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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A UN GRUPO NUMEROSO DE LA CONFEDERACIÓN GENERAL
ITALIANA DEL COMERCIO
*

Domingo 25 de septiembre de 1960

 

Con paterna benevolencia y complacencia acogemos hoy en la Basílica Vaticana a vuestro numeroso grupo, queridos hijos de la Confederación General Italiana del Comercio. ¡Sed bienvenidos!

Cada uno de vosotros oculta en su corazón problemas y aspiraciones, solicitudes y angustias de un trabajo constante, cuyo breve paréntesis señala esta jornada romana.

Convenientemente organizados en las Asociaciones Nacionales y Provinciales del ramo formáis como un sistema capilar sobre el que se funda, en parte, y progresa la economía nacional, y que insensiblemente puede y debe alimentar y promover el bienestar de los ciudadanos. Como habéis querido darnos a conocer, en vuestras empresas pervive esa forma de organización económica, que viene de los más remotos tiempos, que es la hacienda de gobierno doméstico en la que la familia encuentra su actividad congénita transfiriéndola de padres a hijos, y al mismo tiempo sirve a las necesidades, a los gustos, a las demandas de los peticionarios aconsejando, inspirando confianza, saliendo al encuentro de todos de acuerdo con un espíritu bien entendido de colaboración y de ayuda.

Por tanto, es digno de aprecio el esfuerzo que habéis realizado, para dar a conocer a la opinión pública y a las autoridades establecidas vuestras aspiraciones y problemas, y hallar una respuesta comprensiva a las dificultades, que el constante desarrollo de las condiciones de vida impone a vuestra actividad. Os auguramos que se cumpla lo que vosotros deseáis en armonía con el bienestar temporal común.

Pero por la alta misión que nos hace mirar sobre todo por el bien espiritual de nuestros hijos, y nos impulsa a conducirlos en el recto y fiel cumplimiento del deber, queremos invitaros a que consideréis vuestra profesión a la luz de la divina voluntad.

La plegaria que esta mañana subió al cielo de todos los altares en este decimosexto domingo después de Pentecostés pidió al Señor que su gracia siempre preceda y siga nuestras acciones y que conceda a cada uno que se aplique constantemente a hacer el bien.

Esta es nuestra invitación, queridos hijos, que aun en medio de las preocupaciones que nos asaltan, de los sinsabores de la vida cotidiana, permanezcáis fijos en Dios, que jamás abandona a sus hijos, y resistiendo a las diversas asechanzas del maligno espíritu, del que toman su origen los pecados capitales, que sepáis mantener vuestra vida en un serio empeño de rectitud y de obrar bien: iugiter, como dice la Sagrada Liturgia, es decir, con perseverancia. Sólo las buenas obras permanecen y forman ese tesoro, acumulado en el cielo, y "donde los ladrones no lo desentierran ni roban, porque —continúa el divino Jesús— donde está tu tesoro, allí está tu corazón" (Math. 6, 20, 21).

Como solemos repetir amablemente, el cristiano vive en la tierra pero mira al cielo. Este mundo es sólo preparación, prueba, espera; el paraíso será la alegría y el premio eterno para quien haya sabido mantenerse fiel al Señor aun en medio de las tentaciones e incredulidades del mundo. No olvidemos el cielo, queridos hijos; que allá arriba esté fijo nuestro corazón, no por cierto por un renunciamiento cómodo a los deberes de la vida presente, sino para cumplirlos mejor con generosidad y espíritu de sacrificio. Trabajad con este espíritu, procurando, por tanto, hacer el bien en la caridad, en el respeto mutuo, en la paciencia, en la resignación; pero, sobre todo, con un sentido delicado y vigoroso de justicia. Y entonces incluso de las espinas brotarán rosas, que darán perfume para gloria de Dios y utilidad del prójimo, y vuestra vida será edificante y bendita.

Pedimos al Señor por vosotros, por vuestras familias, asociaciones y actividades, y confiamos en que Él escuchará nuestros deseos, seguros de que cada uno responderá y se conformará con la divina voluntad. Amad sobre todo el precepto evangélico que es alegría y paz de nuestra vida, incluso en las relaciones económicas: Haced a los demás lo que quisierais os hiciesen a vosotros; no hagáis a los demás lo que no quisierais os hiciesen a vosotros. (Math. 7, 12; Luc. 6, 31). Creedlo, es un gran, secreto de la vida, una garantía de prosperidad cierta. Creedlo, es un gran título de honor para vuestra persona, para vuestra familia, para todo lo que amáis en el presente y en la eternidad.

En prenda de nuestro afecto os otorgamos la confortadora Bendición Apostólica que hacemos extensiva de corazón a todos vuestros allegados, especialmente a los pequeños que alegran vuestro hogar y a los ancianos que la llenan del tesoro de su experiencia cristiana.


* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 489-491.

 

 


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