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CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA
SOLLICITUDO OMNIUM ECCLESIARUM*
DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII
PROMULGANDO LAS CONSTITUCIONES DEL SÍNODO ROMANO

 

La solicitud de todas las Iglesias del mundo —que constituyen una sola Iglesia— que plugo a Jesús bendito avivar en nuestro corazón, no disminuye, antes estimula más, nuestro desvelo por nuestra Diócesis de Roma.

Tenemos siempre presentes las solemnes palabras de nuestro Predecesor San León I, a sus hijos de Roma: "Sois mi gozo y mi corona, oh romanos, si vuestra fe, anunciada en el mundo entero, permanece en vosotros in dilectione et sanctitate (en amor y santidad). Es necesario que todas las Iglesias esparcidas por el mundo florezcan en todas las virtudes cristianas, pero la vuestra debe distinguirse por su dignidad y esplendor de piedad, puesto que habéis sido edificados sobre el mismo fundamento del edificio apostólico, redimidos por Nuestro Señor junto con los otros pueblos, pero preferentemente a todos los demás, prae omnibus erudivit, habéis sido iluminados por las enseñanzas del Apóstol Pedro" (S. Leo, Serm. II).

Las palabras de San Bernardo dirigidas a nuestros antepasados de los siglos posteriores son particularmente severas: "Primo quidem clerum illum ordinatissimum esse decet ex qua praecipue in omnem Ecclesiam cleri forma processit", conviene que ese clero sea muy ejemplar, ya que ha de servir de modelo al clero de la Iglesia universal (S. Bernardus, De Consid., Lib. IV, cap. II).

Por esto, después de los tres meses de nuestra elevación a la Cátedra Suprema, al celebrar la solemne conmemoración de la Conversión de Pablo Apóstol en la Patriarcal Basílica Ostiense, mientras anunciábamos un Concilio Ecuménico y una labor de modernización del cuerpo de las leyes eclesiásticas generales, dispusimos se celebrase en Roma un Sínodo diocesano, para estudiar y definir normas encaminadas a dar nuevo vigor a la disciplina del clero y del pueblo fiel, para imprimir un nuevo impulso a la Acción Católica y a todas las obras de apostolado, para intensificar más la vida sacramental y litúrgica, para señalar y poner en guardia contra los más graves errores y peligros modernos y para poner al día acertadamente la multiforme actividad pastoral de la Diócesis.

Al llevar a cabo nuestro propósito, después de un breve lapso de tiempo, establecimos mediante nuestro Quirógrafo Ut uius almae Urbis del 18 de febrero de 1959 una Comisión especial, dependiente directamente de Nos, a la que confiamos el encargo de preparar y ordenar la materia que tratar en el Sínodo.

Oído el Eminentísimo señor Cardenal Clemente Micara, Obispo de Velletri y nuestro queridísimo Vicario General para la ciudad de Roma, llamamos a la presidencia de esa Comisión a nuestro venerable Hermano Luis Traglia, Arzobispo titular de Cesárea de Palestina y Vicegerente de la Ciudad, ahora Cardenal de la Santa Iglesia Romana y nuestro Provicario General, nombrando al mismo tiempo los miembros de dicha Comisión.

El Presidente de la Comisión se apresuró a presentarnos algunos distinguidos Prelados, Párrocos, tenientes mayores y religiosos que nombramos gustosamente miembros de ocho subcomisiones, encargadas de estudiar diligentemente los diversos problemas pastorales de nuestra Diócesis y de establecer un primer esbozo del Sínodo. Al mismo tiempo se envió un adecuado cuestionario a todos los Párrocos, Superiores Provinciales, a los Rectores de los diferentes Institutos de enseñanza para que manifestasen su opinión sobre el esquema presentado.

Además, elegimos un número conveniente de Consultores que, llegado el caso, pudiesen ser consultados, cada cual en la materia de su especial competencia, disponiendo asimismo que el venerable Cabildo de Párrocos eligiese una reducida Comisión a la que se presentaría el esquema citado.

Una vez elaborado dicho esquema de las Constituciones sinodales, quisimos oír el parecer de los Eminentísimos Cardenales de la Curia y de los Prelados al frente de los Dicasterios y Oficinas de la Curia, así como de los Consultores sinodales, de la Comisión de Párrocos y de otras personalidades eclesiásticas de la ciudad, los cuales nos enviaron por escrito sus inestimables observaciones que les sugirió su acertada experiencia, adquirida en tan variadas y delicadas misiones.

