del creyente de explorar racionalmente el misterio revelado.

Para alcanzar esa finalidad, la teología jamás puede reducirse a la reflexión privada de un teólogo o de un grupo de teólogos. El ambiente vital del teólogo es la Iglesia, y la teología, para permanecer fiel a su identidad, no puede menos de participar íntimamente en el entramado de la vida de la Iglesia, de su doctrina, de su santidad y de su oración.

3. En este contexto, resulta plenamente comprensible y perfectamente coherente con la lógica de la fe cristiana la persuasión de que la teología tiene necesidad de la palabra viva y clarificadora del Magisterio. El significado del Magisterio de la Iglesia ha de considerarse en orden a la verdad de la doctrina cristiana. Esto es lo que vuestra Congregación ha expuesto y precisado muy bien en la instrucción Donum veritatis a propósito de la vocación eclesial del teólogo.

El hecho de que el desarrollo dogmático, coronado con la definición solemne del concilio Vaticano I, haya subrayado el carisma de la infalibilidad del Magisterio, aclarando sus condiciones de actuación, no debe llevar a considerar el Magisterio sólo desde este punto de vista. En efecto, su potestad y su autoridad son la potestad y la autoridad de la verdad cristiana, de la que da testimonio. El Magisterio, que ejerce su autoridad en nombre de Jesucristo (cf. Dei Verbum, 10), es un órgano al servicio de la verdad, al que corresponde hacer que no deje de ser transmitida fielmente a lo largo de la historia humana.

4. Hoy debemos constatar una difundida incomprensión del significado y de la función del Magisterio de la Iglesia. Ésta es la causa de las críticas y de las contestaciones con respecto a los pronunciamientos, como habéis comprobado especialmente a propósito de las reacciones de muchos ambientes teológicos y eclesiásticos con respecto a los más recientes documentos del Magisterio pontificio: las encíclicas Veritatis splendor, sobre los principios de la doctrina y de la vida moral, y Evangelium vitae, sobre el valor y la inviolabilidad de la vida humana; la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, sobre la imposibilidad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres; y, además, con respecto a la Carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar.

A este propósito, ciertamente, es necesario distinguir la actitud de los teólogos que, con espíritu de colaboración y de comunión eclesial, presentan sus dificultades y sus interrogantes, contribuyendo de este modo positivamente a la maduración de la reflexión sobre el depósito de la fe, y la actitud pública de oposición al Magisterio, que se califica como «disentimiento»; éste tiende a instituir una especie de anti-magisterio, presentando a los creyentes posiciones y modalidades alternativas de comportamiento. La pluralidad de las culturas y de las orientaciones y sistemas teológicos es legítima sólo si se presupone la unidad de la fe en su significado objetivo. La misma libertad propia de la investigación teológica jamás es libertad con respecto a la verdad, sino que se justifica y se realiza al cumplir la persona con la obligación moral de obedecer a la verdad, propuesta por la Revelación y acogida en virtud de la fe.

5. Al mismo tiempo, como justamente habéis considerado en vuestra asamblea, hoy es necesario favorecer un clima de aceptación y acogida positiva de los documentos del Magisterio, prestando atención al estilo y al lenguaje, de manera que se armonice la solidez y la claridad de la doctrina con la preocupación pastoral de utilizar formas de comunicación y modalidades de expresión incisivas y eficaces para la conciencia del hombre contemporáneo.

Sin embargo, no es posible dejar de mencionar uno de los aspectos decisivos que causan el malestar y la inquietud de algunos sectores del mundo eclesiástico: se trata del modo de concebir la autoridad. En el caso del Magisterio, la autoridad no sólo se ejerce cuando interviene el carisma de la infalibilidad; su ejercicio tiene un ámbito más vasto, tal como lo requiere la conveniente conservación del depósito revelado.

Para una comunidad que se funda esencialmente en la adhesión compartida a la palabra de Dios y en la consiguiente certidumbre de vivir en la verdad, la autoridad en la determinación de los contenidos en los que hay que creer y profesar es algo a lo que no se puede renunciar. Que la autoridad incluya grados diversos de enseñanza ha sido afirmado claramente en los dos recientes documentos de la Congregación para la doctrina de la fe: la Professio fidei y la instrucción Donum veritatis. Esta jerarquía de grados no se debería considerar un impedimento, sino un estímulo para la teología.

6. Con todo, esto no autoriza a considerar que los pronunciamientos y las decisiones doctrinales del Magisterio sólo requieran un asentimiento irrevocable cuando los enuncia con un juicio solemne o con un acto definitivo, y que, en consecuencia, en todos los demás casos cuenten sólo las argumentaciones o las motivaciones presentadas.

En las encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae, así como en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, he querido volver a proponer la doctrina constante de la fe de la Iglesia, con un acto de confirmación de verdades claramente atestiguadas por la Escritura, la Tradición apostólica y la enseñanza unánime de los pastores. Estas declaraciones, en virtud de la autoridad transmitida al Sucesor de Pedro de "confirmar a los hermanos" (Lc 22,32), expresan, por tanto, la común certidumbre presente en la vida y en la enseñanza de la Iglesia.

Así pues, parece urgente recuperar el concepto auténtico de autoridad, no sólo desde el punto de vista formal y jurídico, sino más profundamente como instancia de garantía, de custodia y de guía de la comunidad cristiana, en la fidelidad y continuidad de la Tradición, para hacer posible a los creyentes el contacto con la predicación de los Apóstoles y con la fuente de la realidad cristiana.

7. Al alegrarme con vosotros, amadísimos hermanos en Cristo, por el intenso, diligente y valioso ministerio que desempeñáis al servicio de la Sede apostólica y en favor de la Iglesia entera, os aliento a proseguir con firmeza y confianza en la tarea que se os ha confiado, para contribuir así a introducir y conservar a todos en la libertad de la verdad.

Con estos sentimientos os imparto de corazón mi bendición a todos vosotros, como prenda de afecto y de gratitud.

 



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