Sin olvidar que Nos, siendo muy joven, tomamos parte por primera vez en las responsabilidades de tal honor como Secretario de la Comisión ordenadora del Sínodo de Bérgamo en mayo de 1910, con el que el insigne pastor Monseñor Radini Tedeschi continuaba la tradición, después de ciento ochenta y seis años, de los Sínodos postridentinos de aquella diócesis bendita, y siempre tan alegres por el último Sínodo de Venecia, del 25 al 27 de noviembre de 1957, que con tanta satisfacción espiritual pudimos promover, dirigir y celebrar, quisimos seguir personalmente, incluso presidiendo sesiones, el ordenado y solícito desarrollo de tan imponente trabajo de este Sínodo Romano, conscientes de la suma importancia de las futuras disposiciones sinodales para la vida religiosa de esta alma Ciudad.

Es para Nos agradable deber, así como grata alegría para nuestro corazón, recordar que toda la Diócesis ha secundado continuamente con sus oraciones esta labor de tanta responsabilidad y trascendencia. La oración especial, que hemos recomendado, se difundió ampliamente y se rezó diariamente en las iglesias, seminarios, claustros e institutos. Semejante coro humilde y santo de invocaciones al Dador de todas luces tuvo su epílogo en dos manifestaciones de clausura: la celebración de una jornada sinodal el 10 de enero, consagrada a la Sagrada Familia de Nazaret, y de un solemne octavario de oraciones en la Basílica Liberiana los días anteriores a la apertura del Sínodo para invocar la intercesión de la Beatísima Virgen venerada en su templo mayor con el título de Salus Populi Romani, Salvación del Pueblo Romano.

Por último, terminado este ciclo de estudio, trabajo y oración, estuvimos en condiciones con indecible consuelo nuestro de convocar mediante nuestro Quirógrafo Sancti Spiritus, del 16 de enero del presente año, el primer Sínodo Diocesano de Roma, fijando su apertura para el siguiente 24 de enero, un año después de su proclamación.

Vienen de nuevo a nuestros ojos y a nuestra mente, llena de conmovedora gratitud al Todopoderoso, las grandiosas e inolvidables reuniones sinodales; desde la primera del 24 de enero en el esplendor de la Archibasílica Lateranense, nuestra Catedral, a las otras en la Sala de las Bendiciones del Palacio Apostólico, hasta la solemnísima clausura en la Basílica Vaticana, junto al sepulcro de Pedro, Príncipe de los Apóstoles y primer Obispo de Roma.

En las sesiones que, después de la celebración del Divino Sacrificio en la Capilla Sixtina, tuvieron lugar el 25, 26 y 27 de enero se dio pública lectura de las Constituciones sinodales; en estas sesiones, así como en las de apertura y clausura, rodeados de los Cardenales presentes en la Curia y de un selecto grupo de Obispos, Prelados, Clérigos seculares y regulares, tuvimos la alegría de dirigir nuestra palabra de Pastor y Padre.

Luego, en los días 28 y 29 nos complacimos en convocar a los alumnos de los seminarios y colegios eclesiásticos y a las religiosas de la ciudad, respectivamente, en la iglesia de San Ignacio, junto a los sepulcro de San Roberto Belarmino, San Luis Gonzaga y San Juan Berchmans, ínclitos campeones de la vida eclesiástica y religiosa, dirigiendo también a este selecto grupo de almas, en las que la Iglesia pone tantas esperanzas, nuestras exhortaciones pastorales.

Terminadas felizmente las reuniones solemnes, dispusimos que fueran recopiladas y seleccionadas las observaciones y sugerencias presentadas en el texto leído durante les asambleas recordadas ahora, preparando así con un espacio razonable de tiempo el texto definitivo que se promulgaría. Lo cual se hizo con docilidad y exacta diligencia, como hemos podido comprobar por los informes de nuestro Provicario General, que nos ha tenido continuamente al corriente de este trabajo de delicado examen.

Estando ya la obra terminada y dispuesta para ser promulgada, habiendo invocado el auxilio de lo alto, confiando en el patrocinio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, cuya solemnidad litúrgica celebramos hoy, motu proprio, con plena consciencia, en la plenitud de nuestra Potestad de Sumo Pontífice, Obispo de Roma, promulgamos por la presente Constitución Apostólica las constituciones del primer Sínodo diocesano de Roma tal y como están en el texto latino, publicado por la Tipografía Políglota Vaticana, decretando y mandando que entre en vigor el 1 de noviembre de 1960 en la Diócesis de Roma, incluidas Basílica Vaticana y la Ciudad del Vaticano.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio de 1969, solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, segundo año de nuestro Pontificado.

 

IOANNES PP. XXIII


* AAS 52 (1960) 551-554.

 



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